El viernes 25 de septiembre fue un día que Nueva York recordará largamente. “Un día fascinante, maravilloso, en Nueva York”. Así lo resumió Ed Wilkinson, director del periódico The Tablet, cuando hacía los comentarios finales del día en NET TV, el canal de televisión de la Diócesis de Brooklyn. Es una observación justa.
La jornada comenzó con la visita del Papa a la sede de las Naciones Unidas. Ante la asamblea de las naciones, como él mismo la llamó, el Papa recordó las cuatro visitas de sus antecesores y reiteró las expresiones de reconocimiento al papel que juega la ONU.
Sin embargo, el Santo Padre dijo que falta mucho por hacer y señaló la necesidad de que la misma ONU sea una institución más equitativa, pidió la reforma de los organismos financieros internacionales, denunció “el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas”, así como la “trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado”.
En uno de los momentos más interesantes y novedosos del discurso, el Papa dijo: “Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo”. Es un concepto que resume lo expuesto en su reciente encíclica Laudato si’, y que cobra mayor importancia por haber sido expuesto ante las Naciones Unidas. Su llamado a acabar con el peligro de las armas nucleares y con la persecución religiosa fueron momentos particularmente emotivos de su discurso. En el escenario más importante de la Tierra, el Papa conminó a los líderes del mundo a enfrentar los problemas más acuciantes, cuidar al planeta y atender las necesidades de los más desvalidos.
La segunda escala fue el encuentro interreligioso en la Zona Cero. En el lugar donde hace quince años los neoyorkinos experimentaron el más grande crimen de la historia de la ciudad, el Papa fue a hablar de paz. El Papa fue a dar un mensaje de esperanza: “Aquí, en medio del dolor lacerante, podemos palpar la capacidad de bondad heroica de la que es capaz también el ser humano, la fuerza oculta a la que siempre debemos apelar”. Fue quizás el momento más emocionante de su visita.
Y luego fue a Harlem a visitar una escuela católica, Nuestra Señora Reina de los Ángeles. El mismo hombre que en la mañana había denunciado a la asamblea más poderosa del mundo diversas injusticias, ahora dejaba que dos niños de tercer grado le enseñaran a usar un pizarrón inteligente.
El Papa les habló a los niños de Martin Luther King, Jr. y les dijo: “Es hermoso tener sueños y es hermoso poder luchar por los sueños. No se olviden”. Antes de marcharse, como buen maestro, les dejó una tarea: “Antes de irme quisiera dejarles un homework, ¿puede ser? Es un pedido sencillo pero muy importante: no se olviden de rezar por mí para que yo pueda compartir con muchos la alegría de Jesús”.
De allí salió al Central Park a saludar a una multitud que lo recibió como una estrella de rock. La ciudad había hecho una lotería para repartir la entradas al Central Park. Los dichosos ganadores aprovecharon su suerte para gritar al Papa su cariño. Nueva York es una ciudad difícil de impresionar, aquí todos lo hemos visto todo. Pero el Papa convirtió a los neoyorkinos en entusiastas que lo aplaudían a rabiar. Una amiga me llamó esa tarde para decirme: “Esperé cinco horas para ver al Papa un minuto. Y valió la pena”. Es un sentimiento sorprendente pero común en estos días en Nueva York y en los otros lugares que el Vicario de Cristo ha visitado.
Y, finalmente, llegó el Papa al Madison Square Garden, el escenario de los grandes conciertos, las más famosas peleas de boxeo, los más legendarios partidos de basquetbol o hockey. Allí otra vez fue recibido por una multitud que, habiendo escuchado a Gloria Estefan y otras luminarias del espectáculo un rato antes, reservó los aplausos más entusiastas para este hombre sencillo que llegaba a celebrar la Eucaristía.
La homilía del Madison Square Garden será un texto que los católicos de Nueva York deberán releer con detenimiento. En pocos minutos, el Papa definió lo que significa ser católico en un gran ciudad, lo que significa vivir la fe en una metrópolis. Reconoció las dificultades que la gran ciudad impone al creyente, de los peligros que el anonimato y la desigualdad implican. Pero el tono de su plática fue, como de costumbre, esperanzador.
“Dios vive en nuestras ciudades —dijo el Papa—, la Iglesia vive en nuestras ciudades y Dios y la Iglesia que viven en nuestras ciudades quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz”.
En un mismo día, los neoyorkinos vieron a un jefe de estado en la Asamblea General de la ONU, a un sacerdote identificado con los que sufren en la Zona Cero, a un maestro hablar con los niños de una escuela, a un líder espiritual saludando a la multitud a lo largo del camino y a un pastor animar y guiar a su rebaño en el Madison Square Garden.
Sólo el hecho de que un hombre de 78 años haya enfrentado un día así en medio de un viaje con muchos días agotadores parece un milagro. Pero ese dato, por sorprendente que sea, no es lo que define a Francisco. Lo fascinante es constatar la sencillez y la convicción con que encarna cada uno de sus roles. El espíritu de entrega con que asume cada jornada.
La gente lo ve en todos los escenarios posibles y se da cuenta de que es auténtico en cada uno de sus gestos, que es verdaderamente genuinamente sencillo, que realmente los quiere y se preocupa por ellos. Por eso lo aplauden y por eso esperan cinco horas para verlo. Porque vale la pena.