Un tema crucial en la acción pastoral del continente americano es aun la llamada nueva evangelización. El acontecimiento del V Centenario de la evangelización en América (1992) fue el marco oportuno que aprovechó el papa san Juan Pablo II para proponer a toda la Iglesia americana este renovado compromiso misionero. Un nuevo impulso vino del Documento final del Episcopado latinoamericano, en Aparecida (2007) que propuso a la Iglesia continental vivir en un permanente estado de misión, bajo la figura del discípulo-misionero. Finalmente, en este tiempo, por el pontificado del papa Francisco se universalizaron varias líneas del Documento de Aparecida, motivándonos a adentrarnos en una nueva etapa evangelizadora, de la Iglesia en salida.
Junto a esto, es preocupación constante de nuestros pastores latinoamericanos de que la Vida nueva y abundante que nos da Jesucristo en su entrega pascual se manifieste en la vida de los hombres y mujeres del continente, sea capaz de trasformar las estructuras religiosas, sociales e ideológicas presentes en América. Ante esto, la urgencia misionera no puede avanzar mucho sin tender una mano a la urgencia de la conciencia litúrgica, es decir, la comprensión del hombre creyente en el plan salvador de Dios que se expresa sacramentalmente en la acción de la Liturgia. Esto es en definitiva el reconocimiento del primado de la gracia como preludio a todo plan pastoral y evangelizador. La afirmación conciliar: “la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (SacrosanctumConcilium, 10), sujeta a ser comprendida y aplicada en nuestra acción pastoral, todavía tiene mucho por expresar en el hoy evangelizador del continente americano. Pues la Liturgia, a veces prisionera de comprensiones erróneas que la hacen objeto de burdas innovaciones e ilícitas omisiones o, por el contrario, de falaces comprensiones meramente rubricistas y tradicionalistas, necesita el aire fresco de la renovación. Es posible dar este paso para lograr avanzar desde la reforma litúrgica a la renovación litúrgica. La nueva evangelización en su ardor, en su método y en su expresión requiere de una liturgia renovada también en su ardor, en su método y en su expresión, según el sagrado espíritu de la Liturgia. Es decir, la renovación litúrgica podrá delinearse desde una comprometida y afanosa formación bíblico-litúrgica, que tenga como horizonte un adecuado método catequético-mistagógico, que la haga expresiva en la vida creyente del pueblo de Dios –su espiritualidad popular–, como la Iglesia que peregrina en el continente americano.
La Iglesia en estado de misión
El Sínodo sobre el Amazonas ha puesto la urgencia misionera y evangelizadora en el corazón de sus debates. Pero ha despertado mucho interés y no pocas especulaciones sobre algunas cuestiones, a mi parecer, marginales al apremiante llamado misionero en el Amazonas, en el marco de una ecología integral. Uno de estos planteamientos es el llamado rito amazónico, es decir, la posibilidad de crear un rito que integre la gestualidad y las creencias de los pueblos amazónicos. Pensar en un nuevo rito que se distancie del rito litúrgico romano u occidental es un asunto complejo. No pretendo especular sobre lo debatido en el Sínodo. Podremos matizar mejor esta reflexión cuando finalice la asamblea sinodal y accedamos a un Documento final que indique al pueblo de Dios los “nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral” en el Amazonas.
La posibilidad de un rito amazónico ha despertado incertidumbre. ¿Es posible crear un rito según la cultura amazónica? Al intentar responder este interrogante, muchos factores entran en juego. ¿Qué lugar ocupa la inculturación en el proceso evangelizador? ¿Cuál es la realidad de la espiritualidad que emana de la religiosidad popular en América?
Para toda la Iglesia es una preocupación constante la urgencia por la misión. Cuánto más para la Iglesia peregrina en el continente americano. Tras el llamado a una nueva evangelización, se han sucedido numerosos planes pastorales y evangelizadores sobre algún aspecto particular de la pastoral: bíblico, social, ecuménico, vocacional, ¿litúrgico?…La fuerza de la misión en esta nueva etapa evangelizadora sufre sus embates por el compromiso cada vez más tibio de los fieles cristianos, y por cierto desinterés de algunos pastores que también perdieron el entusiasmo de anunciar el Evangelio. El riesgo de estos proyectos pastorales está en el olvido de la primacía de la gracia de Dios, pues se pierden en superficiales entramados funcionales o activistas, que sí mueven masas, inflacionan el espíritu humano, pero a la larga no satisfacen la sed del hombre contemporáneo que busca ansiosamente la Fuente del Agua Viva que lo renueve y refuerce frente a un mundo alienado por la idolatría y el egoísmo. A la urgencia misionera en América hay que enriquecerla y saciarla con una renovación litúrgica adecuada, fruto de la señera reforma gestada en el Concilio Vaticano II. La urgencia por la misión se hace más nítida a través de la urgencia por una conciencia litúrgica más fiel y renovada a la luz de los principios de la reforma conciliar. Una reforma y renovación litúrgicas que no olvida las tradiciones o culturas de los pueblos… “La Iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad en aquello que no afecta a la fe o al bien de toda la comunidad, ni siquiera en la Liturgia: por el contrario, respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos. Estudia con simpatía y, si puede, conserva íntegro lo que en las costumbres de los pueblos encuentra que no esté indisolublemente vinculado a supersticiones y errores, y aun a veces lo acepta en la misma Liturgia, con tal que se pueda armonizar con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico” (Sacrosanctum Concilium, 37). Por eso llama la atención el propósito de los padres sinodales de crear un rito amazónico.
Por lo tanto, ¿vamos hacia una liturgia también nueva en su ardor, en su método, en su expresión? A esta nueva etapa evangelizadora, ¿también le corresponde una nueva liturgia? Pero, ¿en dónde radica realmente la novedad litúrgica? Oscurecido queda este camino de renovación cuando la liturgia es manipulada por absurdas innovaciones a través de engañosos añadidos o graves omisiones. Los abusos litúrgicos desmerecen el don de riqueza inestimable que es la Liturgia: no buscan la gloria y alabanza de Dios, sino que el hombre que se supone modernamente innovador –sea ministro ordenado o fiel creyente– se celebra a sí mismo. Así se oscurece el misterio divino, así se pone en juego no sólo la licitud o validez de los actos litúrgicos, sino los bienes salvíficos que Dios quiso comunicar a su pueblo en las acciones sacramentales. Entonces, ¿es posible pensar la renovación litúrgica en este tiempo post-conciliar, en una nueva etapa evangelizadora y misionera, en línea con la Iglesia en salida? Sí, es posible. La liturgia se renovará en la medida que ésta se encamine por un ardor comprometido desde la formación, que reafirme el primado de la gracia de Dios y se afiance por medio de un método catequético y mistagógico que ayude a desentrañar de los signos y gestos sacramentales la fuerza del misterio de Dios que se revela a cada hombre, al pueblo creyente, a la Iglesia llena de vida, que surge del costado abierto de Jesucristo en la cruz… El riesgo de dar curso a un rito amazónico estará en olvidar todo aquello.
La novedad litúrgica está en la Pascua de Cristo, quien hace nuevas todas las cosas, el Vencedor de la muerte y del pecado. Tal misterio pascual se actualiza en cada celebración litúrgica, que se comunica a través de las lecturas de la Palabra de Dios, que se manifiesta en la Iglesia por medio de la inestimable riqueza de la vida litúrgica.
La renovación litúrgica en línea con la Iglesia en salida
Muchas veces, la especial vinculación entre la Pascua y la liturgia celebrada en la Iglesia está desdibujada y no pocas veces ensombrecida. Se cae en cierto ritualismo o funcionalismo de la celebración litúrgica, sin profundizar que en la base, en su origen, está el misterio salvador de la Pascua de Jesucristo. Da la impresión que este llamado rito amazónico piensa desarrollarse al margen de esta perspectiva pascual, quedándose reducido a una celebración más terrenal, creacional. La participación activa de los fieles en la acción litúrgica tiene aquí su punto de partida, pues no son extraños y mudos espectadores, sino protagonistas y destinatarios directos de la gracia que se desprende de tal misterio de la Pascua. Cristo está presente y actúa en cada acción litúrgica (cf. SC, 7). Así el misterio pascual se actualiza, se hace vida, en la cotidianidad de nuestro pueblo, librándolo de todo lo que estorbara a su plena realización, proponiéndole un camino de verdadera conversión, de provechosa comunión y de preferente solidaridad evangélica con los más pobres.
La celebración del misterio pascual a través de las acciones litúrgicas manifiesta la verdad de la Buena Noticia como una luz que ilumina y al mismo tiempo revela las sombras de la cultura de la muerte en la corrupción, la violencia, el egoísmo…. Si nuestros fieles sólo asisten a la celebración litúrgica como mudos espectadores, la presencia viva y operante, de Cristo en la liturgia no podrá impregnar plenamente la vida de los hijos de Dios. Ante la manifiesta fractura entre fe y vida, es apremiante una evangelización que ante todo ayude a centrarnos en la «Fuente» de la liturgia de la que ha de manar toda otra actividad de la Iglesia (cf. SC, 10). La prioridad de la evangelización en un mundo secularizado no debe olvidar nunca la primacía de la gracia, el principio espiritual, que da origen, sostiene y encamina toda la vida cristiana y toda obra de apostolado. La liturgia es el lugar privilegiado de nuestro encuentro con Jesucristo, en el seno de la Iglesia, que perpetúa la misión del Señor Jesucristo entre los hombres, con quienes se encontró en numerosas oportunidades durante su vida terrena, disponiéndolos a un auténtico proceso de conversión, capaz de abrirse a los otros caminos de comunión y de solidaridad. La conversión encuentra su fuerza en el llamado a la santidad, y se enriquece en la mesa de la Palabra y la Eucaristía.Porque sólo acogiendo la Palabra de Vida somos capaces de descubrir a Cristo en el rostro de los hermanos.
Para que la Pascua de Cristo resplandezca en la acción litúrgica de la Iglesia es crucial que los ministros ordenados comprendan que la Liturgia la reciben como un don, en orden al servicio del pueblo de Dios. No es la Liturgia un campo de experimentación ni mucho menos se equipara a cualquier otra actividad como si fuera una dinámica de grupo o un espacio de elaboración ritual en donde el hombre se celebra a sí mismo y no ya a Dios. La renovación litúrgica será verdadera y adecuada en la medida que conduzca a los fieles a una participación cada vez más activa y fructuosa en la celebración. Ha de buscarse que tal renovación ilumine a los bautizados en el ejercicio del sacerdocio común y así celebren no como mudos y extraños espectadores, sino como protagonistas que celebran con gozo al Amor misericordioso que se despliega en la acción litúrgica.
Ante el planteo de la creación de un rito amazónico en el que encuentren cabida algunos gestos propios de la cultura de los pueblos amazónicos, en el continente americano es necesario primero recuperar la riqueza de la liturgia en la oración eclesial, en relación a la piedad popular, y vinculada a la iniciación cristiana y su catequesis. Primero fortalecer esto antes de crear algo nuevo y tan particular.
La Liturgia es una gran escuela de oración en la Iglesia. Nos abre a una realidad eclesial y comunitaria, que no se aísla en particularismos extraños ni tampoco se reduce a una vinculación superficial e intimista con el Creador. Considerar la piedad popular es crucial para la Pastoral litúrgica en el continente americano, pues no sólo se desprende del ser religioso del creyente sino que ha de prolongarse en una verdadera y comprometida conversión que se concrete en actos de caridad, que tenga su fuente en el Dios Amor. La prolongación de ese Amor divino está plasmado concretamente en la vida de los Beatos y Santos del continente, muchos de ellos mártires, que lo dieron todo en el testimonio por el Evangelio de Jesucristo, comprometiéndose en la defensa de sus hermanos injustamente maltratados. El amor devoto a la Santísima Virgen María unido a la veneración de los Beatos y Santos americanos configuran peculiarmente la piedad popular en el continente, con una variada expresividad que posibilita el encuentro con el Cristo vivo, en sus pueblos, en su cultura, en su cotidianidad. La expresividad y la sencillez de la fe popular pueden conjugarse oportunamente cuando se trata de proteger, purificar y reorientar esta espiritualidad hacia la Liturgia eclesial[1].
La catequesis es una herramienta provechosa en el empeño evangelizador, un camino indispensable para la renovación litúrgica. En una comunidad parroquial, la catequesis de la Iniciación cristiana y también otras catequesis eventuales u ocasionales son un punto de partida específico para acompañar a los fieles hacia una fe madura y auténtica, capaz de elevarlos hacia los bienes del Cielo, sin olvidar sus compromisos terrenos, según sus estados de vida y el compromiso insoslayable con los más necesitados. Este acompañamiento será más provechoso en la medida de que la mistagogia esté verdaderamente integrada en el plan de catequesis para que la expresividad litúrgica se prolongue en la vida misma, encuentre refugio y sostén en la familia, resignifique la fe que su pueblo testimonia, y los abra al compromiso fraterno y solidario, más aun a través de la consagración de la propia vida. El amor preferencial, y no excluyente, por los pobres y marginados debe hallar en la Pastoral litúrgica una valiosa oportunidad para no perder de vista que al Cristo que celebramos y alabamos, lo contemplamos en los rostros desfigurados y maltratados de los más necesitados de ayuda y consuelo. Pues Cristo, quien siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su gracia (cf. 2Cor8,9) prolonga su compasión a través nuestro, cuando el Evangelio es anunciado y vivido en su integridad, sin particularismos o sectarismos, sin ser presa de banales ideologías.
[1] “No podemos devaluar la espiritualidad popular, o considerarla un modo secundario de la vida cristiana, porque sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios. En la piedad popular se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal”; V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, Documento final de Aparecida, 263.