Rayando el mediodía del jueves 19 de octubre aterrizamos en San Juan. Fue uno de esos vuelos que promueve la oración entre los viajeros: fue una turbulencia constante desde Queens hasta el Viejo San Juan. Cuando el avión comenzó su descenso en San Juan, dos detalles saltaban a la vista: la grisura de la vegetación y el azul radiante de los techos. El huracán María se había llevado las hojas y las tejas. Los árboles desnudos y las casas cubiertas con carpas plásticas eran el nuevo rostro de San Juan desde la inquieta comodidad del avión.
Fuimos directamente del aeropuerto a la sede de Cáritas Puerto Rico. (Catholic Charities es parte de la organización Cáritas Internacional). Un mes después del desastre, la destrucción era evidente en todas partes. Cualquiera habría pensado que el ciclón había asolado la ciudad la noche antes.
Cuando llegamos a Cáritas ya estaban sirviendo la segunda ronda de almuerzos del día para los afectados por el huracán. Desde el huracán, Cáritas Puerto Rico ha estado ofreciendo almuerzos preparados, alimentos para cocinar en casa, ropa, atención médica, consejería y ayuda financiera a los necesitados.
El padre Enrique Camacho, director de Cáritas Puerto Rico, tiene el talante de un maestro de matemáticas y trata de hacerte creer que no está haciendo nada extraordinario. Pero es evidente que a cada minuto está resolviendo cinco problemas diferentes con una sonrisa que nunca se borra de sus labios. No le interesa hablar sobre quién es responsable por nada de lo que ha salido mal en Puerto Rico o por qué el gobierno no estaba mejor preparado para una catástrofe. Resolver el problema ahora y agradecer profusamente a cualquiera que ayude a resolverlo son sus únicas ocupaciones.
Al final de nuestra visita conversamos con una joven contadora que ha trabajado con Cáritas Puerto Rico por tres años. Le pregunté si había sido afectada por el huracán. “Lo perdí todo. El huracán se llevó el techo de mi casa y la lluvia destruyó todo”.
“Entonces, ¿dónde estás viviendo?”, le pregunto. “Allí mismo”, dice. Hace diez días le entregaron una carpa para tapar la casa. Antes de eso, dice, “estábamos durmiendo literalmente bajo las estrellas”. En la casa viven su madre, su hermana gemela y dos sobrinos de 2 y 3 años de edad.
¿Cómo es posible que vaya a trabajar cada día a Cáritas en esas circunstancias? “Porque sé mejor que nadie lo que esta gente está pasando: yo estoy en la misma situación. Por eso sé que me necesitan. Sé que esto es lo que Dios me pide hacer ahora”.
El tercer día, Mons. Mario A Guijarro, párroco de San Pedro Mártir, en Guaynabo, y capellán de la Orden de Malta en Puerto Rico, nos lleva a una de las áreas más afectadas, Punta Santiago, un pequeño pueblo playero a 40 millas de San Juan. La parroquia de Nuestra Señora del Carmen, la única iglesia católica del pueblo, es un edificio chato y gris. El papa Francisco ha dicho que deseaba que la Iglesia fuese como un hospital de campaña. Aquí esa frase no es una metáfora, sino la descripción exacta de la parroquia.
La iglesita se ha convertido en una especie de comando central de ayuda a damnificados. Cada día preparan y distribuyen 250 almuerzos que provee también la Orden de Malta, así como alimentos para cocinar en casa, medicinas y productos de aseo y limpieza.
Hallamos la nave central del templo convertida en consulta médica y de quiropráctica. En el patio hay una cocina donde estaban preparando el almuerzo, en el garaje estaban repartiendo agua embotellada y alimentos enlatados a los afectados por el huracán, que en este pueblo quiere decir todo el mundo.
Al mismo tiempo un grupo de jóvenes se preparaban para ir a limpiar casas con dos religiosas de las Hermanas del Salvador que habían venido desde San Juan para ayudar ese fin de semana. La atmósfera era de alegría; una alegría que sería difícil explicar o entender, pero que allí era imposible no sentir.
El padre José Colón, párroco de Punta Santiago, nos contó la historia del “milagro”: “Cuando llegué aquí después del huracán, parecía que había caído una bomba atómica. Y la gente decía que había ocurrido un milagro en Punta Santiago: ninguna de las imágenes de santos de la iglesia había sufrido daño alguno. Pero yo digo que el verdadero milagro ha sido esta experiencia religiosa, este encuentro con Cristo que hemos visto después del huracán. La gente está más unida, nos damos las manos, nos sentimos más como hermanos.
La destrucción que ves en todas partes, las estadísticas que lees —90% de la isla sin electricidad, 25% de la población sin agua potable— y las historias que oyes sobre la corrupción y la incompetencia de las autoridades te hacen temer lo peor para Puerto Rico. Pero las personas que encuentras y la fe y la generosidad que experimentas te permiten recuperar la esperanza.
Cuando visitamos a monseñor Roberto González, el arzobispo de San Juan, el dolor y el cansancio del último mes se reflejaban en su rostro. Le pregunté cuáles eran temores y esperanzas para el futuro. “En primer lugar, yo no tengo temores respecto al futuro. Estoy confiado porque he visto cómo nuestro pueblo se ha unido después del huracán”.