Queridos lectores:
De niño, en mi casa de Cuba, la cena de Nochebuena se celebraba en la espaciosa cocina presidida por un reloj de pared del siglo XIX, la inmensa campana de barro de la antigua chimenea y la vieja mesa de caoba para diez comensales.
Era la década del setenta y celebrar la Navidad en Cuba estaba mal visto. Además, la comida escaseaba. Pero en casa la celebrábamos. Abuelo Raúl rememoraba entonces aquellas Navidades fabulosas de antes de la Revolución, mientras mi abuela y mi madre adobaban la escasa carne o moldeaban la dulzura de los buñuelos. Mi padre regresaba a última hora con una botella de vino o un dulce que le habían regalado sus pacientes. Los niños mirábamos extasiados el Nacimiento, tiesos ya en la ropa almidonada para la Misa de Gallo.
No guardo ningún recuerdo más dichoso que aquellas cenas de nuestras pobres nochebuenas, cuando mi abuelo aún no había sido elegido por el cáncer ni mi hermano había emigrado.
La primera Navidad sin abuelo Raúl —cuando yo tenía once años— fue la de mi primera “escuela al campo”. Debía yo, como todos los chicos en aquella Cuba, pasar 45 días lejos de mi familia trabajando y viviendo en una granja.
Mis padres, para que yo pudiera celebrar la Navidad con ellos, buscaron un turno médico para el día 25. En la tarde del 24, al regresar del trabajo, hallé a mi madre esperándome en la granja. Mi maestra había autorizado mi salida. Mi madre quería hablar también con la directora, que aún no había regresado. Cuando llegó la directora, fuimos a verla y, al acercarnos, escuchamos que decía a los padres de otro alumno: “Esta noche es Nochebuena, así que nadie puede salir de aquí. Vuelvan mañana a buscar a su hijo”.
Sin intercambiar palabra, mi madre y yo nos dimos vuelta y partimos a casa. Abuela había hecho —en aquel primer año de su viudez— los buñuelos más exquisitos de su vida.