LA CATOLICIDAD HA RECIBIDO gracias especiales a lo largo de la grave crisis que vive el país. Somos, por supuesto, un país católico, pero, como México, somos sobre todo un país mariano. Este es el país donde la gente apuesta por cualquier solución y repiten invariablemente: “Si Dios quiere y la Virgen”. Metemos a la Virgen en todo. Hay casi tantas advocaciones como estados en la geografía.
Nuestro catolicismo es aún frágil e inmaduro. Nos falta la robustez de una iglesia como la mexicana, la peruana, la brasileña o la argentina. Será por aquello de que fuimos capitanía general y no virreinato, lo cual es una razón de la que se echa mano para generar cualquier explicación sobre nuestras carencias y dificultades.
No obstante somos un país de gente noble, de mujeres recias, cuya calidez y generosidad está mostrando su lado mejor. La tremenda escasez de alimentos y medicinas, la feroz inseguridad y la ausencia total de horizontes que avienta a nuestros jóvenes y profesionales hacia otras latitudes, provocadas por una mezcla de políticas equivocadas y gobernantes irresponsables con alma sembrada de ortigas, ha puesto de relieve virtudes y ha accionado resortes con los que no pensábamos contar en tan oscuras horas.
Y somos también una nación de gente valiente y levantisca, en cuyo ADN no está grabada la resignación. Somos el lugar donde nació el gran Libertador de pueblos y todo el elenco de patriotas quienes, no obstante años de protagonizar la más cruenta guerra de independencia del continente, consagraron la naciente república a la Inmaculada Concepción, la misma que veneraba la España opresora.
El cristianismo caló en nuestro territorio, el catolicismo se mantuvo a través de la familia cuando los sacerdotes se arremangaron la sotana, subieron a los caballos a pelear y se inmolaron en la guerra. La Iglesia resultó diezmada y hoy, como ocurrió antes cuando se luchaba contra la dictadura de Pérez Jiménez hace 50 años, vuelve a espolear
los valores patrios más hermosos en aras de recuperar la libertad y la vida en democracia.
Igual ocurrió en Polonia; igual ocurre en las tierras de Asía y África, donde hoy los cristianos experimentan las más terribles persecuciones y es donde más crece la fe. Desde los inicios de la Iglesia ha sido igual: pareciera que el martirologio abriera camino a la Palabra de Dios. Los católicos no podemos aceptar un régimen opresor cuando nuestra buena nueva nos enseña que somos libres, como hijos de Dios.
En Venezuela hay una Iglesia en marcha, “en salida” como diría el papa Francisco, que acompaña, anima y protege, que es faro y guía. Que denuncia y asume su rol profético sin reparar en riesgos, que los hay y muchos. La Iglesia ha sido blanco de los furibundos ataques del gobierno porque habla por los que no pueden y mantiene el brío de esperar contra toda esperanza. Este pueblo está en la calle, poniendo el pecho desnudo ante las balas de los paramilitares armados e “inmunizados” por la impunidad de que gozan.
La gente permanece firme en la lucha contra lo que la Conferencia Episcopal Venezolana ha denunciado como moralmente inaceptable: el socialismo del siglo XXI, cuya pretendida imposición es la raíz de todo el sufrimiento y el pavoroso deterioro que agobia a Venezuela. Los obispos venezolanos, pastores llenos de coraje, que han sacado la casta en esta hora aciaga, han expresado claramente: “La protesta pacífica no es un delito, es un derecho. La Constitución la consagra. La sociedad la reclama y la Iglesia la bendice”. Eso fue leído y aplaudido en los púlpitos del país hace pocos días.
La crisis ha dado paso a un conflicto cuyas proporciones aún no calibramos. Estamos inmersos en un caos que colinda con la anarquía y amenaza peligrosamente con derivar en una confrontación civil que ya asoma su feo rostro a pesar de que nadie la ha declarado. No obstante, una institución ha emergido con una fuerza descomunal de este laberinto aparentemente sin salida: la Iglesia Católica, en recientes mediciones de opinión, aventaja sólidamente a cualquier otra institución en credibilidad, respeto y respaldo de la ciudadanía. Acumula más de un 70% de adhesiones y confiabilidad, contra —por citar otro dato— un 30% donde entran todos los partidos políticos juntos.
No ha sido de gratis. Las alertas del episcopado se han cumplido todas. Nuestros obispos están en cada pueblo, presentes al lado de la gente, pendientes de cada necesidad y de cada angustia, cual “hospital de campaña” como la calificó Mons. Diego Padrón, Presidente de la CEV, curando y resistiendo al lado de la gente.
En los momentos en que escribimos estas líneas, van casi 30 muertos por causa de la represión en apenas días. Un saldo brutal, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de jóvenes estudiantes quienes dejan hogares enlutados y madres desconsoladas. Pero cada día siguen saliendo, como escribió el gran poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, de “detrás de las piedras” a defender la libertad confiscada por gobernantes posesos como acusó en días pasados el Arzobispo de Maracaibo, Mons. Ubaldo Santana: “Algo maligno parece haberse apoderado del espíritu de quienes detentan el poder”.
Responsablemente, es la Iglesia la que ha llamado a los militares a no servir a una dictadura, a deslindarse: “Es hora de desobedecer en el ámbito militar ante órdenes violatorias de derechos humanos.
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, escribió en su cuenta de twitter el respetado arzobispo emérito, Mons. Pérez Morales. Las necesidades más elementales de los venezolanos no pueden ser satisfechas. Los servicios, desde el agua hasta las comunicaciones andan en los mínimos. Los medios están férreamente controlados a pesar de lo cual no descansan en las coberturas. Los periodistas con constantes e inteligentes y sortean como pueden la censura. Si esta es una profesión de alto riesgo, en Venezuela estamos adquiriendo un entrenamiento que va más allá de la guerra y la aventura y se inserta en los intersticios de la filigrana informativa más compleja. El hambre es una espoleta. Y la muerte acecha en las calles. Pero Venezuela es una patria muy querida y nuestra disposición es seguir combatiendo por ella.
Saber qué ocurrirá, de qué manera esto derivará y cómo y cuál será el desenlace, es hacer ciencia ficción. Cada mañana que amanece sabemos que van a pasar cosas pero, ante todo, no sabemos qué país tendremos después de mediodía. El largo plazo aquí no existe, los plazos se miden por horas. Es un conflicto que se sale de todos los moldes, un gobierno enemigo de su pueblo, un régimen totalitario que hasta hace poco le parecía al mundo solo un autoritarismo más, un país que lucía inerme, conformista y se ha levantado de repente, como el mar Caribe que baña nuestras costas, en minutos de un plato a olas de 30 metros.
Del manejo de la calle, único y gran recurso con que cuenta una sociedad indignada, desarmada y acechada, depende el destino de esta nación.