Mis queridos hermanos en el Señor:
Desde hace 50 años, la Conferencia Episcopal de Estados Unidos mantiene la costumbre de hacer coincidir la olvidar pobres migrantes mundo con el tema de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Recientemente, los obispos decidieron trasladar la Semana Nacional de la Migración, que normalmente se celebra en enero, a septiembre, para que coincida con el mensaje anual del Santo Padre sobre esta cuestión. En sintonía con el Vaticano, la Semana Nacional de la Migración utilizará el mismo tema que la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, “Hacia un nosotros cada vez más grande;” sin embargo, hará hincapié en las formas particulares en que este tema y su aplicación a la cuestión de la migración se experimentan aquí en los Estados Unidos.
Nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, ha sido un constante defensor de los migrantes y refugiados. En su encíclica, Fratelli Tutti, expresó una preocupación y una esperanza que sigue siendo máxima en su pensamiento: “Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al final ya no estén ‘los otros,’ sino sólo un ‘nosotros’.”
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Nuestro Santo Padre ha puesto verdaderamente el dedo en la llaga del mundo actual. La preocupación por uno mismo a veces difumina la preocupación por el prójimo, y nuestros hermanos migrantes parecen estar tan lejos de nosotros que no forman parte de nuestra preocupación. Como Iglesia universal, la Iglesia católica debe recordar a todos sus miembros y a todos los pobres y migrantes del mundo, aunque sea mucho más fácil olvidarlos.
Como podemos ver, la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado tiene una larga historia, 108 años para ser exactos. Esto demuestra realmente que no es nueva la posición de la Iglesia en defensa de los migrantes, sino que la ha mantenido durante más de una centuria, reconociendo que la mayor cantidad de movimientos migratorios en el mundo se produjeron en estos dos últimos siglos.
Recientemente nos llegó la noticia de la crisis de los traslados aéreos de refugiados desde Afganistán tras la salida del ejército de Estados Unidos de ese país después de 20 años de guerra. Yo mismo me involucré íntimamente en la migración debido a una situación similar hace casi 45 años, cuando la guerra de Vietnam terminó abruptamente. En 1975, asistimos a la evacuación de muchos refugiados que habían colaborado con Estados Unidos en esa guerra. Nuestro país fue realmente muy generoso con el pueblo vietnamita. Más de un millón de refugiados fueron reasentados en un año, sobre todo a través del trabajo del voluntariado, la labor de la Iglesia y las agencias laicas. Comencé a colaborar en el reasentamiento de estas personas mientras ejercía mi ministerio en la Arquidiócesis de Newark, pues ya había participado en la ayuda a los inmigrantes de habla hispana e italiana. Después de tomar algunos cursos iniciales de derecho de inmigración, abrí un centro para ayudar a estas personas a ser reasentadas. El arzobispo de entonces, Monseñor Peter Gerety, me pidió que viniera a la arquidiócesis y estableciera una oficina de migración en Caridades Católicas bajo la dirección de Monseñor Francis LoBianco, mi amigo de confianza y mentor desde hace más de 50 años. Comenzamos la labor de reasentamiento; sin embargo, los vietnamitas no fueron el último grupo en reclamar nuestra atención, ya que más tarde llegaron los balseros haitianos y los Marielitos cubanos, en lo que se conoció como el Éxodo del Mariel.
Parece que Estados Unidos es un faro de esperanza para el mundo. Sus puertas nunca se cierran a quienes se encuentran en circunstancias extremas. Las crisis de los refugiados son singulares. La gente huye por su vida, y no por el beneficio económico, sino por la vida misma.
Durante estos últimos días, hemos visto cómo se acumulan los miles de inmigrantes bajo un puente intentando entrar en Estados Unidos, muchos de los cuales son inmigrantes haitianos que antes se habían asentado en América Latina y que ahora han venido directamente a Estados Unidos debido al reciente terremoto, y a la inestabilidad política en Haití.
Los migrantes son personas que están desesperadas. Sin embargo, no han perdido su humanidad. Según mi experiencia, los migrantes son los seres humanos más respetuosos que uno pueda conocer. Se dejan llevar por el instinto y toman decisiones calculadas, optando por arriesgarlo todo no sólo para salvar sus vidas, sino también las de sus hijos. A menudo he preguntado a refugiados e inmigrantes: “¿Por qué han tomado esta difícil decisión de abandonar su país de origen?”. En nueve de cada diez, la respuesta era siempre: “No fue por mí, sino por mis hijos”. En realidad, estas personas saben que la supervivencia de su familia depende a veces de emigrar a mejores condiciones, de las cuales a veces depende la misma vida.
Nuestro Santo Padre nos recuerda que no son “ellos” y “aquellos”, sino sólo “nosotros”. Somos sólo “nosotros” los que tenemos el privilegio de ser católicos en este maravilloso país que llamamos Estados Unidos de América, construido por inmigrantes, a pesar de que a lo largo de nuestra historia no han faltado las reacciones contra ellos.
Hace poco leí un estudio sobre la política de inmigración de los últimos 100 años. Ha sido una situación con altibajos, a veces acogedora, pero la mayoría de las veces impidiendo que cualquiera venga aquí.
A veces es el miedo, a veces es una falsa comprensión de quiénes son los inmigrantes, y a veces es simplemente un prejuicio. No podemos dejarnos llevar por los malentendidos de nuestra sociedad respecto a la situación migratoria; por el contrario, necesitamos estar mejor educados sobre la realidad de quienes son estos migrantes. En mi tesis doctoral, me propuse responder a la pregunta sobre los indocumentados y emprendí un estudio, único en aquella época, a principios de los años 80, para sondear las características de la población del área metropolitana de Nueva York.
Si bien durante este tiempo estuve en Nueva Jersey, en la archidiócesis de Newark, vine a la archidiócesis de Nueva York y a la diócesis de Brooklyn para recopilar los datos de que disponían los programas de migración que llevaban estas diócesis.
Puedo decir que lo que aprendí entonces sigue siendo válido hoy en día, que la mayoría de los inmigrantes vienen y se integran inmediatamente en nuestra sociedad. El primer signo de integración es que la gente trabaja. A veces se dedican a los trabajos más difíciles, pero trabajan. Es la primera contribución que el inmigrante hace a la sociedad, contribuye con su trabajo a la mejora de nuestra sociedad. No vienen a llevarse beneficios que nunca han ganado. No se resisten a aprender inglés ni a participar en nuestra vida civil. Está claro que lo que aprendí en aquellos días sigue siendo válido hoy.
Al acercarnos a esta jornada anual de oración y reflexión sobre el lugar que ocupan los inmigrantes en nuestra sociedad, deberíamos atender la petición de nuestro Santo Padre cuando dice: “A todos los hombres y mujeres del mundo dirijo mi llamamiento a caminar juntos hacia un ‘nosotros cada vez más grande,’ a recomponer la familia humana, para construir juntos nuestro futuro de justicia y de paz, asegurando que nadie quede excluido.” ‘Nosotros’ somos el pueblo de Dios en este bendito país.
Nosotros, todos, necesitamos adentrarnos en las profundidades del fenómeno migratorio, aún tan incomprendido, pero vital para la vida de tantos millones de personas.
Esperemos que podamos cambiar nuestras actitudes para ser más comprensivos y aceptar a los más necesitados que se encuentran en las periferias de las sociedades de nuestro mundo.