Columna del editor

¿Vale la pena celebrar la Navidad?

NO PRETENDO ENGAÑAR al lector: la respuesta será sí. Pero la pregunta no es trivial. Y este año parece menos trivial que habitualmente.

En los últimos tres meses hemos sido tocados por un abanico de tragedias: el terremoto de México, los incendios de California, los ciclones que asolaron el sur de Texas y a todo Puerto Rico. Vimos también el más sangriento tiroteo de la historia de Estados Unidos en Las Vegas a inicios de octubre —59 muertos y 500 heridos—, un mes después tuvimos un atentado terrorista en Nueva York, y una semana más tarde un tiroteo en una iglesia de Sutherland Springs, Texas, que dejó 27 muertos.

En esta edición verán un artículo sobre trece sacerdotes de esta diócesis que fueron reducidos al estado laical durante las últimas décadas por abusos sexuales cometidos contra niños. Las noticias nos traen cada día más nombres de artistas, políticos y empresarios que han acosado sexualmente a mujeres o a menores de edad.

La persecución de los cristianos en ciertos países de Asia, África y el Medio Oriente continúa acompañada por el escandaloso silencio de la mayoría de los gobiernos del mundo. Según un reciente informe de la organización World Watch Monitor, más de 200 millones de cristianos viven hoy en países donde se los persigue por su fe.

Y la persecución se expresa en una amplia gama de injusticias que van desde la discriminación y el acoso hasta la expulsión o el exterminio. La práctica del genocidio contra los cristianos en el siglo XXI ha cobrado más muertes que las persecuciones del primer siglo del cristianismo.

Podríamos seguir alargando esta lista de horrores y sinsabores que nos rodean y nos tocan en cualquiera de nuestras identidades: latinos, emigrantes, católicos, ciudadanos o residentes de Estados Unidos…

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¿Cómo celebrar la Navidad, que es la fiesta de la familia y la inocencia, rodeados de tantas y tan perversas expresiones del mal? ¿Cómo creer en la inocencia o el bien viendo lo que vemos a nuestro alrededor?

Y sin embargo, ese es precisamente el sentido de la Navidad. La Navidad es la respuesta de Dios al mal. El Niño que vemos en el pesebre es Dios que se encarna para morir en una cruz por nuestros pecados.

El cristiano, que está llamado a la santidad, se sabe partícipe de esa “naturaleza caída” que es nuestra herencia desde el pecado original. El Niño Dios no nació en Belén porque éramos buenos, sino porque estábamos necesitados de la redención.

Sí, el nacimiento del Niño Dios y las celebraciones que lo acompañan evocan siempre la infancia, la familia, la inocencia; pero ese no es el único sentido de la encarnación de Jesús, de la Palabra hecha carne. En la Navidad celebramos a un Dios que se rebaja a la condición humana, y que luego se humillará muriendo en la Cruz para salvarnos.

Después de esas matanzas y catástrofes naturales que nos hacen preguntarnos por qué Dios permite el mal, estamos más necesitados que nunca de celebrar la Navidad. Es por esa humanidad caída, capaz de las atrocidades más horribles, que Dios quiso morir.

Dios no se cansa de nosotros, a pesar de esas maldades atroces de las que leemos en la prensa. Ni se cansa de nuestra mediocridad y nuestras pequeñas maldades cotidianas. Aun conociéndonos, Él quiso salvarnos.

La Navidad, entonces, es el momento de regresar a la inocencia, de valorar lo que en cada uno de nosotros y en el mundo es más valioso o mejor. La Navidad es el momento de recordar que, a pesar de todo, somos capaces también de la bondad, y estamos llamados a practicarla.

En este país y en estos días, por cierto, el clima para los inmigrantes sigue siendo hostil. Y no solo para los indocumentados. La semana pasada 59,000 haitianos, hasta ahora acogidos a la ley de Estatus de Protección Temporal (TPS), recibieron la noticia de que deberán abandonar el país. La retórica nativista que se puede escuchar hoy en estaciones de radio, sitios de Internet o la misma Casa Blanca, ha echado leña al fuego de los sentimientos antiinmigrantes.

Hace exactamente un año, en esta misma columna, decíamos: “Para los inmigrantes indocumentados, estos días son especialmente difíciles”. Desgraciadamente, la frase sigue siendo exacta. Ellos siguen viviendo en el sobresalto constante, en el temor de la deportación, añorando ver a los familiares que dejaron atrás, soñando con los pasajes que su estatus les impide comprar.

Debemos conmovernos por su suerte, pero eso no los ayudará. Como tampoco ayuda espantarnos del horror y luego ignorarlo como si no fuese nuestro problema. El Niño Dios que nace en un pesebre viene a recordarnos también que la suerte de nuestros hermanos no nos es ajena.

No dejemos que nada nos impida celebrar esta Navidad arropados por el amor de la familia. Pero celebremos el nacimiento de Jesús con el deseo sincero de propagar su mensaje y trabajar por el bien y la justicia en el año que pronto iniciaremos. ¡Feliz Navidad!