Al leer la vida de este santo recordé la vida de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, porque los dos fueron arzobispos y los dos fueron asesinados en el Santuario del Altar. Becket es del siglo XII, de Inglaterra, y Romero del siglo XX, de El Salvador. A los dos, nuestra Iglesia los ha declarado mártires por morir en defensa de la fe y sus valores.
Tomás Becket nació de una familia pudiente, y aprendió las artes y deportes de su tiempo y de su clase social, como cazar y montar a caballo. Sus primeros estudios los realizó en una abadía con monjes, luego en Londres, y más tarde en París y Bolonia, donde estudió Teología.
Al término de sus estudios regresó a Inglaterra. Impresionado por su capacidad, el arzobispo Teobaldo de Canterbury, la autoridad religiosa máxima de la Iglesia de Inglaterra, lo llamó a su servicio. Trabajando y viajando con él se ganó la confianza no sólo del arzobispo sino también del Rey.
Fue ordenado diácono y nombrado Archidiácono de Canterbury, y luego Canciller de Inglaterra. Se le encargó mediar entre los asuntos de la Iglesia y la corona. A la muerte de Teobaldo, Enrique II, pensando que su amigo Tomás lo ayudaría a conseguir la primacía del rey sobre la Iglesia, lo nombró sucesor de Teobaldo, es decir, Azobispo de Canterbury.
Ya ordenado sacerdote, y luego consagrado como arzobispo, tuvo su conversión definitiva. Renunció a su puesto en la Corte y, como él mismo dijo, “pasó de ser un seguidor de sabuesos a un pastor de almas”. Se negó a reconocer las “Constituciones de Clarendon”, ordenanzas que estipulaban la sumisión de los Obispos a Enrique II. Esto le trajo dificultades e inclusive amenazas contra su vida.
“Tú eres de los míos, yo te elevé de la nada y ahora me retas”, le dijo el Rey. Tomás le respondió: “Señor, Pedro fue elevado de la nada y sin embargo gobernó la Iglesia”. “Sí”, contestó el Rey, “pero Pedro murió por su Señor”. “Yo también moriré por Él cuando llegue el momento”.
Acusado de traición se exilió en Francia en un monasterio cisterciense por seis años, al cabo de los cuales Tomás y Enrique hicieron las paces por intervención del papa Alejandro III. Regresó a Inglaterra, pero las dificultades y desacuerdos comenzaron nuevamente, pues Tomás continuaba defendiendo los derechos de la Iglesia.
En medio de una alta tensión, el Rey dijo con ira: “¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento? Es conveniente que Becket desaparezca”. Cuatro caballeros del Rey tomaron su deseo como una orden y acompañados de una tropa de soldados aparecieron en la Catedral buscando al Arzobispo.
“¿Dónde está el traidor, dónde está el Arzobispo?”, indagaron. “Aquí estoy”, dijo Tomás, “no un traidor, sino un sacerdote de Dios”. Exasperados, blandieron sus espadas y lo asesinaron en los peldaños de su santuario. Era el año de 1170, un 29 de diciembre, fecha en la que se celebra su fiesta.
El crimen causó conmoción en toda la cristiandad. Su veneración empezó inmediatamente y muchos milagros ocurrieron después de su muerte. Tan sólo tres años después, el papa Alejandro III lo canonizó y lo proclamó “Mártir de los derechos y libertades de la Iglesia”.