Este verano, que ahora llega a su cenit, nos ha traído un rosario de escándalos y noticias devastadoras sobre abusos sexuales de sacerdotes y obispos, y las no menos devastadoras evidencias de los esfuerzos por silenciar a las víctimas.
Desde la suspensión y exclusión del Colegio Cardenalicio del ahora excardenal Theodore McCarrick, arzobispo emérito de Washington, por abuso sexual de menores, hasta la debacle de la Iglesia en Chile, la prensa ha ido retratando una crisis cuyo final estamos lejos de vislumbrar, y que tiene la perversa capacidad de estremecer hasta los cimientos la confianza de los fieles.
Las vidas destrozadas por el abuso sexual, la inocencia perdida, el dolor de los abusados y de sus familia, el sentimiento de impotencia cuando sus reclamos de justicia han sido silenciados, ¿qué precio tienen? ¿Hay alguna reparación posible?
No existe modo alguno de sanar el daño de esos horrores. Denunciar los crímenes, ayudar a las víctimas, poner a los culpables en manos de la justicia y hacer todo lo posible porque no se repitan estas historias es lo mínimo que podemos hacer. Pero nada que se haga devolverá la inocencia a los niños abusados ni borrará el horror de su memoria.
Los abusos sexuales cometidos por miembros del clero, y el ocultamiento de dichos abusos por parte de miembros de la jerarquía son un cáncer que afecta toda la labor de la institución. La autoridad moral de la Iglesia queda pulverizada tras descalabros morales como estos. El lado humano del Cuerpo Místico de Cristo queda mancillado y presa del escarnio.
Mientras escribo estas líneas en las primeras planas de la prensa chilena hay dos titulares: la confirmación de que el Cardenal Ezzati, arzobispo de Santiago de Chile, está bajo investigación judicial acusado de ocultar casos de abuso sexual, y la manifestación de más de 20,000 personas en Santiago exigiendo la legalización del aborto. En cualquier otro contexto, el arzobispo de la ciudad sería la voz más indicada para presentar la posición de la Iglesia en defensa de los no nacidos. Pero en Santiago de Chile hoy la voz del Arzobispo ha quedado devaluada por el escándalo. Una Iglesia sin autoridad moral es una Iglesia muda, incapaz de anunciar el Evangelio. Ese es otro precio de los abusos sexuales cometidos por del clero.
La crisis tiene también el efecto de eclipsar toda la obra buena que tantos hombres y mujeres realizan inspirados por su fe y su amor a la Iglesia. El 4 de agosto es la Fiesta de San Juan María Vianney, patrón de los párrocos. Y es un buen día para pensar en tantos buenos sacerdotes que han entregado su vida a anunciar el Evangelio.
¿Cómo será para ellos vivir en esta crisis? Los abusos —y los esfuerzos por ocultarlos— lanzan una sombra sobre el buen nombre de quienes no han hecho otra cosa que servir a los demás. Tiene que ser desalentador vivir cada día buscando la santidad y salir a la calle y ser mirado en el metro con desconfianza o hasta repugnancia. Ese es el precio que están pagando muchos sacerdotes ejemplares por los crímenes de algunos de sus colegas.
Y los escándalos generan un clima de sospecha y desconfianza entre los mismos sacerdotes. “¿Cuál de mis hermanos”, se preguntarán muchos consagrados, “resultará mañana ser un abusador de menores?” El daño de esa desconfianza es también inmenso. Los sacerdotes, que han renunciado a fundar una familia para anunciar el Evangelio, a veces no tienen más familia que sus hermanos sacerdotes. La desconfianza entonces multiplica la soledad de quien renunció a tener esposa e hijos para entregar su vida a la Iglesia.
Cuidar y apoyar a quienes entregaron su vida para remar en la barca de Pedro debe ser una prioridad tanto para la jerarquía como para los laicos. La crisis de vocaciones del último medio siglo se agrava ante cada escándalo. Los sacerdotes santos inspiran a los jóvenes a plantearse la vocación sacerdotal, y a sus familias a apoyarlos. Los escándalos de los abusos sexuales cercenan la vocación al sacerdocio antes de nacer.
La vocación es, por supuesto, un llamado de Dios, y una respuesta a ese llamado. Cualquier joven puede sentirse inspirado a dedicar su vida a hacer el bien y anunciar la buena noticia que Jesús predicó hace 2000 años. Pero pocos quieren formar parte de un ejército de hombres acosados por la sospecha de una feligresía espantada ante los horrores cometidos por algunos clérigos; y por la crítica implacable, pero comprensible, de una prensa cada vez más hastiada de los escándalos eclesiásticos.
La inocencia mancillada de un solo niño o adolescente es razón suficiente para repudiar, castigar y prevenir el abuso sexual. Esa razón es ya bastante. Y los efectos de esos abusos —y su ocultamiento— va más allá de las víctimas directas. Cada vez que se “tapa” un abuso sexual de un clérigo, se está poniendo en entredicho el buen nombre de todos los sacerdotes que viven una vida recta.
La crisis actual está mellando la autoridad y el futuro mismo de toda la Iglesia. Y el pontificado mismo del papa Francisco será juzgado por la historia a partir de cómo el pueda lidiar con esta crisis. Haber aceptado la renuncia de McCarrick al Colegio Cardenalicio es un buen primer paso.
El tiempo de los gestos simbólicos, las palabras proféticas, las expresiones de arrepentimiento y las promesas solemnes se ha terminado. Sólo los actos en pro de la justicia devolverán —una porción quizás— de la credibilidad perdida.