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Crisis migratoria venezolana en Ecuador

En mi reciente visita a Ecuador pude constatar durante tres semanas el flujo de venezolanos que arriban al país. Cruzan Colombia, unos en ómnibus, otros pidiendo “cola”, “aventón”, en cualquier medio de transporte que les haga el favor, de tramo en tramo, otros caminando durante semanas, hasta llegar a Ecuador. Muchos siguen camino a Perú, o planean seguirlo; y otros se dispersan por todas las ciudades de la nación.

No quise regresar sin hablar con ellos, escuchar sus historias y acompañarlos de alguna forma en su doloroso peregrinaje. En Quito, antes de tomar mi vuelo de regreso, le pedí al taxista que nos llevara —a mi esposo, una de mis hermana y a mi— a un lugar del que se estaba hablando mucho: el Terminal Terrestre de Carcelen. En la ruta encontramos jóvenes venezolanos que corren en cada luz roja a ofrecer caramelos —el primer trabajo que encuentran—. Iba a bajarme y conversar con ellos, pero cuando vi sus rostros, agotados, hambrientos y ansiosos, le dije al taxista: “¡Vámonos, no podemos llegar con las manos vacías! Llévenos a un Supermercado a comprarles algo de comer”. Ellos contemplaron con tristeza como el taxi se alejaba, como si una esperanza más se les derrumbara.

Regresamos con 150 sándwiches. Uno de ellos, un joven con los pies heridos pero con el alma fuerte y decidida, nos recibió y nos dijo que iba a organizar el grupo en fila. Y así lo hicieron rápidamente. Comieron con ansia y pedían más. Como nos faltaron, mi hermana y mi esposo regresaron a comprar otros cincuenta sándwiches. El joven le pidió a mi hermana una bolsita de caramelos para revenderlos. Yo me quedé con ellos escuchando sus historias.

La mayoría son hombres y mujeres jóvenes, aunque también vienen familias con niños, con bebés en brazos, gente mayor, e incluso discapacitados. Encontré abogados, enfermeras, albañiles, técnicos… ¿Por qué salen de Venezuela? Todos responden lo mismo: “No hay comida, y la que hay, cuesta demasiado. Una huevera de cartón de treinta huevos vale cuatro dólares, y el sueldo básico mensual es de dos dólares. Esperamos encontrar trabajo y enviarle dinero a nuestras familias”. Me mostraron el dinero que llevan consigo, montones de billetes que no equivalían ni a un dólar. Un joven de 29 años me dijo: “Necesito $14 dólares para viajar a Lago Agrio, en el oriente ecuatoriano, allí tengo un amigo que me dijo que encontraré trabajo”. Una pareja, con un bebé en brazos, suplicaba por un pasaje a Manta, una ciudad de la Costa ecuatoriana, donde esperaban encontrar trabajo en la construcción. Diez jóvenes me dijeron que esa noche partirían al Perú. Una señora les había comprado el pasaje en bus. Otros treinta tenían boletos para viajar a Guayaquil. ¿Quién los espera?, les pregunté. “Nadie. Nos quedaremos en la terminal hasta conseguir trabajo”. Miré alrededor. Así llegan a una terminal de buses, levantan una carpa de plástico negro, tienden un manta y allí, en el suelo duro, recuestan sus cuerpos cansados.

El ministro ecuatoriano de Relaciones Exteriores, José Valencia, dijo que ante la afluencia masiva de más de cuatro mil venezolanos al día han declarado emergencia humanitaria en tres provincias de Ecuador: Carchi, frontera con Colombia; Quito, la capital; y El Oro, en la frontera con Perú. También el Viceministro de Movilidad Humana, Santiago Chávez, afirmó que se han estado preparando respuestas eficaces. Cuentan ya con albergues temporales, asistencia médica y protección policial.

Recordé la crisis migratoria en mi otra tierra, Estados Unidos. Durante mis primeros años de inmigrante le dije a una reportera que me entrevistó: “Los sueños y esperanzas se cumplen, si alguien nos tiende la mano”. La canción improvisada de Sergio, uno de los jóvenes que estaban allí, complementa la esperanza: “Adelante Venezuela, no te rindas nunca, es el inmigrante que te canta a una, con el Dios gigante, que no te quepa duda”.