El pasado mes de febrero, la Diócesis de Brooklyn publicó una lista con los nombres de todos los clérigos contra los cuales se han recibido acusaciones creíbles de abuso sexual contra menores de edad. (Por “acusación creíble” se entiende que la comisión revisora independiente que analiza las acusaciones consideró que los hechos alegados podrían haber sucedido, no que se haya comprobado la culpabilidad de los acusados en todos los casos.) Leer la lista y la declaración que la acompaña es estremecedor.
La lista incluye los nombres de 108 miembros del clero. La primera acusación data de los años treinta del siglo pasado. Un sesenta por ciento de los clérigos incluidos ya han fallecido. Ese número representa menos del cinco por ciento de todos los clérigos que han trabajado en la diócesis durante su historia. Pero como ha indicado Mons. Nicholas DiMarzio, obispo de Brooklyn, un solo caso de abuso sexual ya es demasiado.
Poco después de haber sido nombrado obispo de Brooklyn en 2003, Mons. DiMarzio estableció una línea confidencial para reportar casos de abuso sexual (888-634-4499). Todos los casos reportados se envían a los fiscales de distrito de Brooklyn y Queens. La diócesis implementó los protocolos establecidos por la Carta de Dallas para la Protección de Niños y Jóvenes emitida en el año 2002 por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos.
Los gráficos incluidos en la declaración de la diócesis (ver las páginas 2 y 4) muestran que la epidemia de abusos sexuales tuvo su momento crítico en la década del setenta del siglo pasado. Las gráficas muestran que la Carta de Dallas ha tenido efecto. Como indica Mons. DiMarzio en el video publicado en inglés y en español junto con la declaración de la diócesis, sólo han habido dos casos creíbles de abuso sexual por parte de clérigos activos en la diócesis reportados desde el año 2002.
Si bien es cierto que la epidemia de abusos sexuales pertenece al pasado, las víctimas continúan sufriendo a diario el trauma que han padecido. Ayudar a esos hombres y mujeres en el proceso de superar esa terrible experiencia por la que pasaron es un deber esencial.
En el año 2016, la Diócesis de Brooklyn estableció el Programa Independiente de Reconciliación y Compensación (IRCP, por sus siglas en inglés). Este programa permite a las víctimas de abuso sexual por parte de clérigos de la diócesis recibir compensación financiera. Además, la Oficina Diocesana de Asistencia a Víctimas se mantiene en comunicación regular con las víctimas de abuso sexual para ofrecerles consejería y ayuda. También patrocina la Misa de Esperanza y Sanación que Mons. DiMarzio celebra cada año para las víctimas y sus familias.
A pesar de que la epidemia ha pasado, sus consecuencias siguen presentes. Estos escándalos han dejado en entredicho la autoridad moral de la Iglesia y su capacidad para cumplir su misión evangelizadora. La Iglesia ha quedado debilitada. Cuando nuestros pastores hablan ahora de temas críticos —como la santidad de la vida (aborto, eutanasia, pena de muerte), inmigración, justicia social o libertad religiosa— sus voces no resuenan con la misma fuerza de antes.
La crisis también ha cobrado un alto precio en vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. ¿Cuántos llamado a la vida consagrada se habrán malogrado en los últimos veinte años debido a los escándalos de abuso sexual? ¿Cuántas vocaciones perderemos todavía en los años por venir?
El 95 por ciento de los clérigos que jamás han sido acusados de ningún abuso también están pagando un alto precio. Muchas veces son tratados con desconfianza o desprecio, a pesar de que han dedicado sus vidas al servicio de sus comunidades y al anuncio del Evangelio.
El precio de la crisis se pagará también en el ámbito de la libertad religiosa. Ahora será más fácil aprobar e implementar leyes que en la práctica establecen una discriminación real contra personas e instituciones católicas. El impacto financiero de las demandas originadas por los casos de abuso sexual y encubrimiento afectará los servicios pastorales y las obras sociales de la Iglesia.
La epidemia, repetimos, ha quedado en el pasado. No es una opinión: las estadísticas lo demuestran claramente. Pero la Iglesia Católica, sus agentes de pastoral, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos en general, tendrán que seguir sufriendo por mucho tiempo los efectos de esa catástrofe moral. Es lógico que muchos sientan que están pagando un precio que no les corresponde.
Sin embargo, nada de eso se compara con el precio que han tenido que pagar las víctimas. Los hombres y mujeres que fueron abusados en su niñez llevarán por el resto de sus vidas las heridas emocionales del horror sufrido. Por eso deben ser ellos los primeros que recordemos en nuestras oraciones y nuestros esfuerzos por evitar que nada parecido suceda en el futuro.
Durante el último fin de semana de febrero se realizó en el Vaticano el encuentro sobre “La protección de los menores en la Iglesia”. Es muy temprano para evaluar los frutos y resultados de la reunión en la que participaron los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo.
Es evidente que la antigua noción de que el abuso sexual de menores era un problema exclusivo de Estados Unidos o del mundo desarrollado se ha disipado. Hay además una nueva consciencia de que se trata de un problema que afecta no solo a la Iglesia católica, sino al mundo entero. Y se percibe también un creciente consenso en que la hora de las palabras y las disculpas ha pasado. Lo único que puede ayudarnos a superar la crisis y recobrar la autoridad moral perdida es tomar medidas enérgicas y coordinadas para evitar los abusos y castigar a los culpables.
La Iglesia que peregrina en Estados Unidos, tantas veces criticada por los abusos descubiertos desde hace años, ha sido la primera en tomar medidas eficaces para eliminar este flagelo. El encuentro en el Vaticano es una señal de que otros de han dado cuenta de que deben implementar medidas semejantes. Un mal universal requiere medidas también universales. Esperemos que los resultados del encuentro se implementen muy pronto en cada conferencia episcopal del mundo. Ese es el reto más grande que enfrenta hoy la Iglesia.