¡Se cerraron las iglesias! Nunca en mi vida vi algo así, exclamamos todos con incredulidad, incluyendo a mi madre que este año cumple un siglo de vida. Ah, y cómo nos dolió cuando en todos los púlpitos el 15 de marzo se leyó la carta del obispo DiMarzio anunciando que las Iglesias estarían cerradas hasta un próximo aviso. Lloramos. ¿Y ahora qué? En plena Cuaresma empezamos a vivir un desierto de miedo, desolación e incertidumbre.
Nada ni nadie nos había preparado para esto. El coronavirus, el COVID-19, estaba en China, muy lejos de nosotros. Pero pronto apareció el primer caso en la costa oeste de los Estados Unidos, en el estado de Washington, y luego el segundo, y luego… el primer fallecido. En dos semanas, ya eran cientos, y los contagiados estaban también en nuestra ciudad de Nueva York. Cuando reaccionamos a la realidad fue para encerrarnos.
Angustiados y atemorizados buscamos la forma de conectarnos. Las redes sociales, aún sin saber usarlas en toda su capacidad, se convirtieron en nuestras aliadas. Las Misas, los Rosarios, las Horas Santas, en la Televisión, Facebook, YouTube, a través de nuestros teléfonos, tabletas y computadoras, nos ofrecieron el alivio y fuerza que necesitábamos para nuestras almas angustiadas. Luego aprendimos a conectarnos en grupo. Muchos descubrieron cómo hacer comunidad través del teléfono. Otros sugirieron: “Usemos Zoom. Allí nos vemos, conversamos y oramos”. “Pero es que las personas mayores no saben cómo hacerlo”, replicaron otros desalentados. “Nunca es tarde para aprender” afirmamos otros más optimistas —yo, entre ellos, que hoy bromeo diciendo que ya no enseño teología, sino tecnología.
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Y aprendimos. Cuando llegó el Domingo de Ramos ya teníamos los horarios de diferentes Misas en diferentes partes del mundo. La asistencia virtual a diferentes Misas durante el día se nos hizo común. Establecimos en nuestras casas un rincón sagrado. Empezamos a entender y vivir lo que significa ser Iglesia Doméstica. Sin embargo, la ausencia de la comunidad y del pan eucarístico nos deja nostálgicos y hambrientos.
Mayra Murillo, de la parroquia Santísimo Sacramento, de Queens, nos dice que cada domingo, anuncia a sus hijos y a su esposo: “Es hora de la Santa Misa en nuestra parroquia. Vamos a la sala”. Se sientan juntos, y siguen cada rito con mucha atención, inclusive se paran y se sientan.
“Nos sentimos muy conectados” dice ella. Sin embargo, añade que a la hora de la Santa Comunión siente tristeza. Extraña también su comunidad de hermanos.
José Luis Pangolo, de la parroquia de Nuestra Señora de la Presentación, dice que la forma virtual de asistir a la Santa Misa le ha hecho redescubrir la esencia de la Liturgia, pues ahora pone más atención a cada signo. Además, entiende mejor el concepto de Iglesia Doméstica. Junto a su familia ha experimentado lo que “es estar en su casa en una forma íntima con el Señor”.
Me pregunto cómo se sienten nuestros sacerdotes celebrando en Iglesias vacías. El viernes 27 de marzo, el Papa predicó en la Plaza San Pedro completamente desierta y bajo la lluvia. Muchos sacerdotes han paseado por su Iglesia rociando los bancos vacíos con agua bendita. Al otro lado de la pantalla estamos nosotros. Nuestra imaginación corre y ocupa el puesto en el que siempre nos sentamos. Sentimos el agua rociándonos y fortaleciéndonos. Como dice Lastenia Alvarez, de la Iglesia Santísimo Sacramento: “Dios viene a nosotros a través de la pantalla”.
La pandemia nos ha dado muchas lecciones. Ciertamente ahora estamos practicando lo que significa ser Iglesia Doméstica, pero al mismo tiempo estamos aprendiendo que esta Iglesia no es completa a menos que esté conectada a la Iglesia a la que acudimos a celebrar en persona; o por lo menos, a una Iglesia Virtual en tiempos de pandemia.