Si estas letras sangraran, hablarían del dolor de ver partir a una madre a la distancia. Deseaba sostener su mano mientras partía, pero Dios tuvo otros planes. La pandemia me impidió viajar, y mi Getsemaní —que ya había empezado con la enfermedad de mi madre— terminó al pie de la Cruz.
Por tres semanas nos mantuvimos en continuo contacto a través de Zoom, hablando varias veces al día. “Buenos días mamita, ¿cómo estás hoy?”. “Estoy muy enferma hija. Creo que voy a morir pronto”. “¿Qué puedo hacer por ti madre?”. “Reza por mí, hija. Reza el Santo Rosario. Pídele a Dios que me lleve pronto”.
Mama Yuya hablaba constantemente de la muerte. A veces decía que estaba cansada y que quería irse; a veces que tenía miedo de sufrir. “¿Por qué la muerte duele tanto?”, me preguntó un día. “Ah madre, es que duele el desgarre del desprendimiento de todo, y sobre todo el desprendimiento del alma y del cuerpo, pero no te preocupes mamita, una noche te dormirás y ya no despertarás”. En otra ocasión me dijo: “La Virgen me visitó en sueños, creo que viene a buscarme. No me dijo nada, sólo me miró y retrocedió, pero nunca me dio la espalda. Creo que no se fue”.
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En el cumpleaños de la Virgen María, el 8 de septiembre, mi madre partió con el Señor. Nos despedimos la noche anterior a las 11 p.m.; se durmió y no despertó más. Tuvo un derrame cerebral masivo. Le pusieron oxígeno y nivelaron su presión. La agonía duró pocas horas; horas eternas que presencié entre lágrimas mientras rezaba: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. En un momento, acercaron la tableta a su mano. Yo puse la mía en la suya. Por unos instantes olvidé que lo que tocaba era el material rústico y frío de una pantalla… en mi corazón sentí la tibieza de su mano que ya empezaba a enfriarse.
Luego vino el velorio. La primera noche fue en su casa, la casita que había amado y arreglado tanto. Allí velamos y contemplamos su bello rostro de 100 años, ya inerte, vestido con un bello traje y velo blanco, como ella lo había pedido. La contemplé toda la noche. Quería grabarme su rostro sin vida para convencerme que ya no estaba en este mundo. Luego la trasladaron a la funeraria donde tuvimos la velación con las limitaciones que la pandemia impone. A la Iglesia no la llevaron debido a las mismas regulaciones. Fue directo al cementerio. Ah, lágrimas de sangre rodaron por mi rostro. Un servicio litúrgico en su última morada nos alivió el alma.
Mis hermanos presentes le volaron rosas en su honda tumba. Yo le volé mi corazón de Nueva York a Chone, la ciudad testigo ocular de nuestros amores. Vi palas de tierra cerrando su tumba. Solo pude exclamar: Cuán cierto lo que dice la Palabra: “Polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3,19).
Le sigo hablando: “Adiós mamita. Descansa en paz. Ya no estás físicamente en este mundo, pero ya no hay barreras de distancia entre nosotras. Te hablo y te siento. Estamos unidas en otro nivel. Cuídanos y bendícenos desde el cielo Mama Yuya”.