En el actual debate sobre la moralidad, la cuestión de la relación entre conciencia y verdad [o, en otros términos, entre Conciencia y Ley moral] se ha convertido en el punto crucial de la discusión. En este debate – que lleva decenios – entran una serie de conceptos: libertad y norma (moral), autonomía y heteronomía, autodeterminación y determinación desde el exterior mediante la autoridad [Ley moral]. Nadie discute que siempre se debe seguir el dictamen claro de la conciencia, o, por lo menos, que no se puede ir contra él. Pero la cuestión es si el juicio de la conciencia es infalible. Si así fuera, querría decir que no existe ninguna verdad, por lo menos en materia de moral y religión. Puesto en términos más sencillos: ¿basta con la conciencia o es necesario que la misma se deje iluminar por la Ley moral [natural o positiva] y por el Magisterio?.
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No se me oculta que, para el hombre moderno, que piensa a partir de la contraposición entre autoridad y subjetividad, la conciencia expresa la libertad del sujeto [máximo valor hoy en día], mientras que la autoridad aparece como un límite, una amenaza…o hasta una negación de la libertad. Sin embargo, no es función de la conciencia determinar la verdad, sino abrirse a ella para fundar sobre la misma el juicio moral, y obrar en consecuencia. Basta con acudir al Salmo 18 b para descubrirlo. Allí, en el versículo 13, escribe el salmista “¿quién conoce sus faltas? absuélveme de lo que se me oculta”.
No se puede identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certidumbre subjetiva de sí mismo y del propio comportamiento moral; mucho menos dejarse llevar por las concepciones actualmente en boga en las modernas sociedades pluralistas de occidente. Ello puede derivar en una falta de autocrítica, en una incapacidad de escuchar las profundidades del espíritu.
El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, de un Dios que es Logos [palabra, verdad] y Ágape [amor]. En esta realidad está asentado, por así decirlo, su destino: hay en él una tendencia a buscar a Dios que es Verdad subsistente y, al mismo tiempo, amor misericordioso. En Jesucristo, Verbo [Logos] encarnado y expresión humana de la misericordia infinita del Padre, encuentra la Verdad que busca, aunque no lo sepa, en la medida en que busca la felicidad. Cristo, hombre-Dios, en su muerte y resurrección, cargó con los pecados de todo el mundo, venció a la muerte, y nos prometió la vida eterna. Este es el principal contenido de la fe cristiana, el que Jesús confió a la Iglesia, especialmente a los Apóstoles, para que predicando lo difundieran por todo el mundo. La Iglesia, en consecuencia, recibió la autoridad de difundir, custodiar y determinar dónde está la verdad, tanto en materia dogmática como moral; de ahí la autoridad de su magisterio.
En un mundo en que la verdad está ausente y que se sostiene mediante el compromiso entre exigencias del sujeto y exigencias del orden social se comprende la necesidad de un criterio objetivo, de la Ley moral, para formular un juicio de conciencia que lleve a actuar correctamente. Entre los dos elementos en tensión: conciencia y autoridad (Ley moral) el término medio que asegura la conexión es la verdad. La conciencia significa la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo y, en este sentido, es la superación de la mera subjetividad en el encuentro indispensable entre la interioridad del hombre y la verdad procedente de Dios.
La conciencia debe obedecer más a la verdad [incluso si se descubre en pecado] que a su propio gusto, incluso al enfrentamiento con sus propios sentimientos y con los vínculos de amistad y de una formación común. En este sentido vale – en la jerarquía de las virtudes – anteponer la verdad sobre la bondad. Ambas – como ya lo hemos dicho – están en estrecha relación: Veritas in caritate [verdad en la caridad] y caritas in veritate [caridad en la verdad]. Ser cristiano hoy significa – literalmente – ir contracorriente. Un cristiano de verdad, auténtico y coherente en su fe y en su vida, nunca comprará el consenso, el bienestar, el éxito, la consideración social, la aprobación de la opinión dominante, si el precio es la verdad que resuena en su conciencia.
En un momento en que se quiere imponer por la fuerza, el “big reset” y el “nuevo orden mundial”, surgidos del foro de Davos; frente a la multitud de ideas más o menos mezcladas con el cristianismo que circulan fuera y dentro de la Iglesia y que desconciertan a los cristianos acerca de la verdad, es más necesario que nunca volver a lo esencial: al Evangelio, a Jesucristo el Hijo de Dios que es la Verdad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es importante formarse dentro de la familia hoy tan atacada y decidir: “yo soy un discípulo de Jesucristo o no”. Esto es especialmente importante ante este mundo del relativismo, que impone la ideología de género y que, en fondo, busca “el pensamiento único”. Todos tienen que pensar igual y, los que no lo hacen, son automáticamente segregados, excluidos, ridiculizados, etiquetados como conservadores o fundamentalistas.
La alianza que se ha producido entre el marxismo y el liberalismo ha dado – nuevamente – prioridad al grupo por sobre el individuo. Hoy están los así llamados “colectivos” como LGBTQ+ que son los que “hacen ruido” y pretenden imponer su ideología nefasta a toda la sociedad. Tampoco aquí el individuo cuenta; importa el grupo y la pertenencia al mismo. Ello hace que muchos cristianos – especialmente los jóvenes, pero no solo ellos – teman dar claro testimonio de sus convicciones. Temen ser rechazados, excluidos, ridiculizados y por eso muchas veces callan frente a los disparates en boga; y esto sucede no solo con la fe revelada sino aun con el derecho natural cognoscible por la sola razón. Más aún, es fundamental practicar una nueva apologética, dando a todos razón de nuestra esperanza y de nuestra fe, argumentando a partir de la razón, de la filosofía, porque si lo hacemos solo desde la fe nos eliminan más fácilmente.
Cuanto llevamos dicho no hace sino poner de relieve una lucha, desde los albores del postconcilio, entre quienes afirman que hay cosas “intrínsecamente malas”, es decir que, objetivamente son inaceptables [por ejemplo matar, como se hace en el aborto; el matrimonio de personas del mismo sexo; la Educación sexual integral, cuando no respeta la naturaleza sino que impone la pornografía] y quienes, por el contrario, niegan toda objetividad argumentando que esa sería una heteronomía que atenta contra la libertad. La aceptación de la existencia de principios y conductas “intrínsecamente malos” divide a los teólogos moralistas en un enfrentamiento que lleva decenios, aparentemente, sin solución. San Juan Pablo II ha abordado ampliamente esta realidad en su Encíclica Veritatis Splendor pero, para quien niega la autoridad del Magisterio pontificio, esto no tiene ningún valor.
En realidad, el origen de esta disputa, excede el plano de la teología, para hundirse en el más profundo de la metafísica, hoy denostada por la razón positivista. La moral está ligada al bien, porque el bien es el objeto propio de la voluntad y el bien, a su vez, está vinculado a la verdad y ésta al ser. En la metafísica clásica “ser”, “verdad” y “bien” coinciden. Al haber hecho desaparecer a Dios del horizonte racional y cultural se ha perdido la realidad de la creación, de la existencia del hombre como don, de la noción de naturaleza y de ley natural. Este fundamento metafísico que reconoce a Dios como el Ipsum esse subsistens [ el ser subsistente por si mismo] es el que constituye el fundamento último de la ética que sostiene la moderna sociedad democrática y pluralista de occidente.
Para concluir digamos todavía otra vez: los cristianos, la Iglesia, debemos volver a lo esencial, a Jesucristo, que es la Verdad [Logos, en griego] y ser, individual y comunitariamente, discípulos y misioneros de su Evangelio.