Derecho y vida

Cuidado con los malos libros

La lectura espiritual ha hecho grandes santos. De hecho, muy instrumental para la conversión de San Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, es precisamente la lectura de libros que alimentan bien el espíritu. Es posible que ya conozcamos su historia, que sucedió hace 500 años.

El 20 de mayo de 1521, durante la Batalla de Pamplona, Iñigo López de Loyola fue alcanzado por una bala de cañón que le lastimó gravemente la pierna. La recuperación de la lesión le obligó a estar recluido en casa por un tiempo. Encontrándose sin muchas posibilidades y confinado a las cuatro paredes, fue llevado a la lectura espiritual. Solo habían dos libros disponibles. Uno trataba sobre la vida de Cristo y el otro era una colección de vidas de santos. La lectura de ambos libros le inspiró a ser generoso con su vida para servir a Dios y a su Iglesia.

Leer libros es muy bueno pero es necesario que tengamos siempre cuidado con el tipo de libros que leemos. Encuentro muy gráficas las palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer para ilustrar este punto: “Libros: no los compres sin aconsejarte de personas cristianas, doctas y discretas. Podrías comprar una cosa inútil o perjudicial. ¡Cuántas veces creen llevar debajo del brazo un libro… y llevan una carga de basura!” (Camino, n. 339).

En la Iglesia Católica, existe un sistema canónico que nos ayudará a saber qué libros pueden ser seguros para el intelecto o dañinos para el alma. Este sistema de control es muy útil a la hora de elegir qué libros utilizar en nuestra lectura espiritual. Esa es la institución canónica del “imprimatur”.

Como sistema de control, el “imprimatur” se remonta a la fundación de las primeras universidades europeas a mediados del siglo XIV. Las universidades católicas utilizaron este sistema para examinar libros y la doctrina que contienen. La primera norma general sobre imprimatur la dio León X (1513-1521) en un documento titulado Inter Sollicitudines. Tales normas se desarrollaron aún más con el tiempo hasta el pontificado de León XIII (1878-1903) a través de la Constitución Apostólica Officiorum ac Munerum.

La palabra “imprimatur” significa “imprímase”. El imprimatur se concede después de una revisión exhaustiva del texto que arroja una confirmación favorable de que el texto no contiene nada contrario a la fe católica. La revisión suele ser realizada por un censor de libros —censor librorum— o por un censor delegado —censor deputatus— que dará su aprobación mediante un permiso denominado “nihil obstat” que significa que “nada obstruye [su impresión]”.

En el caso de autores pertenecientes a un instituto religioso, sus superiores deberán dar su consentimiento mediante la declaración de “imprimi potest” o “imprimi permititur”, que significa que se permite imprimir. Sin embargo, la aprobación final sigue siendo responsabilidad del obispo de la diócesis a la que pertenece el autor o del obispo de la diócesis donde se publicará el libro.

La regla del imprimatur cumple la responsabilidad de los pastores de preservar la integridad de la fe y la moral de los fieles (cf. canon 823). Por otro lado, los lectores católicos, en general, deben ser responsables de su correspondiente obligación de mantener intacta su fe leyendo buenos libros y tener especial cuidado alejando los malos.

Teniendo nuestra fe católica como un gran tesoro, debemos hacer todo lo posible para salvaguardarla.