Camino hacia el Aeropuerto Kennedy en helicóptero para abordar el avión a Filadelfia, el papa Francisco pidió al piloto sobrevolar la Estatua de la Libertad y la isla Ellis.
“Se podía ver que estaba muy, muy conmovido”, dijo después el Cardenal Timothy Dolan de Nueva York. “Y dijo: «¿Sabés? Buenos Aires también fue una ciudad de inmigrantes»”.
El desvío improvisado hizo resaltar dos cosas sorprendentes de la épica visita papal: en primer lugar, que fue la primera vez que Jorge Mario Bergoglio había pisado tierra estadounidense; segundo, que el primer papa nacido en el Nuevo Mundo compartía con el pueblo americano una tela de fondo idéntica: abuelos que cruzaron el Atlántico junto con su padre en busca de una vida mejor.
“Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros”, había dicho el papa Francisco el jueves en Washington DC, la primera vez que un papa se había dirigido al Congreso de los EEUU. “Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes”.
Aquel discurso ante la sesión conjunta del Congreso lo había puesto nervioso. En Washington reinaba una formalidad imponente. Sabía que ciertos legisladores sospechaban que el Papa no sólo ignoraba los EE.UU., sino que tenía prejuicios en su contra. Algunos decían que, como argentino, no entendía bien los beneficios del mercado libre.
Pero les había sorprendido ya el día anterior, el primero en EE.UU., cuando en la Casa Blanca habló de sí mismo como “un hermano de este país” que había venido para días de “encuentro y diálogo”.
Ahora en el Congreso los desconcertó de nuevo, alabando cuatro ilustres norteamericanos, dos de ellos católicos, que en sus vidas representaban sueños y valores americanos esenciales: la libertad (Abraham Lincoln) que se vive en la pluralidad y no en la exclusión (Martin Luther King); la justicia social y el derecho de las personas (Dorothy Day) y la capacidad de diálogo y la apertura a Dios (Thomas Merton). Y aun más cuando habló de la importancia de la creación de la riqueza, la noble vocación de la actividad empresarial y la indispensabilidad del espíritu emprendedor.
Pero luego añadió que la creación de puestos de trabajo “es parte ineludible del bien común”, el cual también exige atención al cuidado del medio ambiente.
Fue la misma técnica que había empleado en Cuba. El papa Francisco identificó las semillas del Evangelio en la cultura, hablando en los dos países del “alma de su pueblo”.
“Somos hijos de la audacia misionera”, dijo en la misa de canonización de Junípero Serra en Washington DC. “Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo, generación tras generación, Nueva y Buena.”
Vino a alabar al pueblo, pero también a empujarlo suavemente para que estuviera a la altura de su propia vocación. En los dos países les ofreció un nuevo espejo, una visión noble de su vocación, para invitarlos a que la asumieran.
Esto implicaba una nueva apertura, una nueva capacidad de acoger y de forjar una cultura del encuentro siendo fieles a su pasado.
En el caso de Cuba, significaba verse a sí misma como una bisagra, una llave, un punto de encuentro entre norte y sur, este y oeste.
En el caso de los EE.UU., el papa Francisco tuvo una plataforma extraordinaria para extender su invitación. De los muchos momentos importantes de esta visita épica, el discurso sobre la libertad religiosa frente al Independence Hall, en Filadelfia, tenía para el Papa un significado especial, según señaló su vocero, el padre Federico Lombardi, en la conferencia de prensa final. Y el Papa mismo comenzó su discurso diciendo que fue unos de los “momentos más destacados” de su visita.
Era evidente por qué. Allí, en el lugar icónico de la emancipación de los EE.UU. —y el ícono de todos los movimientos que desde la Declaración de la Independencia han buscado la vindicación de los derechos de los excluidos— se dirigió a los representantes de las varias comunidades inmigrantes, en especial la comunidad hispana.
Observando que la historia de los EE.UU. es un esfuerzo constante para encarnar la idea de la igualdad de todos los hombres y mujeres dotados de dignidad por su Creador, el Papa hizo un esbozo de las grandes luchas sociales en beneficio de esclavos, obreros, mujeres, afroamericanos, etcétera. La historia demuestra, dijo, que “cuando un país está determinado a permanecer fiel a sus principios fundamentales, basados en el respeto a la dignidad humana, se fortalece y renueva”.
Y de un esbozo de la historia americana sacó otra conclusión: “cuando los individuos y las comunidades ven garantizado el ejercicio efectivo de sus derechos, no sólo son libres para realizar sus propias capacidades, sino que también contribuyen al bienestar y al enriquecimiento de la sociedad.”
Luego pasó a considerar la libertad religiosa. A su llegada a Washington DC, el presidente Obama había expresado una definición muy reducida de ella en términos de libertad de creencia y de culto. Ahora, el papa Francisco apeló a una definición mucho más amplia. Por su naturaleza, dijo, la libertad religiosa transciende los lugares de culto y las esferas privadas, para servir a la sociedad. Y al recordar “la dimensión trascendente de la existencia humana y de nuestra libertad irreductible frente a la pretensión de cualquier poder absoluto”, mostró que la libertad religiosa está en el corazón del pluralismo y la democracia.
Luego, desde el atril que Abraham Lincoln había usado cuando dio su famoso discurso de Gettysburg, Francisco invocó el mismo principio de la libertad religiosa como la mejor forma de resistir la uniformidad de vida y pensamiento que busca imponer la globalización.
Alabó a los cuáqueros —pioneros de la libertad religiosa— que fundaron Filadelfia por su preocupación por los más débiles. E invitó a los inmigrantes a no olvidarse de sus orígenes y de sus tradiciones.
“No se avergüencen de aquello que es parte esencial de ustedes,” les dijo, recordándoles que “están llamados a ser ciudadanos responsables y a contribuir provechosamente a la vida de las comunidades en que viven”.
“De esa manera, al contribuir con sus dones, no solo encontrarán su lugar aquí, sino que ayudarán a renovar la sociedad desde dentro”, añadió el Papa.
El discurso entretejía así tres ideas fundamentales: la vocación americana de ser motor de emancipación, el arraigo fundamental de esa vocación en la libertad religiosa, y la expresión de esa libertad en la idea de que los inmigrantes puedan servir a la sociedad conservando su identidad y sus tradiciones.
Por la reacción de los hispanos a mi alrededor —con sus banderas mexicanas y pancartas que proclamaban: “Todos somos inmigrantes”—, era evidente que el Papa había expresado lo que estaba en sus corazones.
En el pastor universal de la Iglesia Católica, los hispanos tenían a un amigo, un defensor, un aliado que derrumbaba muros y los liberaba para ser y servir.