BROWNSVILLE, Texas—. Cuando uno sale de la terminal del aeropuerto en Brownsville, Texas, inmediatamente se da cuenta de que no necesitará un secador de pelo. Hay 98°F (37°C) de temperatura y el clima es ventoso. Esperar tu Uber afuera es como estar atrapado detrás de la turbina de un avión.
El auto llega. Está destrozado y maloliente, pero María es probablemente la conductora más informada en el Valle del Río Grande. En nuestro camino a McAllen nos lleva a dos de los centros de detención donde mantienen a niños indocumentados. El primer edificio era una tienda de Walmart y el segundo una clínica. Las puertas están cerradas y las únicas personas afuera son los guardias.
Esta imagen podría ser una metáfora de toda la situación. Todo el mundo sabe que hay una crisis, muchas personas temen las consecuencias, pero nadie parece conocer los detalles reales o las posibles soluciones para el problema.
Si bien la separación de las familias es el tema de la portada de los periódicos, se está produciendo otro drama en estas ciudades fronterizas. Durante muchos años, las personas en ambos lados de la frontera formaron una gran comunidad interconectada. Cerca del 85 por ciento de la población de McAllen es hispana y hay miles de familias que han vivido aquí durante décadas indocumentados.
María, nacida en Estados Unidos de familia hispana, nos dice que va con sus amigos a la playa del lado mexicano porque el agua es allí más agradable. También visita a sus familiares en Progreso o Matamoros regularmente. Más tarde, la joven recepcionista del hotel nos dirá que compra sus medicinas y cremas en México porque allá son más baratas. “Todo el mundo lo hace”, dice.
Pero las cosas están cambiando. La violencia en el lado mexicano ha aumentado exponencialmente durante los últimos años debido a la creciente presencia de cárteles de la droga que se disputan el territorio. Y ahora cruzar la frontera para regresar a casa se ha convertido en una tragedia para los ciudadanos estadounidenses y es una barrera mucho más difícil de franquear para los mexicanos que intentan venir a Estados Unidos en busca de asilo o trabajo como inmigrantes indocumentados.
En la parroquia de San Juan Bautista
El sábado por la tarde fuimos a misa en la Iglesia de San Juan Bautista, una parroquia en el pueblo de San Juan, a diez millas de la frontera con México. Es un edificio moderno, de sólida presencia construido en el estilo de las misiones españolas. La iglesia anterior fue destruida en 1970 cuando un avión pequeño que iba volando a baja altura chocó contra el edificio durante una misa concelebrada por 50 sacerdotes y prendió fuego al edificio.
En su homilía, el pastor, el padre Alfonso Guevara, habló sobre las recientes inundaciones, la crisis de inmigración y el tiroteo en las oficinas del periódico Capital Gazette de Baltimore. Para todos los desafíos que la vida nos lanza, dijo, hay una respuesta cristiana.
En una conversación antes de la misa, Fr. Guevara nos explicó cómo la crisis de inmigración está afectando a su parroquia. El drama en la frontera ha cambiado las vidas de muchos de sus más fieles y antiguos feligreses.
“Hay mucho miedo. Entre nuestros feligreses, no sé cuántos no tienen documentos. Pero están trabajando, tienen todo tipo de negocios, pagan sus casas, tienen autos, etcétera. Ahora tienen que conducir sin licencia porque el estado de Texas y las leyes de inmigración han exigido prueba de ciudadanía y todo eso para obtener esos documentos”, dice.
“Ayer una de mis amigas me llamó y tenía miedo porque una amiga la telefoneó diciéndole que estaban instalando puntos de control en la ciudad, en McAllen. Algunas personas están estableciendo redes para advertirse mutuamente. ¡Todo esto está pasando en la ciudad! Esas son las tensiones a las que nos enfrentamos a diario. Por eso podemos identificarnos fácilmente con las familias que han sido separadas de sus hijos. Llevamos tiempo pasando por esta pesadilla y es algo horrible”.
Cuando le preguntamos si había visto alguno de esos puntos de control, el padre Guevara admite que no, y que nadie que él conozca tampoco los ha visto. Pero el mero rumor, dice, produce sufrimiento y temor entre muchas familias.
“Conozco personas que han vivido aquí durante años y ahora tienen miedo de ir a recoger a sus hijos a la escuela”, añade.
“Les advertimos que ‘no firmen nada. Si los detienen o los arrestan porque no tienen documentos, no firmen nada’. Porque las personas tienen derecho aunque incluso eso está siendo impugnado por esta administración”.
David Jackson se mudó de Chicago al sur de Texas hace años y es feligrés de St. John the Baptist. Ha participado en protestas frente a los centros de detención. “Me preocupa que la gente se esté llevando una impresión equivocada. El Valle es un lugar seguro. Las personas que realmente están viviendo con miedo son algunos inmigrantes indocumentados que han vivido aquí hasta por treinta años y hoy están amenazados por la deportación”, dice.
Al hablar sobre la actual ola de inmigrantes indocumentados, dice que “no son delincuentes. Pueden haber algunos delincuentes, pero esos que cruzan el puente pidiendo asilo son personas que temen por sus vidas”.
Ana Hernández, una feligresa de origen mexicano, nació en el lado estadounidense del Valle. “Es triste que estén siendo separados”, dice. “Todo lo que quieren es asilo. Obviamente, han renunciado mucho al venir con sus hijos, para que luego los separen como a criminales. Estas madres y padres están dispuestos a viajar tan lejos con sus hijos buscando un lugar mejor, una vida mejor para ellos”.
Después de la misa nos subimos al automóvil y le preguntamos a nuestra chofer, Concepción, sobre la crisis. Ella nació en Estados Unidos. Sus padres vinieron de México hace muchos años. Dice que si bien la separación de las familias es un método cruel, es necesario. Según sus fuentes —un amigo que es agente retirado de la Patrulla Fronteriza— algunos de los niños son traídos a los Estados Unidos por personas que no son sus padres. En realidad son contrabandistas o miembros de mafias traficantes de personas, dice Concepción, y las autoridades estadounidenses deben asegurarse de que cada niño realmente viaje con sus verdaderas familias.
Pero la pregunta que se siguen haciendo millones de personas es cómo hacer cumplir las leyes de inmigración y proteger la frontera mientras se trata a cada persona como un ser humano.
“Entiendo que tenemos leyes”, dice Martha Hernández, “pero creo que la separación es la parte más difícil. No son criminales. Cuando uno se pone en su lugar, ¿cómo reaccionarían mis hijos? ¿Cómo reaccionaría como madre? Están buscando asilo, escuchémoslos. Vinieron aquí por una razón. Deben tener una razón de peso para poner en peligro sus vidas y las de sus hijos. No deberían ser tratados como criminales”.