Reportaje

Intercediendo en Zoom por mi madre a través de una tableta

Mi madre, a quien llamamos cariñosamente Mama Yuya, estaba muy entusiasmada con la celebración de su centenario hasta que la pandemia la llevó a una triste realidad. Nadie llegaría y no habría la soñada celebración. La animamos diciéndole que le haríamos una fiesta virtual; pero ella se fue poniendo cada día más triste. Decía que ya no quería ver a sus hijos solo en videollamadas.

Se fue debilitando y terminó con una neumonía dos días antes de la fiesta virtual, la cual llevamos a cabo porque decidimos rendirle homenaje mientras tuviera vida. Se fue complicando y los pronósticos no daban esperanza a menos que ocurriera un milagro. A la distancia, empecé a desesperarme. Mi prima, que se crió con mi madre, y yo, quisimos correr a su lado, despedirnos, verla por última vez y ayudarla a marchar al otro mundo. ¡El virus nos lo impidió! Después de orar, llorar mucho, y escuchar la voz de Dios en mi corazón, y a través de otros, decidimos con el corazón sangrando no viajar a Ecuador. Entendimos que amar de verdad significa amar con responsabilidad; que el amor en tiempos de pandemia puede llegar a sangrar por las renuncias que hay que hacer por el bienestar del otro. Contagiarse con el virus significa correr el riesgo de contagiar al otro; significa involucrar todos nuestros seres queridos en una cadena dolorosa de acontecimientos.

No poder viajar a ayudarla ha sido para mí un Getsemaní. La oración me ha sostenido y la esperanza ha renacido. ¡El milagro se ha dado! Mi madre ha mejorado y está en proceso de recuperación. Pasé muchas noches en vela siendo testigo impotente de su sufrimiento, eso sí, aferrada del Rosario, orando por Zoom detrás de una tableta, que a veces he querido desesperadamente atravesar con mi mano para sostener la de mi madre. La he acompañado y nos hemos acompañado con los que no han podido llegar, ella en su cuarto, en Chone, y nosotros, en nuestras habitaciones. Ella señala con frecuencia la tableta con su dedo, y dice: “Ahí está Techita. (Así me llama). Le respondo con mi alma: “¡Si madre, aquí estoy, acompañándote y orando por ti!”. Luego me pregunta: ¿Y quién más está contigo?”. Le contestan Gladys, la hija de corazón, también desde NY; sus hijas Mary y Ruthy, desde Guayaquil.

Tomando las debidas precauciones que la pandemia exige, los hijos y familiares que viven cerca han corrido a ayudarla. La profunda tristeza acumulada durante varios meses por no poder ver a sus hijos ha sido sanada al verlos de nuevo. Su espíritu se ha fortalecido con la recepción de los Sacramentos que le fueron administrados el día que pareció ser el último. La última palabra la tiene el Dador de la Vida. En mi caso, desde una tierra lejana, hago eco de las palabras de Jesús en Getsemaní: “Padre, si es posible que pase de mi esta copa, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Esta pandemia del COVID-19 ha infectado a millones y cobrado la vida de cientos de miles; ha dejado miles desempleados; ha marcado el alma de los que no pudieron ni ayudar a sus enfermos ni enterrar a sus muertos. Y mucho más. Pero también la pandemia nos ha enseñado que Dios camina con nosotros. Y que cuando ya parece que nos derrumbamos, Él sigue allí, dispuesto a rescatarnos, y rescatar a otros a través de nosotros. Él espera que reconozcamos nuestra fragilidad, que alcemos nuestras manos implorando misericordia, que intercedamos por los nuestros y por el mundo, a veces frente al Altar, y muchas, frente a un medio visual, como una tableta.