Afines del mes de junio, los restos del venerable Mons. Fulton Sheen fueron transferidos desde la Arquidiócesis de Nueva York a la Diócesis de Peoria, en el estado de Illinois. El traslado fue precedido por una larga batalla entre la diócesis donde Mons. Sheen trabajó como sacerdote y se convirtió en una personalidad de la radio y la arquidiócesis donde fue obispo auxiliar y donde se convirtió en una estrella de televisión. El hecho de que dos diócesis católicas hayan librado una batalla en los tribunales por los restos de un hombre que había muerto en olor de santidad puede parecer extraño, pero en realidad forma parte de una larga tradición.
Las reliquias —y los conflictos por la posesión de reliquias— han sido durante siglos una especie de “deporte católico”. Es un subproducto a veces embarazoso de una larga y bella tradición: la devoción por los santos y por personas que murieron con fama de santidad, aunque aún no hayan sido oficialmente reconocidas como tales por la Iglesia.
Por supuesto, los creyentes rezamos a los santos pidiendo su intercesión. Y estamos llamados a tenerlos como modelos de vida cristiana. Pero la devoción a veces puede llegar a excesos no siempre edificantes.
En su libro “El otoño de la Edad Media”, publicado en 1919, el historiador holandés Johan Huizinga ofrece varios ejemplos de estos excesos. En un capítulo dedicado a la devoción a los santos en la época medieval y, sobre todo, a la veneración y tráfico de reliquias, Huizinga nos habla sobre “los monjes de Fossanova, que, cuando Santo Tomás de Aquino murió en su monasterio, temiendo que pudieran sus reliquias les fueran arrebatadas, no dudaron en decapitar, cocer y preservar el cadáver”.
Como si cocinar cadáveres no fuera suficiente, abundaban también en la Edad Media otras formas de “profanación devota”. Según Huizinga, “[m]ientras el cadáver de Santa Isabel de Hungría estaba expuesto en ca-
pilla ardiente en 1231, una multitud de devotos llegó hasta el cuerpo y le arrancaron pedazos del lienzo que le cubría el rostro; le cortaron mechones de pelo y le arrancaron las uñas al cadáver”.
Los devotos obsesos con las reliquias no siempre tenían la paciencia suficiente para esperar a la muerte de quien consideraban santo para apoderarse de sus reliquias. En el 1000, según cuenta Huizinga, un grupo de campesinos de la región italiana de Umbría “quisieron asesinar a San Romualdo, el eremita, para garantizar que se quedarían con la preciosa reliquia de sus huesos”.
En fin, durante la época medieval la preservación y posesión de reliquias era tan importante que algunos devotos estaban dispuestos a cocer, cadáveres o asesinar a personas que consideraban santas. Sin embargo, durante esa época los católicos no siempre se peleaban por las reliquias de los santos. Las reliquias podían servir también como regalo en ocasiones importantes.
En “El otoño de la Edad Media”, Huizinga también nos dice que “en 1392, al rey Carlos VI de Francia, durante las celebraciones de una importante solemnidad, lo vieron repartir costillas de su antecesor, el rey San Luis de Francia: a Pierre d’Ailly y a sus tíos, los duques de Berry y Borgoña les dio costillas enteras; y a algunos prelados presentes les dio un hueso para que lo dividieran entre ellos, lo cual hicieron allí mismo después de la cena”.
La devoción en aquellos tiempos, por supuesto, era intensa y real, pero a veces se expresaba de manera totalmente inapropiada. La apasionada devoción por los santos, como nos muestra Huizinga, podía motivar a algunos a actos sacrílegos, macabros e incluso criminales. Mons. Sheen, a diferencia del rey San Luis de Francia o de San Romualdo, no vivió en la Edad Media. Por el contrario, Mons. Sheen fue un perfecto ciudadano del siglo XX. Fue la más famosa personalidad católica du- rante la época dorada de la radio y luego de la televisión. Su programa semanal de radio, que se transmitió cada domingo desde el año 1930 por más de dos décadas, se hizo tan popular que Mons. Sheen recibía habitualmente más de 3000 cartas de sus admiradores cada
semana. Con el inicio de la televisión a fines de los años cuarenta, el programa se comenzó a transmitir en el nuevo medio y la popularidad de Mons. Sheen se hizo aún mayor. El total de cartas aumentó a unas 8,000 a la semana. Al momento de su muerte en 1979, muchos consideraban a Mons. Sheen no solo “el primer televangelista”, como lo han llamado algunos especialistas, o como el sacerdote católico más popular de Estados Unidos, sino también un santo.
Y a pesar de que su popularidad y relevancia se debieran en buena medida a su presencia en los medios de comunicación del siglo XX —la radio y la televisión—, Mons. Sheen era católico, lo que automáticamente lo convierte en parte de una tradición dos veces milenaria. La historia reciente de la batalla en las cortes de justicia por sus restos nos hace recordar de alguna manera lo que Huizinga nos cuenta en su libro sobre las “guerras por reliquias” de la Edad Media. También nos recuerda que la devoción católica por los santos y sus reliquias, tan intensa en el medioevo, sigue presente, y sigue siendo relevante en la época de Twitter e Instagram.
Por cierto, también durante el mes de junio vimos en las noticias una historia importante, y diferente, en relación con las reliquias. El papa Francisco envió como regalo al Patriarca Ecuménico Bartolomeo de Constantinopla, líder de la Iglesia Ortodoxa, un famoso relicario con fragmentos de huesos que los especialistas consideran que son reliquias de San Pedro, el líder de los apóstoles y primer papa. Cualquier cristiano sabe cuán preciosas son unas reliquias de San Pedro. Y también sabemos la larga historia de conflictos que ha dividido a católicos y ortodoxos durante mil años. Con su gesto, el papa Francisco dio una lección sobre la importancia de las reliquias, por supuesto, pero también sobre cómo usarlas para promover la unidad de todos los cristianos.