Columna del editor

Colombia y Venezuela: esperanza y temor

Durante la última semana de agosto estuve en Bogotá, Colombia, para la celebración del Jubileo Extraordinario de la Misericordia en el Continente Americano. En el evento participaron más de 300 obispos, así como sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de todo el continente, desde Argentina hasta Canadá.

Los que participamos podemos estar agradecidos a la Pontificia Comisión para América Latina por unir en una misma celebración a todos los países de América, desde el Polo Norte hasta el Polo Sur. Fueron cinco días de una agenda sin pausas: las sesiones comenzaban a las siete de la mañana y terminaban después de las nueve de la noche. Pero la calidad de las exposiciones, la experiencia del encuentro y la precisión de la organización justificaron ese ritmo de inmisericorde.

Tanto en las discusiones formales como en las conversaciones personales, el tema recurrente fueron dos países: Colombia, donde firmaba en esos días el acuerdo de paz; y Venezuela, a la espera de una gran marcha para pedir el revocatorio. En la celebración del Jubileo de la Misericordia se habló también de los riesgos de la paz y del precio de los conflictos sociales y la guerra.

Colombia

“Todo el mundo quiere la paz, pero no todos creen en este proceso.” Esa frase, en todas sus variantes posibles, fue la que escuché decir a obispos y taxistas, teólogos y vendedoras ambulantes, religiosas y policías.

dsc_0011
Juan Manuel Santos, presidente de Colombia: “Estamos terminando, por fin, la larga noche de dolor y de violencia”. Foto: Jorge I. Domínguez-López

Tras más de medio siglo de guerra, los colombianos están cansados… y reacios a la esperanza ingenua. Un obispo colombiano, de una diócesis con fuerte presencia guerrillera, me dijo: “Tenemos miles de hombres y mujeres en la guerrilla que sólo saben de armas, de violencia y de tráfico drogas. ¿Cómo se van a integrar a la sociedad? ¿Y qué va a pasar cuando no logren integrarse?”

Me habló también de los niños secuestrados por la FARC y obligados a convertirse en guerrilleros, entrenados para matar bajo amenaza. Me contó de las niñas secuestradas y violadas por los guerrilleros. Me cuenta el horror de los abortos forzados en plena selva, de los años de abusos sexuales y terror a los que han sido sometidas. “¿Qué va a pasar cuando en la tienda de la esquina se encuentren el padre de un menor secuestrado y el guerrillero que lo secuestró?”, me dijo el obispo.

Las dudas son legión, y no nacen, en su mayoría, de un mezquino deseo de venganza. A muchos los motiva el espanto moral ante los crímenes que quedarán impunes, tanto de los guerrilleros como del Ejército y las Autodefensas de extrema derecha.

El mismo obispo, que declinó cortésmente una entrevista formal, me recordaba que el acuerdo con las FARC no incluye al FNL, que seguirá sobre las armas. Se teme que muchos miembros de la FARC que no aceptan el acuerdo de paz se pasen entonces al FNL. Se teme también que el FNL y grupos de narcotraficante sin disfraz político ocupen los territorios que la FARC abandonará tras los acuerdos de paz.

Y sin embargo, la alternativa es optar por una guerra eterna. Los colombianos lo saben también, y medio siglo de violencia parece ser una pesadilla que pocos quisieran continuar.

El presidente Juan Manuel Santos participó en la sesión inaugural de la celebración del Jubileo en Bogotá. En su inspirado discurso, afirmó: “Estamos terminando, por fin, la larga noche de dolor y de violencia”. “Necesitamos decidir entre el miedo y la esperanza”. Y uno no puede más que desear el triunfo de la esperanza, aun sabiendo de su precio y sus riesgos.

“Hacer la paz es firmar el acuerdo, pero construir la paz es construir un país nuevo”, nos dijo el Cardenal Rubén Salazar, arzobispo de Bogotá, hace unos meses en este periódico. Cualquiera sea el resultado del referendo el 2 de octubre, los colombianos tienen una inmensa tarea por delante.

Venezuela

Venezuela fue el otro tema dominante en el encuentro de Bogotá. La entrevista que hice al Cardenal Jorge Urosa, arzobispo de Caracas (y que publicamos en esta edición), resume bien los temores y las esperanzas de la Iglesia en esa nación.

La situación es desesperante. El gobierno venezolano actual tiene el rechazo de casi un 80% de la población del país. La nación está en ruinas. La gente pasa cuatro o cinco horas bajo el sol para comprar alimentos y luego regresa a casa para sufrir largosapagones.Lacriminalidad alcanza niveles de vértigo.

Ante esa situación, el recurso del gobierno ha sido atrincherarse en un discurso cada vez más agresivo y divorciado de la realidad. Y actuar como si no existiera en el país otra ley que no fuera la de su propia voluntad. Muchas instituciones democráticas han sido reducidas a meros instrumentos del poder.

La Constitución del país permite organizar un referendo revocatorio. El gobierno sabe que lo perdería y, por tanto, se niega a hacerlo antes de enero de 2017, pues tras esa fecha conservaría el poder aunque perdiera en las urnas. De paso, tampoco parece probable que se celebren las elecciones de gobernadores que la ley estipula que se celebren este año.

Mientras el marco constitucional se desmorona, el gobierno parece decidido a dar sólo dos opciones a sus opositores: la dictadura o el caos o, peor, la guerra civil.

“El gobierno no es amigo ni de los encuentros ni del diálogo”, nos dijo el Cardenal Urosa. Y los hechos parecen darle la razón a diario.

El gobierno venezolano, de hecho, ha excluido a la Conferencia Episcopal Venezolana de cualquier diálogo con la oposición.

Venezuela se debate hoy entre un orden social precario y una situación económica y social desesperante. Colombia entre una guerra eterna y la opción de una paz complicada.

En ambas naciones la Iglesia ha estado acompañando a los náufragos —los de la guerra colombiana y los del caos venezolano. Los obispos de ambas naciones han sido blanco de críticas que recuerdan el viejo refrán: “Palos porque bogas y palos porque no bogas”. Pero ni unos ni otros parecen amedrentados por la incertidumbre del presente ni por los retos que el futuro les promete.