Caminando con los inmigrantes

Abordar el sufrimiento humano innecesario: la inmigración hoy en día

*Por Mons. Nicholas DiMarzio, Obispo emérito de Brooklyn

Mons. Nicholas DiMarzio es obispo emérito de la diócesis de Brooklyn, N.Y. Escribe la columna “Walking With Migrants” para Catholic News Service y The Tablet. (OSV News photo/courtesy DeSales Media Group)

En los más de 30 artículos que he escrito en los últimos tres años, he hablado desde la perspectiva de una persona con un doctorado en trabajo social, concentrándome en el estudio de la migración. Mi tesis doctoral trató sobre la investigación de la migración indocumentada tal como se experimentó en la década de 1970.

Hoy, sin embargo, hablo más como teólogo moral centrado en la doctrina social católica, cuyo principio fundamental es la dignidad de la persona humana. Hace más de 30 años, los obispos católicos de Estados Unidos publicaron una descripción sucinta de la doctrina social católica sobre la migración. En primer lugar, toda nación tiene derecho a defender sus fronteras. En segundo lugar, al mismo tiempo, toda nación tiene la obligación de acoger a los migrantes cuando sea necesario para promover el bien común internacional.

Aunque pueda parecer un reto, una nación debe comprometerse con los principios morales para ayudar a definir sus políticas sociales, ya que los principios morales han ayudado a determinar cómo, como seres humanos, nos relacionamos unos con otros. Con más de 50 años de experiencia, primero como párroco, luego como trabajador social en Caridades Católicas en la Arquidiócesis de Newark, seguidos de seis años en la Conferencia de Obispos de EE. UU. como director del Programa de Migración y Refugiados, y fundador de la Red Católica de Inmigración Legal, Inc. (CLINIC; por sus siglas en inglés), la mayor organización de apoyo legal del país, he sido testigo de primera mano de la importancia de tales consideraciones éticas.

Ahora, después de 27 años como obispo, puedo decir que nunca he visto una experiencia tan deplorable e innecesaria de sufrimiento humano causada por un sistema político disfuncional.

Las deportaciones masivas son innecesarias. Por supuesto, los delincuentes convictos que son una amenaza para nuestras comunidades deben ser deportados, pero no sin el debido proceso. Sin embargo, debe respetarse la dignidad de todo ser humano, especialmente la dignidad del trabajador. Nuestra nación no está exenta de culpa porque hemos utilizado mano de obra indocumentada para llenar los vacíos en nuestro mercado laboral durante al menos los últimos 50 años.

Los trabajadores indocumentados trabajan en la construcción, en el sector de servicios, en la agricultura y en casi todas las demás áreas en las que los trabajadores estadounidenses se niegan a trabajar, incluso cuando están disponibles. Estos trabajadores a veces son explotados. Aunque pagan impuestos y contribuyen al sistema de la Seguridad Social, no pueden acogerse a la Seguridad Social ni a muchos programas federales de servicios sociales.

Sin duda, es un llamado a la conciencia de nuestra nación que debemos cuestionarnos a nosotros mismos para ver cómo tratamos a los extranjeros entre nosotros, como nos recuerda el Antiguo Testamento. Se han realizado varios esfuerzos para rectificar la situación, como la Ley de Reforma y Control de la Inmigración—el programa de legalización de 1986. Sin embargo, dado que esa legislación no era integral, simplemente facilitó la migración indocumentada continua. La migración indocumentada es beneficiosa para algunos sectores del mercado laboral y las empresas, pero perjudica a los migrantes, que trabajan en condiciones precarias por salarios inferiores a los del mercado.

El actual estancamiento político nos ha llevado a un punto en el que somos incapaces de negociar eficazmente cuestiones relacionadas con la historia de la inmigración en Estados Unidos. No puede ir peor, casi tan mal como la restricción racista de la migración en 1924, que ha sido aclamada como la pausa necesaria para evitar que los inmigrantes considerados indeseables lleguen al país.

Afortunados fueron aquellos cuyos antepasados llegaron antes de esa fecha, como los míos. Antes de 1924, casi todos los inmigrantes sanos y sin discapacidad podían inmigrar a los Estados Unidos si tenían un pariente o amigo como patrocinador, que garantizara que no se convertirían en una carga pública.

El final no está a la vista. Lo que hizo grande a Estados Unidos fue la migración, y sin ella, es posible que nunca volvamos a alcanzar la grandeza.

Existen otras soluciones a los problemas inherentes que causa la migración. Nuestra inteligencia y recursos como nación podrían sin duda resolver casi todos ellos. Los constantes gestos humanitarios de nuestra nación nos han hecho grandes: cuando acogimos a refugiados, cuando aceptamos a solicitantes de asilo y cuando concedimos el estatus de protección temporal a personas que huían de la persecución y de condiciones adversas en sus países de origen.

Todos estos gestos humanitarios nos han dado la grandeza que podemos llamar nuestra. La grandeza no es sinónimo de riqueza. El liderazgo moral entre las naciones crea la verdadera grandeza.

Mariann Edgar Budde, prelada anglicana, demostró recientemente su valentía moral al confrontar al presidente Trump con la verdad el día de su investidura. Nuestro Santo Padre, el papa Francisco, en una carta a los obispos estadounidenses, elogia los esfuerzos de muchos obispos y otras personas para hacer frente a esta crisis. El comentario más profético de su carta fue: «Lo que se construye sobre la base de la fuerza, y no sobre la verdad de la igual dignidad de todo ser humano, empieza mal y terminará mal».

«La Fortaleza América» no es un país que vaya a alcanzar la grandeza si pierde su conciencia moral. Ninguna nación puede sobrevivir y merecer un lugar entre la familia de naciones sin respetar la dignidad humana básica. Esperemos que cambiemos de rumbo y aprendamos esta lección antes de que sea demasiado tarde.