Mi esposo fue taxista durante doce años. Una noche después de su trabajo, a la entrada de la casa, un hombre lo apuntó con un revólver pidiéndole que le entregara el dinero. Al día siguiente, mi esposo, lleno de impotencia, coraje y frustración, me dijo: “Voy a pedir un permiso para portar un arma”.
Me quedé fría de estupor. “Esa no es la mejor solución. La violencia sólo trae violencia; es posible que con esa misma arma te maten a ti”. Recuerdo, como si fuera ayer, que lo consulté con el sacerdote de mi parroquia, y él me dijo sabiamente: “No, Teresa, no accedas a poner un arma en las manos de tu esposo.” No lo hizo, y encontró una buena opción para evitar ser atacado de nuevo.
Han pasado muchos años desde entonces. Ya trabajando como maestra de escuela secundaria viví experiencias de violencia con estudiantes que llevaban armas a las escuelas. La solución fue la implementación de detectores de metal, y el aumento de más agentes de seguridad.
Recuerdo la masacre de Columbine H.S. en el año 1999. Me marcó el alma. A esa masacre se le han ido sumando otras, y otras. Las lágrimas de dolor y de impotencia han marcado no sólo mi corazón de mujer, madre y maestra; sino el corazón de todo un país que ha llorado una y otra vez la muerte de seres queridos, de todas las edades, a manos de personas que de una u otra forma han tenido acceso a las armas.
La última masacre, en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas de Parkland, en Florida, ha revivido las heridas pasadas; han aumentado los sentimientos de impotencia al escuchar siempre que se va a hacer algo, y no se hace nada. ¿Será que nos hemos anestesiado el alma? ¿Será que ya se hizo rutinario decir: “Lo siento, voy a orar por ustedes”?
Dice nuestro Catecismo de la Iglesia Católica, que el pecado es personal; “pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos: participando directa y voluntariamente; ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; protegiendo a los que hacen el mal” (artículo 1868).
Y añade: “Las «estructuras de pecado» son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un pecado social”.
El papa Juan Pablo II hizo la siguiente definición de pecado social en la exhortación apostólica Reconciliación y penitencia de 1984: “Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, o contra la integridad física de alguno (…) La Iglesia… sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales”.
Atacar, sanar y restaurar la raíz del pecado es la solución. Ah, pero las raíces son extensas. Por una parte, tenemos las enfermedades mentales; por otra, la violencia y falta de amor en los hogares; por otra, y la más grande, según mi criterio, es el acceso a las armas y la ambición y apego al dinero que su venta proporciona. Dice Jesús en Mateo 15:19 que “del corazón provienen los malos pensamientos”; y San Pablo nos dice en la Primera Carta a Timoteo, 6,10 que la raíz de todos los males es el amor al dinero.
Si mi esposo, en su enojo y frustración, hubiera optado por adquirir un arma, la siguiente ocasión que lo volvieron a asaltar —ya en otra circunstancia— habría cambiado la historia de nuestras vidas.
¿Qué estoy haciendo yo, en el medio en que vivo, para ayudar a identificar y sanar las raíces que causan y nutren la violencia? ¿Nos amamos o nos armamos?