St. John’s University, Queens—. Como Nuncio Apostólico y representante del Santo Padre en los Estados Unidos de América, quiero expresar el cordial saludo, la cercanía espiritual y el afecto paternal del Papa Francisco a todos los están aquí reunidos para reflexionar sobre el tema: “Remen mar adentro”, concluyendo el Plan de Renovación y de Evangelización Diocesana y celebrando el Encuentro Diocesano; hitos importantes en la vida de esta Iglesia local de Brooklyn. En modo especial, quiero agradecer a Monseñor DiMarzio y Monseñor Massa, y al Sr. Theodore Musco, Secretario para la Evangelización y Catequesis, por su amable invitación. Es un honor estar aquí con ustedes estos días: al encuentro del Señor y con nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
En preparación para el V Encuentro, el Papa Francisco envió a los obispos de los Estados Unidos de América un mensaje, diciendo que:
“Nuestro gran desafío, es crear una cultura del encuentro que aliente a los individuos y grupos a compartir la riqueza de nuestras tradiciones y experiencias, a derribar muros y a construir puentes. La Iglesia en América, como en otras partes, está llamada a ‘salir’ de su zona de confort y ser fermento de comunión. Comunión entre nosotros, con nuestros hermanhos cristianos y con todos los que buscan un futuro de esperanza. Debemos ser, cada vez más plenamente, una comunidad de discípulos misioneros, llenos de amor del Señor Jesús y de entusiasmo por la propagación del Evangelio” (Video Mensaje a la Asamblea General de la USCCB, 14-17 de noviembre de 2016).
Hoy, me gustaría hablarles sobre el sueño que el Papa Francisco tiene para la Iglesia, un sueño que nosotros estamos invitados a compartir. En la Biblia, Dios a menudo, en los sueños, se manifiesta a sí mismo o manifiesta su voluntad; así lo hizo con José, en el Antiguo Testamento (Gen 37,1-11), ó, en el Nuevo Testamento, con José el padre putativo de Jesús, pidiéndole que tomara a María como su esposa y que pusiera al niño el nombre de Jesús. También en los Hechos de los Apóstoles, Dios manifestó en un sueño a Pedro su voluntad (Hechos 10,10-16), invitándolo a bautizar a toda la familia de Cornelius, abriendo, así, la puerta de la salvación a los Gentiles. Pablo también tuvo un sueño, -articulado en Efesios 2,11-22-, para que los judíos y los Gentiles pudieran reconciliarse y fueran realmente un solo cuerpo en Cristo. Por su parte, Jesús, el Buen pastor, soñaba con tener un rebaño, gobernado por un solo pastor (Jn 10, 11-18).
Y el Papa Francisco también tiene un sueño para la Iglesia de Cristo: que sea una Iglesia misionera. Escribe:
“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (EG), 24 de noviembre de 2013, 27).
El sueño del Papa Francisco es el de una Iglesia pobre para los pobres, una Iglesia cercana a los olvidados y abandonados, una Iglesia que transmita la ternura de Dios. Quiere una Iglesia evangelizadora, llamada a confrontarse constantemente con la amplitud y riqueza del Evangelio. Quiere una Iglesia dispuesta a salir de su propia zona de confort (cf. EG, 20): una Iglesia dispuesta a remar mar adentro para obtener una grandiosa pesca. La primacía de Dios en el Pueblo de Dios. El sueño del Papa Francisco, es el de una Iglesia que vive como Pueblo de Dios: Pueblo de Dios santo y fiel. Esta noción de la Iglesia como Pueblo de Dios, fue una aportación importante del Concilio Vaticano II, pero en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, ya desde el principio (LG, 2-4), los padres del Concilio señalaron que el plan salvífico universal del Padre se manifiesta en el envío de Su Hijo y encuentra su culminación en el don del Espíritu Santo. Ellos declararon que, así, toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG, 4).
Para evangelizar, la Iglesia debe constantemente referirse a Dios que se ha manifestado a sí mismo en Cristo y que por medio del Espíritu Santo sigue morando en la Iglesia y animando a la Iglesia. Una Iglesia evangelizadora debe actuar de acuerdo con la voluntad de Dios y dar a conocer la presencia de Dios. Por ello, el Papa no quiere una Iglesia autorreferencial, sino una Iglesia que lleve “la alegría del Evangelio” a todo el mundo. El Papa Francisco explica así su preferencia:
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida” (EG, 49).
Esta amistad con Cristo es fruto del encuentro con Él. Y es misión de la Iglesia facilitar este encuentro que puede cambiar la vida, como pasó, por ejemplo, al gran misionero San Pablo. Así, mientras que nuevos programas podrían ser útiles para la evangelización, el encuentro es esencial. El Papa Benedicto XVI lo expresó de esta manera:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas Est, 25 de diciembre de 2005, 1).
Este acontecimiento o persona es el mismo Jesús. La proclamación de la Resurrección del Señor no puede ser entendida como mero recuerdo de un evento del pasado; por el contrario, Él sigue viviendo. La Iglesia existe para ayudar a otros a encontrar Al Resucitado que ofrece la salvación. Para encontrar Al Resucitado, esto es, para ser reunidos bajo la mirada amorosa que nos introduce en el amor de Dios en una relación viva y duradera con Él. El Santo Padre nos recuerda que “la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más” (cf. EG, 264). El mejor incentivo para compartir la fe y para evangelizar – es decir, para facilitar el encuentro – viene de la contemplación de su amor. Es la belleza del Señor lo que asombra y mueve y lo que atrae a nuevos creyentes.
El Evangelio de Misericordia
Si hay un nuevo énfasis sobre la primacía de Dios en la vida de la Iglesia en el Papa Francisco, ello se deriva de su proclamación del “Evangelio de la misericordia”. La misericordia, que no es solo un aspecto del Evangelio, ni puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia. En su carta conclusiva del Año Jubilar de la Misericordia, el Santo Padre escribió:
“La misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre” (Papa Francisco, Carta Apostólica Misericordia et Misera, 21 de noviembre de 2016, 1).
La Misericordia es fundamental en el rostro del Dios revelado en Cristo Jesús. Por ello, la Iglesia debe comenzar de la persona de Jesús, de su actitud y praxis -palabras y obras- especialmente hacia los pecadores; porque estos revelan la misericordia de Dios y se convierten en fuente de alegría para la humanidad. Entrar en contacto con Cristo, quiere decir tener una relación con el Padre de las Misericordias que tiene un corazón para los extraviados, los olvidados, los abandonados y los miserables, especialmente para los pecadores. Dios tiene un corazón para la humanidad que sufre y quiere abrazarnos misericordiosamente, como maravillosamente ilustra la parábola del Hijo Pródigo (Lc 15). La Misericordia se encuentra en el corazón del Evangelio. Y si me permiten decírselos directamente: esta es la contribución del Papa Francisco. El Evangelio es más que una doctrina y no puede reducirse a una idea. La verdad sigue siendo la verdad, pero la expresión del evangelio debe reflejar la novedad del Evangelio mismo (cf. EG, 41).
El Evangelio construye la Iglesia y las Iglesias proclaman el Evangelio a los pueblos en sus diversas culturas y situaciones: situaciones concretas. [Creo que es esto de lo que el Santo Padre está hablando en la Exhortación Amoris Laetitia, al referirse al acompañamiento de las familias, también de aquellas que se encuentran en situación irregular, y de la búsqueda del modo adecuado para integrarlas en la vida de la Iglesia (cf. AL, 292, 297)]. El mensaje del Evangelio de la Misericordia no debe entenderse como equivocación o indiferencia a las exigencias de la conversión o, peor aún, como una tolerancia del pecado que lleve a la laxitud o a la falta de responsabilidad moral. Por el contrario, uno podría pensar la fe y la conversión como una peregrinación, en la que el Pueblo de Dios, “sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia” (MV, 14).
El Santo Padre distingue entre el pecador (que necesita la misericordia) y los corruptos (que intentan justificarse a sí mismos y que pierden el sentido del pecado y de la necesidad de misericordia), una distinción que vemos en la historia del fariseo y el publicano. La misericordia es un don. La recibimos, nos dejamos tocar por Cristo en la libertad y, de tal modo, que logremos convertirnos. Es un don que se nos invita a compartir.
La Iglesia de la Misericordia
La Iglesia, formada e informada por el Evangelio, debe mostrar y mediar esta misericordia. Sólo una Iglesia verdaderamente revestida por el Evangelio podría continuar por este camino en el mundo. Mediación eclesial que es indispensable, porque la misericordia de Dios apareció en Cristo y llega a otros a través de su Cuerpo Místico, la Iglesia, que vive porque Él es su Cabeza y está animada por Su Espíritu. Esta Iglesia refleja la luz de Cristo a las Naciones y lo refleja, si bien el “espejo”, que es la Iglesia, es a veces frágil y hasta sucio debido a la debilidad humana, con toda su limpidez.
Así, una Iglesia evangelizadora y misericordiosa debe ser ella misma sujeto del Evangelio de la misericordia, abierta a la conversión. Ella es una ecclesia semper reformanda, formada y conformada a su Esposo por el Espíritu Santo que obra en ella. Lo que esto reclama, no es simplemente un cambio externo, formal, estructural, sino una verdadera conversión interior del corazón, para lograr ser una Iglesia de los pobres para los pobres. En la Evangelli Gaudium, el Papa Francisco señala que la opción preferencial por los pobres es, ante todo, una categoría teológica, con la que Dios muestra su misericordia, en primer lugar a los pobres, y que “esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5)” (EG, 198).
De hecho, esto es cristológico. Cristo se hizo pobre para hacernos ricos. Nació en la pobreza, ejerció su ministerio entre los pobres y murió en la pobreza. Una Iglesia de los pobres para los pobres, es una Iglesia misericordiosa, es decir, que mira las heridas de los pobres –de los material o espiritualmente pobres-, con compasión, y está dispuesta a tomar medidas concretas para curar sus heridas, para ofrecer el perdón y la posibilidad de una nueva vida: para ofrecer esperanza. Nuestra época es aquella que el Papa llama “el tiempo de la misericordia”.
En este tiempo de misericordia hay una urgente necesidad de que la Iglesia muestre, no solo el Rostro Misericordioso del Padre, sino también que retome la idea de Maternidad. Ella es una madre que da nueva vida en el bautismo. Ella es una madre que venda las heridas de sus hijos en la reconciliación. Ella es una madre que alimenta a sus hijos con la Santa Eucaristía. La Iglesia no es un negocio o una organización no gubernamental (ONG); ella es, en cambio, una Madre que anuncia el Evangelio de la Misericordia: que Dios tiene un corazón para la humanidad pecadora y sufriente. La Iglesia no es el “tribunal” de castigo, sino el lugar, “el vientre”, para encontrar esta misericordia.
La Iglesia: el Pueblo de Dios, Santo y fiel
Como dije antes, el Papa Francisco tiene un sueño para la Iglesia, un sueño que comienza con Dios. Cuando él habla de la Iglesia, pone el acento no sólo en su dimensión materna, sino también en la imagen de la Iglesia como “el Pueblo de Dios, santo y fiel “. Siguiendo al Concilio Vaticano II, que puso el énfasis en el Pueblo de Dios, se produjo un cambio acentuando el aspecto de la Iglesia como comunión: comunión con Dios, reflejando la comunión con la Trinidad, comunión de los miembros de unos con otros, comunión entre los laicos y la jerarquía. Ahora, el Papa Francisco quiere poner de nuevo el énfasis en la Iglesia como Pueblo de Dios para la tarea de la evangelización. Es todo el pueblo de Dios quien proclama el Evangelio.
Dios nos ha llamado, nos elegido y nos ha llamado, no sólo como individuos sino como pueblo (cf. EG, 113). Pertenecemos a un Pueblo. Somos Su pueblo. Esta idea de pertenencia a una comunidad se hace desafío en un contexto americano en el que se pone un fuerte énfasis en los derechos y elecciones individuales. Sin embargo, la idea de ser un pueblo puede ser profética en el mundo occidental marcado por el individualismo. En Laudato Sì, el Santo Padre lamenta cómo, en lugar de tener cuidado por la casa común, muchos tienden a ver las cosas como completamente sujetas al uso individual y progresivamente se distancian ellos mismos, de la naturaleza y los unos de los otros (cf. Papa Francisco, Encíclica Laudato Sí, 24 de mayo de 2015, 115-121). En Evangelii Gaudium (nn. 81-83), él llama a la Iglesia a decir No al egoísmo y a la acedia. El Santo Padre quiere que entendamos a la Iglesia como Pueblo de Dios, no solo como individuos de Dios.
Este énfasis en el Pueblo de Dios, ayuda a la Iglesia misionera a enfocar su destino y el destino de la humanidad, si ella está abierta al Evangelio, que debe ser predicado a todos y no sólo a unos pocos privilegiados. La Iglesia es el Sacramento Universal de Salvación. Es esta la Iglesia que el Papa Francisco sueña:
“Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino” (EG, 114).
La Iglesia, como “Pueblo de Dios santo y fiel” se compone de muchos miembros que tienen igual dignidad y que comparten una corresponsabilidad en la evangelización. Los miembros, por supuesto, tienen diferentes funciones, pero nadie está exento o excluido. No necesitamos una Iglesia clericalizada, ni queremos que se clericalice a los laicos, sin embargo, el clero debería ponerse incondicionalmente al servicio del Evangelio y de los fieles laicos, para que estos, los laicos, puedan vivir su vocación de evangelizar principalmente en el mundo. Cada vocación –sea del clero, sea de laico- comenzó con el bautismo, mediante el cual fuimos hechos hijos de Dios, incorporados a la Iglesia y ungidos con el poder del espíritu. El clero ha sido llamado a un especial servicio pastoral en el pueblo de Dios. Un pastor, es pastor de un pueblo. El concepto de Pueblo de Dios incluye tanto al pastor como al rebaño, quienes caminan juntos.
La totalidad del pueblo de Dios tiene una responsabilidad compartida para evangelizar. Aquí debemos recordar la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la llamada universal a la santidad, —a la santidad cotidiana—, que se asocia con paciencia, no sólo a nuestros deberes o a nuestras situaciones existenciales, sino también con el caminar hacia adelante de cada día. Esta llamada a la santidad no es sólo para los bien-formados o “calificados”, sino para todo el pueblo.
Es desde aquí que podemos hablar de una “Iglesia popular”, en la que cada miembro aporta algo a la santidad y a la misión de la Iglesia. Así, la visión de Pueblo de Dios fortalece la idea de fraternidad en el Espíritu, que exige apertura al Espíritu y al otro -la alteridad de Dios y la alteridad de nuestros hermanos y hermanas hechos a Su imagen-. Hay una verdadera fraternidad mística (cf. EG, 92) en el pueblo de Dios. Cristo mismo resumió la Ley y los Profetas en los dos grandes mandamientos: amor a Dios y amor al prójimo. Si no se guardan estos dos mandamientos, la santidad es imposible. La comunión del pueblo de Dios —fraternidad—, es un signo de la vocación a la comunión con Dios, la fuente de la santidad. El Pueblo de Dios está llamado a ser santo.
La Iglesia: unidad en la diversidad
Comencé hablando de “sueños” e hice referencia al patriarca, José, que vestía una prenda de variados colores. Los Padres de la Iglesia vieron en esto un símbolo de la Iglesia, resplandeciente en su variedad de pueblos y culturas. Cuando hablamos del Pueblo de Dios y de la Iglesia como Sacramento Universal de Salvación, la presencia de la Iglesia entre las diversas naciones y culturas del mundo, habla de su marca de catolicidad. El Pueblo de Dios se encarna en los diferentes pueblos de la tierra y en sus culturas. Por ello, el único Pueblo de Dios como Iglesia es rico en diversidad.
Es precisamente en el contexto de estos pueblos y culturas donde tiene lugar la evangelización. Aquí en Brooklyn, donde tantos pueblos y culturas se unen, incluso en el presbiterio, es importante mantener la unidad como iglesia local, especialmente con su obispo. Sin embargo, unidad no significa uniformidad o supresión de la propia cultura y herencia; sino que más bien sugiere hacer un esfuerzo extra para apreciar y asimilar las mejores tradiciones culturales al servicio de la iglesia local y de la misión de proclamar el Evangelio de la Misericordia.
En Occidente, estamos experimentando una rápida secularización y descristianización de la sociedad. La fe se transmite con gran dificultad. ¿Que debe entonces hacerse? ¿Deberá la Iglesia huir de la cultura? No. Por el contrario, la Iglesia debe llevar el Evangelio a las culturas que encuentra, tomando lo mejor de cada una de ellas, pero ennobleciéndolas con la verdad y la alegría del Evangelio. Es dentro de la(s) cultura(s) donde se proclama y se recibe el Evangelio, enfrentando sus desafíos, su llamado a la conversión y su promesa de una nueva vida. Esta es la misión de la Iglesia: inculturar el Evangelio en los pueblos y en las culturas. Al mismo tiempo, diferentes grupos y culturas, presentes aquí en Brooklyn, pueden ayudar a la Iglesia a ver las cosas desde nuevas perspectivas y así adaptar y mejorar las técnicas para la evangelización, la catequesis y el ministerio pastoral.
El Pueblo de Dios, santo y fiel, encarnado en diferentes pueblos y culturas, comparte el don de la fe. El Papa Francisco ha procurado articular o promover una “teología del pueblo”, que se caracteriza por la unidad de las personas en su diversidad. A diferencia de algunas formas de teología de la liberación que partieron de una ideología marxista o de la idea de una clase oprimida, la teología del pueblo ve la injusticia social como el “anti-pueblo”, es decir, como lo que amenaza a las personas en su historia y en su cultura, en la cual desarrollaron un “estilo de vida común” como pueblo. La cultura indica la forma en que las personas conforman un pueblo en sus relaciones naturales y en sus relaciones con Dios.
El Papa Francisco habla de “un pueblo de muchas facetas” (cf. EG, 115-118), ofreciendo una visión del Pueblo de Dios que se encarna entre los diversos pueblos y culturas sin confundirlos ni agotar a ninguno de ellos. Mientras Santo Tomás de Aquino dice que la gracia se apoya en la naturaleza y la perfecciona, el Papa Francisco lo explica diciendo que “la gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe” (EG, 115).
Los hombres y las mujeres no existen solos o como individuos a la deriva de las relaciones; más bien, se insertan o incorporan en un pueblo determinado y comparten un estilo de vida común. Los bautizados se insertan y transforman sus culturas, formando el único Pueblo de Dios, enriqueciendo a la Iglesia, mientras revelan los muchos rostros de Dios. La Iglesia evangelizadora es Iglesia evangelizada que el Espíritu Santo embellece al mostrar nuevas dimensiones: un rostro nuevo. Es tal vez eso lo que está sucediendo aquí en Brooklyn.
Ninguna cultura puede agotar la diversidad de la Iglesia. La Iglesia, de hecho, va al encuentro de las personas y las lleva al conocimiento de Cristo en sus realidades culturales.
El Santo Padre dice que:
“Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad… La evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia” (EG, 117).
Esta apertura a las culturas también favorece una “descentralización” y la adaptación y gobierno de algunas dimensiones de la actividad pastoral en favor de una evangelización más efectiva. El Evangelio mismo trasciende toda cultura y, como tal, debe poder expresarse y ser escuchado en todos los tiempos y por todas las culturas de la humanidad. En consecuencia, el Evangelio no existe en abstracto. Debe insertarse dentro de las culturas y evangelizarlas.
La Iglesia: el Sensus Fidei y la Piedad Popular
Este mismo Pueblo de Dios santo y fiel, en el que todos los miembros tienen la misma dignidad, también ha recibido el Espíritu Santo que guía a la Iglesia y le da un Espíritu evangelizador. El Papa Francisco señala que “como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios” (EG, 119), dando así, a los fieles, una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría genuina que les ayuda a captar esas realidades, incluso cuando la expresión específica no les sea del todo clara.
Hay un contenido de la fe que es preservado en las personas por el Espíritu Santo y que les ayuda a discernir la voluntad y la presencia de Dios, y a actuar de acuerdo con la Sabiduría Divina, guiados, por supuesto, por sus pastores, que son parte del Pueblo de Dios y quienes los acompañan. Esta “unción de las gentes por el Espíritu”, permite al Pueblo caminar por el camino que conduce al encuentro con la Verdad. Caminar de las personas que no es estático, sino dinámico, mesiánico, profético y pneumático. La capacidad de las personas para, en unión con sus pastores, transmitir la fe, se da concretamente y es algo que debe apreciarse y celebrarse; sin embargo, esto es un don. Y como tal, este don debe ser recibido y desarrollado mediante la catequesis, la formación y la oración. Por otra parte, a cada don corresponde una tarea específica. Y, en este caso, la responsabilidad está en el compartir el don de la fe, es decir, en evangelizar.
Las verdades de la fe, como dije antes, se comunican no solo al clero y a los bien formados, sino a todo el Pueblo de Dios. Estas verdades se transmiten, no siempre a través de los libros o la predicación, sino también a través de la devoción y piedad popular, que son expresión del sensus fidei fidelium. La piedad popular y las devociones son manifestaciones de una auténtica vida teológica animada por la acción del Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Es una espiritualidad encarnada en los corazones particularmente en el de los sencillos, a quienes el Señor ha revelado estas cosas (cf. Mt 11, 25; EG, 124). La piedad popular, que frecuentemente se encuentra entre los pobres y sencillos, es una expresión de fe genuina y personal que puede enriquecer a toda la Iglesia, y es, a menudo, un recordatorio de que las mismas personas son hijos de un Dios que tiene un proyecto de salvación para ellos.
Esta devoción y actos de piedad pueden ser un verdadero lugar teológico para la nueva evangelización. Después de haber pasado nueve años en México, pienso en el poder evangelizador de la Virgen de Guadalupe que se apareció a San Juan Diego, quedándose milagrosamente estampada en su tilma. Una imagen sencilla, pero hermosa, que condujo a la conversión a un pueblo entero y que fomenta una gran fe y devoción hacia la Virgen Santísimo y hacia su Hijo. La piedad popular se puede manifestar en devociones, arte y arquitectura, santuarios, peregrinaciones y procesiones. Estas devociones permiten a la Iglesia ver concretamente, cómo la fe se ha encarnado en las diversas partes del mundo y puede ser útil para profundizar y revitalizar la espiritualidad. Que pueden ser, en una cultura secularizada, un medio para atraer a otros. Que no solo son útiles para la evangelización, sino también son formas a través de las cuales algunos fieles ejercen su corresponsabilidad en la misión evangelizadora de la Iglesia, utilizando el lenguaje y las costumbres populares. De esta manera, las personas pueden ser verdaderas protagonistas en su misión evangelizadora.
La Iglesia que sale: Conversión pastoral
El Papa Francisco tiene un sueño para la Iglesia misionera: una iglesia que sale de su zona de confort. Empieza su misión, como dije, con Dios, y obedeciendo el mandato del Señor de remar mar adentro, se aventura en estado de misión hacia una gran pesca.
El Santo Padre nos recuerda que debemos estar en un estado permanente de misión, lo que realmente significa:
“Salir para encontrar, sin pasar de largo; reclinarse sin desidia; tocar sin miedo. Se trata de que se metan día a día en el trabajo de campo, allí donde vive el Pueblo de Dios que les ha sido confiado. No nos es lícito dejarnos paralizar por el aire acondicionado de las oficinas, por las estadísticas y las estrategias abstractas” (Papa Francisco, Discurso al Comité Ejecutivo del CELAM, 07.09.2017).
Hoy lamentamos la rápida secularización y la disminución de la asistencia a Misa y participación en la vida parroquial. Hace hace una generación, incluso San Juan Pablo II había pedido una nueva evangelización que tomara en cuenta esta situación de cambio con nuevos métodos y con nuevo ardor en sus esfuerzos, métodos y expresiones. A su vez, el Papa Francisco quiere que tomemos en cuenta la cultura moderna y que la leamos a la luz del Evangelio para que seamos más efectivos en nuestros esfuerzos diarios por evangelizar. Hace más de diez años, los obispos latinoamericanos tomaron conciencia de los drásticos cambios culturales y de las dificultades para transmitir la fe e intentaron hacer frente a estos desafíos con el documento de Aparecida, un documento cuyas estrategias el Papa Francisco ahora está ofreciendo a la Iglesia universal.
¿Cuáles son los aspectos más destacados de este enfoque de la evangelización? Primero, está el hecho de que todos somos discípulos misioneros. Primero somos discípulos y luego misioneros. Somos sujetos que anuncian el Evangelio y sujetos a quienes se anuncia el Evangelio. Cristo da a la Iglesia el mandato misionero de predicar el Evangelio a todas las naciones (Mt 28, 19-20). La Iglesia sale adelante, pero sale precisamente porque Dios es misionero, es decir, Dios tomó la iniciativa de enviar a su Hijo para que fuera nuestro Salvador. La Iglesia es fruto de la iniciativa Divina (cf. EG, 19).
El ser misionero no es solo para aquellos individuos que, en la Iglesia, salen a tierras lejanas; sino que más bien, tarea de toda la comunidad es ser misionera: ser comunidad evangelizadora. Todos, ungidos por el Espíritu y compartiendo la dignidad de los hijos de Dios somos responsables. La Iglesia es, por naturaleza, misionera. Existe un vínculo indisoluble entre discipulado y evangelización. La Iglesia está llamada a anunciar el Evangelio de la Misericordia, de la cual ella vive y se evangeliza constantemente a sí misma.
El Santo Padre dice:
“Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros»” (EG, 120)
En segundo lugar, la evangelización reclama la promoción humana que debe expresarse en toda su obra evangelizadora (cf. EG, 178), incluidas sus obras de caridad que son dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia. Las obras de caridad de la Iglesia, son características de una Iglesia que sale a las periferias y que se entiende a sí misma como un hospital de campaña, aún cuando no por ello la Iglesia puede ser vista como una mera Organización No Gubernamental. Estas obras son signos del Evangelio de la Misericordia y n no son solo obras de los individuos u obras que obtienen salvación. La obra de caridad de la Iglesia es parte del Evangelio social y representa una dimensión de la evangelización que también crea un espacio para la fraternidad, la justicia, la paz y la dignidad. Esta dimensión social de la misión evangelizadora de la Iglesia también evita que la fe se privatice, sea individualista o abstracta. En tiempos de la Iglesia primitiva, fueron estas obras de caridad las que cautivaron a los no creyentes, ganándose su respeto y admiración, y eso atrajo a muchos a la fe. La verdadera y sincera caridad de los cristianos, fue un anuncio vivo del Evangelio. En efecto, los cristianos eran testigos vivientes de la fe que profesaban. Esta sigue siendo una característica esencial de la evangelización en un mundo secularizado.
Tercero, la evangelización requiere conversión pastoral en todos los niveles de la vida eclesial. En Evangelii Gaudium, el Papa Francisco escribe:
“La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad” (EG, 27).
Una iglesia misionera, por su misma naturaleza tiene un deber permanente de convertirse pastoralmente; es decir, la Iglesia está en estado permanente de misión. Conversión pastoral significa, entonces, que la evangelización nunca puede reducirse a la mera administración o al mantenimiento de las estructuras actuales, lo que denotaría estancamiento y declive gradual.
La conversión pastoral reclama encontrar nuevas formas de dar a conocer el corazón del Evangelio: la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Cristo Jesús, que es el principal anuncio que debe ser escuchado en las diferentes formas y maneras culturales y a lo largo de las diversas fases de la historia. Por ello, mientras que en teología hablamos de una jerarquía de verdades, el misterio pascual de Cristo, el kerigma, debe permanecer en el corazón del mensaje.
Estas nuevas formas deberían incluir la reestructuración de las comunidades cristianas sobre la base de la necesidad de anunciar el Evangelio, creando nuevos espacios para una fraternidad auténtica y lugares donde sea posible escuchar el Evangelio, dando prioridad a los jóvenes, e involucrando realmente a los laicos, ayudándolos a acoger la responsabilidad de la vocación, y de la misión que les espera.
La conversión pastoral implica reconocer que, si bien la familia sigue siendo el lugar primario de la evangelización, muchas familias están sufriendo y tienen dificultades para transmitir la fe. Requieren el apoyo de la Iglesia y sus miembros. La conversión pastoral significa desafiar la idea de que los recursos deben usarse simplemente para mantener el status quo, que a menudo es insostenible. En los Estados Unidos, muchas parroquias y escuelas anteriormente sólidas, se han tenido que fusionar, compartiendo pastores o incluso, cerrar. Los edificios escolares se han ido alquilando a escuelas charter y las parroquias católicas se preguntan cómo llegarán y cómo catequizarán a los jóvenes. La conversión pastoral implica ser audaces y creativos, desafiando la idea de que “siempre se ha hecho así” (cf. EG, 33). Implica crear comunidades en las que los cristianos puedan conocer su fe y profundizarla, y recibirla en forma de apoyo saludable, para que, como discípulos misioneros, logren ser enviados al mundo y puedan responder a los desafíos, a los ataques y al hecho de no ser suficientemente tomados en cuenta. Las comunidades mismas pueden convertirse en lugares de fraternidad y solidaridad.
La nueva forma de pensar también incluye dar prioridad a los jóvenes. Hoy está en curso la preparación de un próximo Sínodo sobre jóvenes, quienes, con la participación de muchos, han desarrollado un Documento Preparatorio. Hoy, muchos jóvenes fatigan debido a que la fe no se les ha sabido trasmitir adecuadamente. Los jóvenes también fatigan, no solo a causa de las preguntas existenciales, sino también a causa de problemas prácticos, como son: el encontrar un empleo, ó también, problemas espirituales, como aquel de tener un sentido de pertenencia a una comunidad de fe en un período de creciente secularización.
En julio pasado, en la convocatoria de líderes católicos, Hosffman Ospino presentó la cruda realidad:
“En 1991, alrededor del 3 por ciento de la población de los EE.UU. se autoidentificó como no afiliada religiosamente o ‘nones’. Hoy, 26 años después, alrededor del 25 por ciento de las personas en nuestro país se identifican como tales. La tendencia es muy clara. Sabemos que alrededor de 20 millones de personas en nuestro país que nacieron y se criaron como católicos ya no se identifican como tales. Es probable que muchos de ellos, especialmente los que son jóvenes, se unan a las filas de los ‘nones’” (Hosffman Ospino, Convocatoria de los Líderes Católicos, Orlando, Julio 2 de 2017, en Orígenes 47/11 (Julio 20, 2017) 165).
El obispo Robert Barron señala que casi el cincuenta por ciento de los católicos menores de 30 años se identifican como “nones”. ¿Y qué hay de los casi 14 millones de hispanos nacidos y criados católicos que están aquí, pero que también se han convertido en “nones”? Con seis católicos que dejan la Iglesia por uno que entra, tal vez podríamos desanimarnos; sin embargo, somos un pueblo de esperanza. Nuestra esperanza está principalmente en el Señor y en el Espíritu Santo.
¿Nos apasiona nuestra juventud? Si afirmativo, entonces esto significa estar dispuestos y abiertos para acompañarlos personalmente, incluso si esto exige de nuestro tiempo y energía. Una pasión, nacida del amor, que reclama proporcionar una sana catequesis y formación, para que en medio de las presiones de la cultura secular, puedan verificar su experiencia ante la Tradición, y puedan aprender a usar su libertad para tomar decisiones inteligentes que lleven a un auténtico florecimiento humano.
El amor, enraizado en la verdad, exige que ofrezcamos a su cultura algo de verdadero, de bueno y de bello que los sostendrá en su viaje. La belleza del catolicismo en el arte, en la arquitectura, en la música y en su tradición litúrgica, espiritual e intelectual, no puede ocultarse, sino que debe volver a proponerse. Además, la Tradición intelectual católica puede apoyar a muchos jóvenes que tienen dificultades cuando se enfrentan al cientificismo, una ideología que exalta el método científico, al tiempo que excluye la vida de la fe.
Los jóvenes no son solo el futuro de la Iglesia, sino que incluso ahora son miembros del Pueblo de dios santo y fiel. Deben ser una prioridad y deben tomarse en serio. La adolescencia y la juventud no deben ser percibidas como algún tipo de enfermedad; sino más bien como un don. La Iglesia institucional podría escudiñar la pericia de los jóvenes como recurso precioso, especialmente en el campo de las comunicaciones sociales y de la mercadotecnia, en beneficio de los objetivos de la evangelización.
Además, la conversión pastoral debe implicar ayudar a los laicos a aceptar la responsabilidad de la misión de evangelización y vivir realmente sus vocaciones. Estoy muy agradecido por el servicio de tantos obispos, sacerdotes y diáconos que trabajan incansablemente por sus rebaños; sin embargo, el clero es una minoría distinta, que se pone al servicio de los fieles laicos para que los laicos sean protagonistas en la misión evangelizadora de la Iglesia.
Por supuesto, esta misión no se realiza principalmente dentro de los muros de la iglesia, sino que los laicos están llamados a ser misioneros en sus hogares, suburbios, lugares de trabajo, etc. y para transformar el mundo allí con el Evangelio de la Misericordia. Los laicos no necesitan ser clericalizados, sino que deben estar equipados para la evangelización en el mundo. La Iglesia va a los lugares donde los laicos viven y trabajan para transmitir el Evangelio. Esta toma de conciencia debe ser un estímulo para una conversión pastoral más profunda, de modo que las estructuras, los programas y los enfoques pastorales sean más efectivos para ayudar a la Iglesia a anunciar el Evangelio.
Finalmente, la conversión pastoral debe implicar un cambio de estilo y no solo de manera meramente superficial. El Evangelio debe comunicar la ternura y la misericordia de Dios y la belleza de Cristo que atrae creyentes. La dureza, la severidad y el ser crítico, en palabras y actitudes, rara vez o nunca son estrategias efectivas. La paciencia en el diálogo y la escucha también son esenciales. Debemos ser pacientes con los demás, incluso con los débiles y pecadores, así como Cristo, nuestro Maestro y Pastor, es paciente con nosotros.
La conversión pastoral reclama transmitir la fe en un lenguaje que las personas puedan entender, de manera personal e individual. Este cambio de estilo también implica estar con los pobres, servirlos y aprender de ellos (cf. EG, 198-200), transformándonos gradualmente en una Iglesia de los pobres. Si bien los recursos financieros son importantes, cuando algunos fieles piden repetitivamente dinero, sin que se les ofrezca el anuncio correspondiente del mensaje gozoso del Evangelio y una preocupación genuina por la salvación de las almas, rápidamente se desalientan. El cambio de estilo exige enfrentar, con la verdad del Evangelio, la dictadura del relativismo, tanto a nivel teórico como práctico, que a menudo se manifiesta en la exclusión de vastas franjas de la sociedad y en la cultura del usar y tirar. El Pueblo de Dios quiere una Iglesia que los defienda y hable por ellos, pero con valentía. La prueba del cambio en el estilo vendrá en la consistencia e integridad del testimonio cristiano, es decir, en ser verdaderamente un Pueblo de Dios santo y fiel.
Conclusión: compartiendo el sueño
Es este el momento para que ustedes, Iglesia de Brooklyn, sean discípulos misioneros; es la hora para remar mar adentro y para lograr una grandiosa pesca de nuevos discípulos. Recuerden que, al llamar a sus primeros discípulos (Lc 5, 1-11), cuando Jesús dijo a Pedro que remara mar adentro, Pedro se mostró escéptico; sin embargo obedeció, y grande fue su asombro al ver lo abundante de la pesca. Consciente de su realidad de pecador, pidió al Señor que se apartara de él, pero Jesús se negó. En cambio lo llamó a ser pescador de hombres. Y Pedro dejó todo para seguir a Jesús. Se convirtió en discípulo y misionero.
Al concluir el Evangelio de San Juan (Jn 21, 1-14), los apóstoles nuevamente estaban pescando y no habían pescado nada. El Señor Resucitado les dijo que echaran sus redes, y pescaron ciento cincuenta y tres peces grandes. Con el Señor Jesús, todo es posible. La misión es retadora, pero es nuestra misión: asegurarnos de que “la alegría del Evangelio llena los corazones y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (EG, 1). Ese es el sueño del Papa Francisco para la Iglesia, incluso aquí en Brooklyn, y él también quiere que este sea su sueño.