Existe un curioso un argumento, muchas veces repetido, contra el derecho a portar armas. Se dice que ya no es válido el lenguaje de la Segunda Enmienda —y, por tanto, el derecho que garantiza— porque las armas de hoy son mucho más sofisticadas, letales o potentes que las de entonces. Cada vez que escucho esa idea se me eriza la piel.
Por supuesto que necesitamos controles estrictos en la venta de armas, por supuesto que es difícil imaginar por qué nadie necesitaría tener un fusil AR-15 o un AK-47 en su casa y, por supuesto, las armas actuales no tienen nada que ver con las que existían a fines del XVII. Hay otro argumento que va más lejos: el lenguaje de la Segunda Enmienda es bastante oscuro, lo que hace discutible ese reclamo al derecho ilimitado a la posesión de armas que proponen muchos hoy.
Ahora bien, el razonamiento de que la diferencia en las armas es la justificación para ejercer un control sobre ellas es improcedente, espurio y hasta peligroso. Según esa lógica la libertad de expresión y la libertad de prensa —que la Constitución garantiza— serían sólo aplicables a los periódicos impresos al estilo del siglo XVIII, pero no a la radio, la TV, el cine y el internet que son, en relación con los periódicos del siglo XVIII, tan superiores en “potencia” como lo es un MR-15 en comparación con el mosquete de Franklyn.
Claro que hay que controlar la venta y posesión de armas y acabar con la locura en que vivimos, pero el razonamiento legal y jurídico no puede ser el que se propone con esta comparación.
No sé si los que comparan los mosquetes con las ametralladoras lo hacen como una burla al movimiento originalismo o si lo dicen en serio, pero en cualquier caso la comparación es errada. Si el propósito fuese dar a los originalistas —generalmente conservadores— una cucharada de su propia medicina, sería mucho más eficaz decir, por ejemplo: “¿Crees que cuando se escribió la Segunda Enmienda los autores estaban autorizando a que cada ciudadano pusiera un cañón en el portal de su casa?” Porque en realidad el derecho a tener y portar armas —descrito en la Segunda Enmienda— siempre, desde el inicio, tuvo límites. Y la negociación de esos límites ha sido y es continua, y no puede equipararse a una violación del derecho que dicha enmienda consagra.