El miércoles de ceniza, el 26 de febrero, Mons. Nicholas DiMarzio hizo pública una Carta Pastoral a los Católicos Chinos de Brooklyn y Queens. Se trata, hasta donde tengo conocimiento, de la primera vez que un obispo de Estados Unidos escribe una carta pastoral dirigida especialmente a los fieles chinos de su diócesis. Lo hizo para mostrar su solidaridad con esa comunidad.
La epidemia del coronavirus, que comenzó en China en los últimos días del año pasado, ha provocado un creciente temor que se refleja marcadamente en actitudes de desconfianza y rechazo a la comunidad asiática. Las calles y restaurantes de Flushing, habitualmente repletos, estos días están casi desiertos. Incluso se han registrado ataques xenofóbicos contra personas de ascendencia china. Mons. DiMarzio escribió su carta pastoral como una muestra de solidaridad con esa comunidad, pero también para invitar al resto de los católicos a no dejar que el temor se convierta en un pánico ilógico. Hasta el momento en que escribo esta columna no se han detectado casos de coronavirus en Nueva York.
En su carta pastoral —y en su columna del mes—, Mons. DiMarzio cuenta una hermosa e inspiradora anécdota familiar.
Entre 1918 and 1919, la gran pandemia de gripe española causó la muerte de entre 40 y 50 millones de personas en todo el mundo. Y la epidemia se produjo al final de la Primera Guerra Mundial, un conflicto en el que habían perecido unas 20 millones de personas, casi todas en Europa.
En este contexto tiene lugar la anécdota de Mons. DiMarzio. Nos cuenta que cuando era niño, un hombre venía cada año a su casa en los días de la Navidad a traerle un regalo a su abuela. Un día, el niño le preguntó a su abuela por qué aquel hombre venía una vez al año a saludarla y a traerle un regalo. La abuela le explicó que en 1919, cuando aquel hombre no era más que un chico, él y su familia vivían en el mismo edificio que ella. El chico perdió a su padre y a su madre a causa de la gripe española. Por miedo al contagio, nadie en el edificio quería amortajar los cadáveres. La abuela de Mons. DiMarzio, a pesar de estar embarazada, fue la única persona que se ofreció a preparar los cadáveres.
El chico nunca olvidó aquel gesto heroico y por eso venía cada año a traerle un presente a la mujer que había superado el temor a la muerte para amortajar los cadáveres de sus padres.
En un mundo donde la muerte se convierte en una horrible presencia familiar, todos los valores se trastornan. Hoy muchos temen que la epidemia del coronavirus se convierta en una pandemia semejante a la de la gripe española de 1918. La actual epidemia ya ha tenido efectos devastadores. La economía china, la segunda mayor del mundo, se encuentra paralizada, las bolsas de valores han tenido caídas estrepitosas, y el carnaval de Venecia fue suspendido, así como muchos otros eventos públicos, incluso misas, en el norte de Italia.
Antiguamente, cuando el sacerdote imponía la ceniza en la frente de los fieles el Miércoles de Ceniza, decía: “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. (Hoy es más usual la fórmula “Conviértete y cree en el Evangelio”). Se ha dicho que nuestro problema esencial no es que seamos mortales, sino que lo somos a cada momento. Podemos morir en cualquier instante, solo que preferimos asumir que nuestro día último no será el de hoy.
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Cuando contemplamos nuestra propia mortalidad, podemos optar por esquivarla o asumirla, tratar de no pensar en ella o comenzar a vivir como si todo fuera preludio de ese acto esencial, aunque usualmente inconveniente, que es morir. Cuando recibimos las cenizas en la frente el Miércoles de Ceniza —o cuando leemos las predicciones de una pandemia global del coronavirus— deberíamos interpretarlo como una invitación a reflexionar sobre la manera en que vivimos. La cuaresma es esa temporada en que los católicos debemos tomarnos unas vacaciones de la rutina diaria, de las preocupaciones cotidianas, para pensar en el significado y el rumbo por el que van nuestras vidas.
Los cristianos sabemos que nuestras vidas terrenales, estos escasos años en los que caminamos sobre la Tierra, tienen un propósito. Y ese propósito es la salvación. El poeta argentino Jorge Luis Borges solía decir que no podía aceptar la creencia cristiana en la vida eterna. Dios sería cruel, decía Borges, si premiara o castigara los actos de un ser humano en su breve vida terrenal con el cielo o el infierno por toda la eternidad. ¿Cómo se pueden comparar, pensaba Borges, unos pocos años, casi siempre menos de cien, con la eternidad? Por supuesto, la comparación de Borges supone una idea mundana y terrena de la eternidad como una cantidad infinita de tiempo humano, no como realidad liberada de nuestro concepto de tiempo.
Pero incluso Borges, desde su agnosticismo, nos puede ayudar a reflexionar durante la cuaresma. Su crítica de la idea cristiana de la vida eterna nos recuerda cosas fundamentales para cada cristiano. En primer lugar que nuestro tiempo es muy limitado, y en segundo lugar que en ese tiempo está en juego lo más importante: la salvación.
Al final de la cuaresma, durante la Semana Santa, celebraremos el misterio central de la salvación, la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Deberíamos pensar que toda nuestra vida es cuaresma: es una preparación para la resurrección. Por eso durante estos 40 días deberíamos tomar un tiempo para pensar en el propósito y el sentido de nuestra vida, por dónde vamos y cómo debemos redefinir el rumbo para llegar a nuestra verdadera meta. Las innumerables tareas y distracciones de la vida cotidiana habitualmente no nos dejan mucho tiempo para pensar en los asuntos más serios. Estos cuarenta días son para pensar en ellos, para rezar, ayunar y hacer obras de caridad que nos ayuden a retomar el camino. No dejemos que pasen estos días sin preguntarnos hacia dónde vamos en esta vida y qué debemos cambiar para que podamos de veras decir que nuestro paso por la Tierra tuvo sentido.