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El destierro de mi madre y otros relatos de María

La noche nos cayó encima con el desgarrador estallido de tres disparos en medio de un insaciable calor y en el encierro de nuestro desprotegido hogar. Con un terror que me despertó los más básicos instintos de supervivencia, arrojé a mi madre al suelo y juntas, arrastrándonos por el piso, llegamos hasta el baño.

Allí pasamos interminables minutos hasta que encontré el valor que no sabía que tenía y me aventuré a cerrar la puerta de la casa, que habíamos dejado abierta tras el rejado para que entrara algo de brisa.

Desde el piso y con lágrimas en sus ojos, mi madre admitió que debía irse conmigo. “Este va a ser mi destierro”, comentó, sin volver a pronunciar palabra alguna durante toda la noche. Poco a poco, logré levantarla del piso y la llevé a la cama de su cuarto, donde yo pasé la noche en vela vigilando su sueño y mirando hacia la ventana en espera de más balazos que a Dios gracias, no ocurrieron.

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La madre de Nancy, poco después del reencuentro en Puerto Rico tras el huracán. Foto: Nancy Agosto

El día antes, había logrado la hazaña de llegar a donde mi padre en el desolado barrio Llanos del pueblo de Abonito, en el centro de la isla. Lo encontré sin agua, con pocos alimentos enlatados y en medio de la destrucción de su hogar sobre el cual pasó el ojo de María. Estaba frágil, con heridas en sus brazos a raíz de la tormenta y con su mirada perdida en el desastre.

Su colchón estaba frente a la casa de su anciano vecino quien tampoco tenía agua para tomar. “Aquí no ha llegado nadie, hasta ahora”, me dijo con una débil sonrisa Don Julio, mi amado padre, que empapado en lágrimas, aun no podía creer sus ojos al verme a mí, mi hermana Ingrid y mis sobrinos Jorge, Alondra y Sebastián.

Los había reclutado para la importante misión de buscar al abuelo y llevarle comida y agua a él y a algunos de los afligidos residentes de ese aislado barrio del interior de la isla. Había tenido la suerte inesperada de encontrar el último auto de alquiler en el área del aeropuerto con un tanque de gasolina casi lleno. Había tenido la adicional fortuna de hallar rutas improvisadas alternas para llegar a donde papi, porque el camino principal estaba cubierto de cables y postes eléctricos, toneladas de lodo y valientes trabajadores sacando escombros y basura.

Alenté a los niños en el viaje recordándoles la misión de los “pioneros del huracán” y de todo puertorriqueño en crisis: ayudarnos unos a otros con las manos abiertas y enfrentarnos a cada obstáculo con determinación, acción y sobre todo, fe en Nuestro Señor. Hablamos de la belleza de compartir cada momento de la vida con amor y fe. Platicamos de lo que le esperaba a Puerto Rico en la próxima etapa de reconstrucción y de los sacrificios que hasta ahora estaban viviendo: carencia de agua, de electricidad y muebles pero bajo un techo que otras familias habían perdido. Compartimos nuestras historias y contemplamos juntos la destrucción de nuestros árboles, nuestro terruño y nuestra realidad pasada. Ya nada nunca sería igual. Algo nuevo renacería: diferente, más fuerte y forjado con el esfuerzo de nuestras manos. Trabajo en equipo.

Al pasar por cada gasolinera resguardada por la policía, veíamos líneas interminables de autos y personas a pie haciendo fila bajo el incandescente sol, cargando sus contenedores de diésel en una espera desesperante. En los caminos del campo, no nos percatamos de miembros del ejército ni trabajadores federales, solo residentes locales limpiando entre la pestilencia de animales muertos, basura y desperdicios en un estado de putrefacción inaguantable.

Las escenas habían sido las mismas que observé desde el aire, cuando aterrizaba mi avión en el aeropuerto Luis Muñoz Marín de San Juan, proveniente del aeropuerto Kennedy de Nueva York. Había comenzado mi travesía con una mochila y tres maletas repletas de alimentos, baterías, provisiones de primera necesidad y medicamentos que mi madre necesitaba de urgencia para su diabetes. Iba acompañada de la misericordia de Dios y decenas de otros puertorriqueños tan angustiados como yo, dispuestos a hacer lo que fuera necesario para encontrar soluciones en medio del caos. No tenía idea de cómo llegaría a casa de mi madre ni como la encontraría en mi hogar de infancia en las afueras del pueblo de Carolina.

Solo llevaba la ropa que tenía puesta y planes específicos de estabilizar la salud de mi madre, encontrar a mi padre y asegurarme de que ambos estuvieran vivos y seguros. Mi madre regresaría conmigo fuera como fuera. Sin boletos de vuelta (todas mis reservaciones habían sido canceladas) le rogué a Dios y a la Virgen que iluminaran mi camino. Y así fue.

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La autora (a la izquierda) con su padre y su hermana en Puerto Rico tras el huracán. Foto: Nancy Agosto

La Divina Providencia me guió en el aeropuerto de Nueva York a dos nobles boricuas que estaban en las mismas que yo y que ya tenían un auto reservado en San Juan para llegar hasta el lado sur de la isla en busca de sus padres ancianos. Ellos prometieron ayudarme. Luego de aterrizar, cargamos juntos nuestro pesado equipaje, ayudándonos en las caídas de nuestro extenuante viacrucis hasta la primera fila para rentar el auto.

Esperamos horas. La fila era larga y no había garantías. Cuando finalmente entramos al auto, suspiramos y dimos gracias a Dios por esta primera hazaña. Sin titubear, me llevaron a casa de mi madre. Allí la encontré en su pequeño balcón, sumida en la desesperanza y con los sollozos a flor de piel. Tan pronto me vio, rompió en un llanto que nunca podré olvidar. Me despedí de mis nuevos compañeros del camino que partieron rumbo a Salinas, al sur de la isla. Nos habían dicho en el aeropuerto que el mar se había llevado todo. Nos echamos la bendición y nos dijimos hasta luego.

Los próximos días fueron de acción continua. Desde asistir a mi madre con sus medicamentos hasta llegar a donde mi hermana y mis sobrinos en el pueblo de Canóvanas, que sufrió graves danos bajo las corrientes del Rio Grande de Loíza y buscar hielo cada mañana y atardecer para mantener la insulina refrigerada. Para todo había una fila de horas. Cocinabamos salchichas enlatadas en una pequeña hornilla conectada a un recipiente de gas propano y las comíamos con el pan que una repostería vendía a los primeros en llegar al amanecer de Dios.

A la tenue luz de una pequeña linterna y con un radio de baterías a mano, nos manteníamos conectadas con el mundo del exterior cada noche a través de la única estación de radio que informaba fielmente un recuento actualizado de los desastres y las condiciones de seres amados con nombre, apellidos y dirección del barrio. Vitoreamos juntas las buenas noticias y rogamos por aquellos que no lograron sobrevivir los embates o lo perdieron todo.

Conocí extraños que se convirtieron familia en mis viajes a un Burger King que abría en las mañanas con alimentos limitados y corriente eléctrica suficiente para cargar celulares por quince minutos a la vez. Allí me hice amiga de Tony Damiani, de 27 años, quien necesitaba medicamentos específicos para su hígado trasplantado. Le quedaban 10 días de medicinas y su farmacia no estaba operando. Él y su madre Alicia se convirtieron en inseparables compañeros que cada noche venían a la casa a ver que nos hacía falta y a compartir lo poco que tenían con nosotras.

Tony estaba desesperado por irse con sus familiares en Estados Unidos pero no tenía la seguridad de que los acogieran en sus hogares por lo serio de su condición. Yo le prometí buscar un medio de sacarlo de la isla pronto.

Regresamos al principio de mi historia después de la noche interminable de balazos y temor en la que empaqué la poca ropa que pude para mi madre y llené el baúl del auto alquilado con todas las provisiones que mi madre había almacenado.

Recibí aviso de mis familiares en California y Nueva York de que había dos boletos confirmados en el avión hacia Atlanta, uno de cuatro que saldrían ese 29 de septiembre. Sin pensarlo dos veces, nos fuimos a las casas de los más necesitados repartiendo galones de agua para tomar, pan, alimentos enlatados y las últimas meriendas y medicinas que yo había traído. Terminamos la ronda en un refugio a una cuadra de nuestro hogar, donde dejamos dulces para los niños y ropa.

Cada minuto contaba. En el aeropuerto, después de entregar el auto, esperamos por dos horas para recibir nuestros boletos de abordaje con la amarga sorpresa de que eran solamente de lista de espera. Nos llevaron a la salida de abordaje con mi madre en silla de ruedas en medio de un agobiante calor y cientos de otros pasajeros que también llevaban horas esperando vuelos cancelados.

Las seis horas que esperamos sin saber si nos iríamos fueron horas infernales. Finalmente, mis familiares lograron confirmar nuestros asientos pre-asignados que se habían perdido entre la confusión del momento y el dinero en efectivo que ofrecían los pasajeros desesperados por salir.

Cuando entramos al avión y nos sentamos, vi el resplandor de un nuevo día en un momento agridulce. Atrás quedó mi amada hermanita y mis sobrinos sin electricidad o agua pero con el espíritu de lucha para seguir adelante en medio de lo incierto.

También dejé en la montaña a mi papito adorado, quien decidió quedarse en su casa y reconstruir su hogar en medio de su amado bosque sin hojas.

Con ellos y con todo mi pueblo queda mi corazón que canta sin cesar las coplas que escribió con el alma el gran compositor Noel Estrada en 1943. “Adiós, Borinquén querida. Adiós, mi diosa del mar. Yo ya me voy, pero un día volveré, a buscar mi querer, a soñar otra vez en mi Viejo San Juan”…

 

Nota: Al cierre de esta edición, logré encontrarle un vuelo humanitario a Tony y su madre en una avioneta Cessna que llevaba gente con necesidades médicas. No pudieron partir porque ninguno de sus amigos o familiares le pudieron ofrecer albergue en la Florida.