Análisis

La Navidad, fiesta de la dignidad del hombre

La llegada de la Navidad nos viste de fiesta. Todo parece transformarse con signos externos que evidencian que estamos en un tiempo especial que merece celebrarse.

El pesebre, el árbol de Navidad, los planes para reunirnos, los regalos, los saludos que se multiplican por todas partes. La celebración con sus expresiones sensibles y significativas manifiesta una dimensión fundamental de la existencia humana.

Es humano celebrar, alegrarse, y expresar todo ello de manera visible.

Pero hay que estar atento para no quedarnos en esta dimensión que, siendo importante y significativa, no expresa, sin embargo, de manera adecuada lo fundamental. Porque lo fundamental en una celebración no es el modo externo de su desarrollo sino aquello que se celebra.

¿Qué celebramos en la Navidad?

Para responder a esta sencilla interrogante hay que cambiar de plano. Es indispensable pasar a la religión: celebramos el nacimiento de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

El relato evangélico nos pone delante un cuadro enternecedor. Para cumplir con el censo ordenado por el emperador Augusto, José, que pertenecía a la familia de David, debe trasladarse con su esposa, María, de Nazaret a Belén y, como no había lugar para ellos en la posada, María da a luz a Jesús en un pesebre.

Encontramos en ello una paradoja: el Hijo de Dios, a quien no pueden contener el cielo y la tierra, se nos manifiesta en la fragilidad de un niño recién nacido y en la humildad de un pesebre.

Paradoja, también, porque —según el propio relato— la gloria de Dios envuelve con su luz, mediante una aparición del Ángel del Señor, a unos sencillos pastores y les hace un anuncio que tiene una significación determinante para toda la humanidad: “No teman, porque les traigo una nueva noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” y les indica que la señal de todo esto es “un niño recién nacido y acostado en un pesebre”.

El relato culmina indicando que, junto con el Ángel, apareció una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él” (cf. Lc 2,1-14).

Contrastan la pobreza del lugar del nacimiento y el esplendor de la gloriosa manifestación de Dios con la presencia angelical y la importancia del anuncio. En su brevedad y sencillez el evangelista nos brinda lo fundamental: la nueva noticia, la gran alegría, es que ha nacido el Hijo de Dios, el “Mesías” [enviado], que es el Salvador esperado.

Este Mesías-Salvador es Hijo de David y trae, simultáneamente, la gloria de Dios y la paz a la tierra. Así son las cosas de Dios: unen la fragilidad de los medios y la sencillez de las expresiones con la trascendencia y magnificencia de lo que lo obrado produce.

El Hijo de Dios es, así, introducido en la historia humana, con un nacimiento humilde y una familia que lo acoge: María, su madre y José, su esposo y padre adoptivo. La liturgia de la Solemnidad de la Natividad del Señor nos lleva al plano más profundo, al núcleo del “Misterio” que explica y fundamenta la celebración.

En algunos de sus contenidos presenta una noción que es importante retener: Cristo es la “luz verdadera”.

La imagen de la luz —ligada, con frecuencia, en la Biblia a la verdad— está en la Oración Colecta: “Dios nuestro, que has iluminado esta santísima noche con la claridad de Cristo, luz verdadera”; en el Prefacio de la Misa: “Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor”; y, finalmente, en el Evangelio: La Palabra [el Verbo], era Dios, estaba con Dios […], “en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” “y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,1-18) [cf. Misal Romano. Solemnidad de la Natividad del Señor].

Cristo es el Verbo de Dios, en quien está la vida y este Verbo se hace carne en las entrañas purísimas de María quien lo da a luz como el Salvador.

El Misterio aquí revelado podría resumirse así: Dios se hace hombre, se encarna, toma forma humana, se hace visible y cercano y asume nuestra naturaleza humana, que era ya imagen y semejanza de Dios por la creación (cf. Gen 1,26), para elevarla en su dignidad.

Por su encarnación y nacimiento, en efecto, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, verdadero Dios y verdadero hombre, al asumir nuestra naturaleza humana y hacerse uno de nosotros semejante en todo, menos en el pecado, nos asocia definitivamente a su destino y da, con ello, al hombre una mayor dignidad que aquella de ser “imagen y semejanza de Dios” por su naturaleza creada: la dignidad de Hijo de Dios que recibimos en el bautismo.

Esto hace expresar al papa San León Magno que en la Navidad no hay lugar para la tristeza y que nadie puede considerarse excluido de esta alegría. La dignidad del hombre es tal que quien la vulnera ofende, con ello mismo, a Dios.

Este es el fundamento más profundo, la fuente última de todo derecho humano: desde el derecho a la vida hasta el respeto por la libertad, la religión, la participación en la vida pública, social, política y cultural siguiendo el dictamen de su conciencia.

San León expresa por ello: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad” y saca la consecuencia moral: “ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro […] pues el precio con que has sido comprado es la sangre de Cristo” (San León Magno. Sermón 1. En la Natividad del Señor).

Que la alegría de la Navidad colme nuestros corazones, nos haga reconocer la cercanía inaudita de Dios que ha querido ser uno más de nosotros y que todo ello nos lleve a reconocer en cada hombre a un hermano que reclama nuestra atención y el irrestricto respeto por su dignidad y derechos.