Columna del editor

Las matanzas de los inocentes

GILROY, un pueblo agrícola de California, es conocido como la Capital Mundial del Ajo. Hasta hace muy poco, su única razón para ser famoso era el Festival del Ajo de Gilroy, donde se puede disfrutar el inefable sabor de un helado de ajo.

El pasado 29 de julio, Santino William Legan, un chico de 19 años nacido en Gilroy, fue al festival, pero no iba en busca de un helado con sabor a ajo. Iba armado con un fusil AK-47 que había comprado legalmente tres semanas antes. Abrió un agujero en la cerca para evadir los detectores de metales instalados en la entrada del festival y comenzó a disparar. Mató a un niño de seis años, a una niña de 13 y a un joven de 25 recién graduado de la universidad. Minutos después, al llegar varios policías al lugar, Legan se suicidó de un balazo.

Una semana más tarde, en un período de menos de 15 horas, ocurrieron dos nuevas masacres: en una tienda Walmart de El Paso, Texas, y en el bar Ned Peppers de Dayton, Ohio. En los dos tiroteos murieron 31 personas y otras 53 resultaron heridas.

Patrick Wood Crusius, el autor de la matanza de El Paso, tiene 21 años. Usó también una versión del AK-47 y mató a 22 personas. Minutos antes de comenzar a disparar contra los clientes de Waltmart, había publicado en Internet un manifiesto en el que decía: “Este ataque es en respuesta a la invasión hispana en Texas. Ellos son los instigadores, no yo. Yo solo estoy defendiendo mi país del aniquilamiento cultural y étnico causado por esta invasión”. En Twitter, Crusius había expresado su apoyo por el presidente Trump.

Connor Betts tenía 24 años y eligió un fusil AR-15 para perpetrar su masacre. Mató a nueve personas —entre ellas su hermana y su mejor amigo— en Dayton, Ohio. Era demócrata, opositor de Trump y admirador de Elizabeth Warren y el socialismo.

¿Cuál es nuestra respuesta ante el horror de los tiroteos masivos? La repetición constante de estos crímenes execrables los ha hecho habituales. Y los seres humanos llegamos a aceptar como normal lo que sucede habitualmente. Ya sabemos de memoria el ritual tras una matanza: las flores, las velas y los ositos de peluche junto a una cerca, las fotos de amigos o extraños que se abrazan entre lágrimas, los carteles y los tweets de “solidaridad y oraciones”. Incluso este párrafo ya lo he escrito antes tras alguna de las matanzas de los últimos años. Decir que estamos hartos también se ha convertido en rutina.

En los años recientes, se ha escuchado decir a los familiares de las víctimas: “No nos brinden su solidaridad y sus oraciones: hagan algo para acabar con esta desgracia”.

La primera respuesta de cualquier persona de fe siempre es rezar: rezar por las víctimas y por sus familias. Ante cada matanza, también nos sentimos abrumados por la tragedia, y espantados al tratar de imaginar la maldad que las provoca. El racismo, los trastornos mentales, el fanatismo político de izquierda o de derecha, el aislamiento o la frustración se citan como causas. También los violentos juegos de video, las redes sociales, la droga, los medicamentos psicotrópicos y la ruptura familiar son otros de los catalizadores de la violencia que a veces se mencionan. Todos ellos, por supuesto, unidos a la relativa facilidad con que en este país se puede comprar una pistola o un fusil semiautomático. Pero en el fondo lo que nos pasma es que ciertos individuos, de los millones que están expuestos a todos los elementos mencionados, decidan un buen día salir a matar tantas personas como sea posible. Es esa maldad radical la que nos une en el horror.

Todo se vuelve menos claro cuando se trata de hacer algo concreto en relación con los tiroteos masivos. Parece que somos incapaces de ponernos de acuerdo. Mientras que unos reclaman controles más estrictos para la compra y posesión de armas de fuego, otros se oponen a cualquier restricción significativa como una violación de la Segunda Enmienda. Generalmente citan algún estudio sobre cómo algunos estados que tienen leyes estrictas para el control de las armas de fuego tienen más tiroteos masivos que otros que son más permisivos.

Quienes defienden el derecho a la posesión de armas de fuego basan sus argumentos no solo en la Constitución, sino también en la historia y la cultura de Estados Unidos. Muchas veces, sin embargo, olvidan que el derecho establecido en la Segunda Enmienda no es absoluto. El derecho a poseer y portar armas tiene límites, y son límites que la sociedad tiene que negociar. ¿Quién tiene el derecho —y la responsabilidad— de definir esos límites? ¿Quién puede decir con certeza cuándo el derecho a portar armas ha sido infringido?

La presunción de que cualquier limitación a la posesión de armas de fuego es una violación de la Segunda Enmienda es falsa. En realidad, todos apoyamos ciertos límites al derecho a portar armas. (¿A quién le gustaría ver a alguien entrar en el metro F en la mañana con una Bazooka al hombro?). Los defensores de la tenencia de armas tienen el derecho de proponer y promover leyes más permisivas al respecto, pero no tiene sentido proclamar que cada restricción es una violación de la Constitución.

Según estudios recientes, la tasa de muertes causadas por armas de fuego en Estados Unidos es casi seis veces mayor que la de Canadá. La tasa de 10.6 muertes causadas por armas por cada 100,000 habitantes en los Estados Unidos es mucho más alta que la de otros países desarrollados como Suiza (2.8), Alemania (0.9), Gran Bretaña (0.3) o Japón (0.2). ¿Cómo podemos decir que no tiene solución un problema que otras sociedades desarrolladas han sido capaces de mantener bajo control?

En el año 2018, en los Estados Unidos hubo 14,641 muertes con armas de fuego, 340 de ellas en tiroteos masivos. No es lógico aceptar tantas muertes cada año como un destino inexorable, como si no pudiéramos hacer nada al respecto. No solo no es lógico, sino que no es “americano”: Uno de los rasgos esenciales de la cultura de este país es el optimismo y la certeza de que tenemos la capacidad de enfrentar y superar cualquier reto.

El derecho a la posesión de armas es parte de la Constitución, y muchos lo consideran un modo de prevención esencial contra los excesos del gobierno. Pero también es evidente que tenemos que hallar un modo de acabar con las masacres de personas inocentes y el sufrimiento de tantas familias. Como cristianos que decimos defender la santidad de la vida, no podemos quedarnos indiferentes ni cruzados de brazos ante estas tragedias. Como americanos que en algún momento elegimos ser, no podemos aceptar que no hay nada que se pueda hacer para luchar contra este horror.