Propuesta migratoria de doble filo

Partidarios de una reforma migratoria para los Dreamers, se reúnen cerca del Capitolio de EE. UU. (foto CNS / Tyler Orsburn).

En su primer discurso del estado de la unión, el presidente Trump lanzó su propuesta migratoria de “cuatro pilares” y doble filo: un camino a la ciudadanía para 1.8 millones de jóvenes soñadores “dreamers”, a cambio de $25,000 millones de dólares para levantar el muro entre México y Estados Unidos y reforzar la seguridad fronteriza, limitar la inmigración legal, cancelar la lotería de visas y acelerar las deportaciones.

Las reacciones de los más afectados no se hicieron esperar. “Rechazamos rotundamente el plan del Presidente. No vamos a sacrificar a nuestros padres que ya se han sacrificado tanto por nosotros. El proyecto defendido por el Presidente es radical y supremacista”, señalaba un comunicado de United We Dream (UWD), la principal organización de soñadores en Estados Unidos.

Trump insistió al Congreso que acabe con la llamada “lotería de visados para la diversidad”, que asigna hasta 50,000 visas a extranjeros, señalando que hay que “arreglar un sistema migratorio peligrosamente fracturado” que está “socavando” el estilo de vida del país.

“Para el gobierno de Trump nosotros somos un estorbo y están haciendo todo lo posible por crear una sociedad hostil que obligue a los inmigrantes a esconderse más o autodeportarse”, dijo ante la prensa Jorge Mario Cabrera, director de comunicaciones de la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes de Los Ángeles (CHIRLA). “Es triste que no reconozca que, gracias a las contribuciones de los inmigrantes, este país es grande, y que en nuestros hombros cargamos el futuro glorioso de esta nación”, añadió.

La propuesta del presidente solo contempla la ciudadanía para 1.8 millones de DREAMers y deja a la intemperie a los otros 9 millones de indocumentados que también luchan para legalizar su estatus migratorio.

Según estudios recientes del Pew Center, la opinión pública de los estadounidenses sobre los inmigrantes “ha avanzado en una dirección positiva en los últimos años”, señalándose la tendencia con cifras que muestran que la mayoría de los estadounidenses (65%) cree que los inmigrantes benefician al país con su arduo trabajo y su talento.

“El público tiene puntos de vista claros sobre dos temas centrales en el debate migratorio actual en el Congreso: el 74% está a favor de darle un estatus legal a los DREAMers, mientras que solo el 37% está a favor de expandir el muro a lo largo de la frontera con México”, señala el comunicado del Pew.

El sueño americano y el muro de papel

Hace unos días, cuando iba manejando del trabajo a casa, escuché algo que me hizo entender finalmente el dilema de los DREAMers.

El comentarista de radio dijo algo así: “Los DREAMers vinieron aquí cuando tenían cinco o seis años por decisión de sus padres. No tuvieron voz en esa decisión. Han vivido aquí toda su vida como ciudadanos sin derechos”.

Claro, he oído este razonamiento muchas veces, pero no exactamente así. Me di cuenta de que mi mamá también me había traído a Nueva York en un avión cuando tenía cinco años sin pedirme permiso. La diferencia crucial es que la única razón de ese viaje fue que la mejor amiga de mi mamá quería vivir en los Estados Unidos y decidió incluir su nombre —¡y el de mi madre!— en la lotería de visas.

Un día llegó una carta en inglés al diminuto apartamento de mi mamá en Lodz, Polonia. Ella, sin saber de qué se trataba, estuvo a punto de echarla a basura. Por coincidencia, o quizás por gracia de Dios, mientras hablaba ese día por teléfono con su amiga, le mencionó la extraña carta que había recibido. Y fue así que supo que tenía oro en las manos. Pero mi mamá no estaba nada segura. Ella no hacía planes de vida, pero sí tuvo siempre algo muy claro en su plan: “nunca mudarse a Estados Unidos”.

Al fin decidió hacer la prueba y ver cómo era la vida en Nueva York. Además, en esa época yo estaba muy enferma y ella sabía que aquí había mejores médicos.

Vendió su carro —que había heredado a la muerte de su padre un par de años antes— para pagar los trámites de viaje y los pasajes. Llegamos a Nueva York a iniciar la aventura, pero yo debía volver enseguida a Polonia. Viviría casi un año con mi abuela mientras mi mamá preparaba condiciones para nosotras aquí. Así comenzó mi vida transnacional.

Cuando regresé a Nueva York, lo único que quería era reunirme con mi mamá, no me importaba en absoluto dónde fuera.

Pero cuando finalmente la hallé en la multitud de JFK, recibí la sorpresa de ver a un hombre a su lado. Semanas después, descubriría que aquel hombre era en realidad mi padre, mi padre biológico, y que mis padres se había reencontrado en una nueva tierra por un raro capricho del destino.

Vivimos casi dos años como familia, aquí fui a la escuela por primera vez. (Mi enfermedad me había impedido comenzar la escuela en Polonia). Aprendí a leer libros y a charlar con todos en mi clase. Mi maestra quería que mis padres me hablaran en inglés pero, gracias a Dios, ellos no siguieron su consejo. Aprendí la lengua y la cultura con mucha más facilidad que a escribir líneas ordenadas de emes en mis cuadernos. Mi vida no era perfecta, ni era horrible: era sólo la vida de una niña de seis y siete años.

Todo cambió de nuevo cuando mis padres me explicaron que los “papeles” de mi papá no estaban en orden. Tendríamos que ir a vivir a Nicaragua por un tiempo hasta que todo se arreglara.

¡Guau, Nicaragua!

“Por fin aprenderé español”, pensé yo. Mis padres no querían enseñarme español; decían que tenía que concentrarme en el inglés, pero yo quería hablarlo con mis compañeras de clase.

Nos metimos en dos carros, con unos amigos de la familia, y después de manejar dos semanas, llegamos a Nicaragua.

Viví en Nicaragua dos años. Mi madre estaba siempre por aquí o por allá trabajando. Y yo tuve otra vez una niñez que a mí me parecía totalmente normal. En solo dos meses ya estaba hablando bien español, y tenía muchos amigos. ¡Y que niñez era aquella! Me pasaba el tiempo subiendo a los árboles, comiendo mangos y guayabas.

Los adultos nos reñían por andar por los techos de las casas. Jugábamos a la pelota en la calle, y mi padre me enseñó a pescar con bolsas. Había pobreza, pero todos se tomaban en serio la niñez. Mis compañeros tenían que trabajar, pero siempre hallaban tiempo para jugar a la pelota un par de veces a la semana. Mi padre me dejaba jugar juegos de video solo los sábados en la mañana, cuando mis primos venían a visitarnos.

Aunque me sentía en mi patria, en el lugar donde debía estar, siempre sería una niña diferente. Me llamaban gringa, aunque no lo era. Y no importaba cuántas veces les explicara que era medio polaca, no me escuchaban. “No, gringa”. ¡Yo no era gringa!

Dos años más tarde, mis padres de nuevo tomaron una decisión sin consultarme. Mi madre y yo nos iríamos a vivir a Nueva York, y mi padre nos seguiría un poco más tarde.

Regresé a Nueva York unos meses antes del terremoto que devastó la región donde vivía en Nicaragua.

Llegué a un lugar donde ya era oscuro cuando sales de la escuela, donde se jugaba video games cada día, y para jugar afuera había que ir a un sitio cercado como si fueras un animal en el zoo, bajo la mirada de todos los adultos. Aquí las chicas no se casaban hasta los 20 años por lo menos, pero pensaban en los chicos todo el tiempo y se pintaban la cara y las uñas. No me gustó ni un poquito. Me pasaba cinco o seis horas en casa haciendo la tarea, y no entendía lo que hablaban mis compañeros en la escuela. Podíamos hablar la misma lengua, pero eso era todo.

En la escuela media (junior high) las cosas cambiaron, era un poco mejor. Sacaba mejores notas, y fui a una clase “selecta”. Casi todos mis compañeros era inmigrantes.

Y un día, el mundo entero cambió: el 11 de septiembre de 2001. Los adultos comenzaron a actuar de una manera muy extraña. En la escuela, de lo único que hablaban era de la patria. “No se imaginan la suerte que tienen de estar aquí. Deberían dar gracias por estar aquí”. ¿Por qué? Nadie nos preguntó si queríamos vivir aquí. Nuestros amigos y parientes estaban en otros países. A mí ni me gustaba estar aquí. Obviamente, nunca lo dije en voz alta.

Me sentí muy mal cuando, el día que fui a hacer la matrícula para octavo grado, un funcionario de la escuela nos dijo: “Cuando yo era niño, solo tenía Bolonia para comer con pan en la mañana. Ustedes tienen tanta suerte”. ¿De veras? ¿Podías comer carne todos los días y te estas quejando?

Teníamos que decir el “Juramento a la bandera” cada día, aunque casi ninguno de nosotros era ciudadano. Nunca lo dije, pero jurar lealtad a un país que no era el mío no me caía nada bien.

En la secundaria (high school) fue todo lo contrario. El director de la escuela nos dijo que era comunista. ¡Comunista! Nos hablaban sobre las terribles cosas que el gobierno americano había hecho. Tenía compañeros que pensaban de maneras diferentes. Eso me gustaba. No que el director fuera comunista, pero lo de poder pensar y hablar con libertad. El comunista me calló bien, aunque su ideología fuera un problema. En décimo grado mi madre me dijo que debía hacerme ciudadana. No me gustaba la idea. Me dijo que era la única manera de garantizar de podría quedarme aquí. Me decidí a hacerlo. ¿En qué otro lugar del mundo no suena raro eso de ser polaca- nicaragüense? Para mí, no hay otro lugar que no sea Nueva York. Es mi casa.

En tono sombrío recité el “Juramento a la bandera” frente a un oficial del tribunal. Pensé en cada palabra. Estados Unidos es el único país al que he jurado lealtad. Lo hice por decisión propia, con absoluta libertad. Para bien o para mal, soy gringa. Amaba demasiado a Nueva York como para no dar ese paso.

Cambié mi manera de pensar. Cuando me preguntaba qué hacer con mi vida, pensaba: “¿Cómo puedo ayudar más al mundo y a mi país, mi patria, los Estados Unidos de América?” Quizás debería enlistarme en el ejército. No, pensé que eso no era lo mejor. No, voy a luchar por la causa de la democracia con la libertad de palabra. Seré periodista. En la universidad pasé un semestre en España, para aprender mejor la lengua. Allí por primera vez me sentí estadounidense, no solo neoyorquina.

En los Estados Unidos trabajamos duro y mucho. Y cada persona tiene un puesto en la mesa. No es fácil, algunos tienen más que otros, pero hay lugar para todos. Hay libertad no solo de palabra, sino también de opinión. Hay mucho por mejorar, pero aquí es posible avanzar. Este país ha visto épocas mucho peores, y ha ido mejorando década a década. Quiero ser parte del American Dream, el sueño americano. El sueño de que la vida puede ser mejor, que podemos ser mejores, como individuos y como país. No creo que sea el mejor país en el mundo. Creo que en cierto sentido hay mejor calidad de vida en Nicaragua; y que Polonia tiene una sabiduría que le viene de su historia y que no hay aquí. Pero este es mi país. Y trabajaré con todas mis fuerzas para que sea mejor.

No tendría esta pasión si no fuese porque me hice ciudadana después de dar tantas vueltas. Estoy muy orgullosa y agradecida de mi ciudadanía y trato de cumplir todas mis responsabilidades de ciudadana en la mejor manera que puedo. Por eso puedo decir que contribuyo algo importante a este país. Y si alguien no lo piensa así, me lo puede decir en la cara: tiene libertad de palabra.

Los DREAMers son como yo. Si disfruto de los beneficios de la ciudadanía es por la gracia de Dios, no porque sea mejor que ninguno de ellos. La única diferencia es que cuando sus padres tomaron aquella decisión por ellos, lo hicieron sin un papelito. Ellos tiene mayores retos para vivir su American Dream. Y cuanto más alto se eleve el muro, más crecerá no sólo su pasión, sino también su valor.

La realidad de la inmigración

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

La politización actual del tema de los trabajadores indocumentados en nuestro país es realmente nefasta. Es un problema social que demanda nuestra atención y que requiere una solución, pero no es un problema que se pueda resolver sin abordar las tendencias racistas y xenófobas que se ocultan tras la fachada pública incluso en sociedades justas.

Mi análisis no será religioso, aunque por supuesto, la Escritura nos ofrece suficiente material de reflexión sobre el tema de cómo tratar a los trabajadores extranjeros que viven en medio de nosotros. El libro del Deuteronomio dice claramente a los israelitas que no deben abusar de trabajadores extranjeros y que deben reservar una parte de la cosecha para esos trabajadores, y les recuerda que ellos también, siglos antes, habían sido forasteros en el país de Egipto.

Baso esta defensa de los trabajadores inmigrantes en estudios realizados en el pasado y en el análisis actual, lo que nos permitirá entender el déficit de fuerza laboral que nuestro país tiene en varios sectores como, por ejemplo, en la agricultura, la construcción y la industria de los servicios. Los trabajadores honrados merecen ser defendidos, en primer lugar porque dan su contribución a nuestra sociedad y nuestra economía, y en segundo lugar porque son seres humanos con dignidad, derechos y responsabilidades.

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El tema de la ilegalidad es frecuentemente explotado y mal entendido. Los inmigrantes indocumentados han entrado al país sin los trámites correspondientes o han excedido o violado los términos de sus visas temporales trabajando con documentos falsos —lo cual se ha hecho más común en años recientes. Como seres humanos, no pueden ser “ilegales”. Es más, realizan trabajos honrados que nuestra sociedad necesita.

A fines de los años ochenta, realicé uno de los primeros estudios sobre inmigrantes indocumentados, financiado por el Departamento del Trabajo de Estados Unidos, para una tesis. Constaté que en el área metropolitana de Nueva York, a la inmensa mayoría de los trabajadores indocumentados se les descontaba de su salario la contribución al Seguro Social.

Esto sigue siendo cierto hoy en día. En realidad, el director de actuaría de la Administración del Seguro Social ha informado que los trabajadores no autorizados hacen contribuciones netas de $12,000 millones anualmente al Seguro Social, pero la mayoría de ellos nunca recibirá beneficio alguno del Seguro Social.

El Instituto de Políticas Impositivas y Económicas calculó que los inmigrantes indocumentados pagan $11,600 millones al año en impuestos sobre los ingresos, las ventas y la propiedad. Sin embargo, estos trabajadores eran, y siguen siendo, prácticamente invisibles en

la fuerza laboral, pues se pierden entre los ciudadanos estadounidenses, residentes legales y las otras personas indocumentadas con las que trabajan.

La necesidad de fuerza de trabajo de nuestra sociedad parece no hacer distinciones a la hora de hallarla. La mayoría de los empleadores tratan a sus trabajadores decorosamente y respetan la ley, pero el modelo empresarial de algunos depende de la explotación de inmigrantes vulnerables.

Hoy escuchamos una frase que parece un grito de guerra: “Mis antepasados vinieron a este país legalmente, ¿por qué esta gente ha llegado ilegalmente?” Un breve repaso de nuestra historia inmigratoria nos muestra que hasta 1924, con excepción de los chinos y otros pocos grupos, no existían restricciones a la inmigración estipuladas por las leyes de Estados Unidos y, por tanto, no existían inmigrantes indocumentados en el sentido que entendemos hoy esa expresión.

Antes de esa fecha, los inmigrantes sólo necesitaban tener un patrocinador que garantizara que no se iban a convertir en carga pública y cumplir con los requisitos de salud pública.

Hoy en día seguimos recibiendo trabajadores inmigrantes que puedan realizar trabajos importantes. Sin embargo, no ofrecemos suficientes oportunidades legales para que entren al país todos los trabajadores que éste necesita. La mayoría de las violaciones a las leyes inmigratorias que ocurren como resultado son violaciones de la legislación civil, no delitos criminales. No se puede obviar esta distinción.

Está demostrado —gracias a un reciente estudio del Journal on Migration and Human Security, titulado “Población indocumentada cae por debajo de los 11 millones en 2014”—, que la población indocumentada ha estado disminuyendo por ocho años, principalmente a causa del declive en el número de mexicanos indocumentados. Esta tendencia es producto de varios factores, entre ellos la limitada disponibilidad de ciertos trabajos. Hoy en día, debido a un exceso de mano de obra en varias áreas y a ciertas leyes restrictivas, muchos indocumentados han regresado a sus países de origen.

Sin embargo, la situación de los beneficiarios potenciales de la ley de Acción Diferida para Padres de Ciudadanos Estadounidenses y de Residentes Permanentes (DAPA) y la ley de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) es muy diferente. La mayoría de las personas que han vivido en Estados Unidos durante mucho tiempo y tienen hijos niños nacidos en Estados Unidos o que fueron traídos al país siendo niños pequeños, están integrados a la sociedad y les sería muy difícil regresar a sus países de origen. En el caso de los padres, tendrían que regresar a su país de origen dejando a sus hijos por detrás o quedarse ilegalmente en Estados Unidos con sus hijos para mantener a la familia unida.

A lo largo de la historia de Estados Unidos, nuestro sistema político ha reconocido repetidamente que ciertos grupos que no cabían en las categorías legales de inmigración debían tener la oportunidad de legalizar su situación.

En general, existen dos métodos para que las personas indocumentadas que no reúnen los requisitos para recibir una visa puedan legalizar su situación. El primero, la cancelación de traslado, atañe a las personas que están en riesgo de deportación. Se aplica a personas de buena conducta que han vivido en el país continuamente durante al menos diez años, y cuya deportación significaría un “sufrimiento excepcional y extraordinario” para familiares cercanos que son ciudadanos estadounidenses o residentes permanentes.

La segunda, llamada registro, correspondería a personas que han residido en el país continuamente por un período muy largo (por ejemplo, aquellos que han residido en el país desde antes del 1 de enero de 1972) y que cumplen también con el requisito de buena conducta y otros semejantes.

La fecha límite para el registro ha sido adelantada varias veces desde la década del veinte, pero no ha variado en los últimos 30 años, desde la . El registro es una sección muchas veces olvidada de una ley de inmigración que en su origen fue un intento de regularizar (o “registrar”) la situación de personas que no reunían los requisitos exigidos por las primeras leyes de inmigración o el sistema de cuotas de la década del veinte. Entre estos estaban los marineros que abandonaban su barco. Adelantar la fecha límite del registro cada cierto tiempo permitiría regularizar la situación de muchas personas que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses por nacimiento y que tienen profundas raíces en nuestra sociedad.

El problema que hay que enfrentar es la ruta posterior a la ciudadanía. Excluir a los indocumentados de la posibilidad de hacerse ciudadanos sería regresar a una sociedad de dos niveles. Tenemos suficiente experiencia con la exclusión de los antiguos esclavos y sus descendientes para saber que ningún grupo que forme parte de nuestra sociedad debe ser excluido de los derechos de la plena ciudadanía. Hay varias maneras de lograr este objetivo.

Es importante que analicemos la situación actual legal y lógicamente. Los que promueven la deportación masiva parecen no entender lo que eso podría significar para nuestra reputación, y para la vida de las personas deportadas. Se calcula que los costos de tal deportación masiva ascenderían a $400,000 millones, y que provocaría una caída de alrededor de un millón de millones de dólares de nuestro Producto Interno Bruto.

Debemos remar mar adentro en las aguas de nuestra memoria colectiva como nación de inmigrantes. No podemos olvidar las contribuciones que en el pasado y en el presente han hecho los nuevos estadounidenses a la construcción de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia.