En este mes dedicado a las madres, te invito amigo, amiga, a que dialoguemos sobre las figuras femeninas que más han influenciado en nuestras vidas, en aquellas mujeres que nos han ayudado a lograr llegar a ser lo que somos hoy y por las cuales queremos alzar nuestras copas en este mes de mayo.
De mi parte, aprovecho esta oportunidad para agradecerle a Dios por la vida de tantas mujeres amigas y hermanas que me han acompañado en el peregrinaje de mi vida; pero muy especialmente quiero nombrar a algunas.
Me las imagino en un círculo, quiero decir, todas están en el mismo nivel; el orden en que las nombre no importa, porque si una de ellas faltara, mi vida no se hubiera dado como tal. Por supuesto, la primera es mi madre, que me dio el ser, la que aún a sus 95 años, tiene la capacidad de aconsejarme, preocuparse por mí y bendecirme. La segunda es mi amiga Lydia, la que me adoptó como su hija espiritual en este país cuando me sentía perdida y desolada, la que me aceptó, me corrigió y me amó sin juzgarme, y que aún ahora después de haber sido diagnosticada con demencia, la memoria de su corazón identifica mi voz y recuerda mi nombre.
La tercera es una mujer blanca americana que me dio mis primeras clases de inglés y que por tener un apellido tan difícil no pude aprender su nombre. Tengo presente su imagen, las botitas que usaba siempre y sobre todo sus palabras: “Cruz Teresa, me dijo, tienes un gran potencial. Debes ir a la universidad”.
La cuarta es una mujer consagrada a la vida religiosa. Ella es la Hermana Alicia Michael. Cuando asistí por primera vez a tomar clases de Catequesis, hace alrededor de 30 años, ella vio en mí la futura Teresa. Identificó mi potencial y mirándome con mucho cariño me dijo: “Sueño que un día llegues a ser DRE”, algo que ni entendí pero que traduce “Directora de Educación Religiosa”.
Las otras mujeres son aquellas religiosas de mi infancia, las que me tomaron en sus manos como una vasija de barro y me moldearon. De ellas aprendí a amar a la Madre de las madres, a la Virgen María, bajo cuyo manto están todas las mujeres que han marcado mi camino, las que nombro aquí y las que no escribo sus nombres por falta de espacio en el papel, pero que están vivas en mi corazón.
Nuestras iglesias están llenas de la representación de todas estas mujeres. Allí están las madres que han dado hijos sacerdotes y diáconos a nuestra Iglesia; las religiosas que con hábito o sin él, dirigen, aconsejan y llevan su misión las mujeres solteras que han consagrado su vida a Dios y a su pueblo, las que dirigen las escuelas, los grupos; las que sirven en el Altar, en la Sacristía, en la cocina, en los baños. Allí presente están las que asisten día tras día, semana tras semana a postrarse de rodillas ante Jesús clamando por ellas, por sus hijos y por el mundo.
Por todas ustedes, mujeres, madres corporales y madres espirituales, alzamos nuestras copas y decimos: “Gracias Madre del Cielo. Gracias madres espirituales y corporales. El plan de Dios de nuestras vidas se ha llevado a cabo y continúa porque hemos dicho que SÍ. Cada una de nosotras somos una piedrita importante y necesaria en la construcción del Reino de Dios. ¡Gracias a Dios por ustedes! ¡Feliz Día de la Madre!