“Nada humano me es ajeno”, dice el viejo proverbio latino. En nuestra Diócesis de Brooklyn, que comprende Brooklyn y Queens, ese proverbio es quizás más cierto que en ningún otro lugar del mundo. Cada alegría y cada tragedia que ocurra en cualquier rincón de la Tierra resuena inmediatamente aquí. Compartimos estas calles populosas con personas de todos los países, de todas las etnias, de todas las lenguas, de todas las religiones.
Una victoria futbolística en Bogotá o Dublín puede ser ruidosamente celebrada en nuestras calles. Así también, un atentado en Afganistán o en Nigeria inyecta su cuota de dolor en este enjambre de humanidad donde vivimos.
Ahora resuena aquí el eco de una tragedia.
El sábado 16 de abril un poderoso terremoto asoló a Ecuador. Los efectos han sido devastadores. Se cuentan ya más de 600 muertos a causa de la tragedia, y su número sigue aumentando. Hay más de dos mil personas desaparecidas y 20 mil que han quedado sin hogar.
Las pérdidas materiales son incalculables. Muchas zonas del país han quedado sin energía eléctrica, sin comunicaciones, sin agua potable. El principal puerto de Ecuador ha sido prácticamente destruido por el sismo. La nación entera vive días traumáticos.
Ecuador, un país que está en el medio del mundo, parece estar hoy en el centro de muchos corazones.
En nuestra Diócesis vive una numerosa comunidad ecuatoriana. La tragedia de Ecuador se siente en nuestras casas y nuestras parroquias como un dolor cercano, propio. Se siente también la angustia de muchos por estar tan lejos en el momento en que quisieran estar junto a sus familiares y amigos de Ecuador.
La tragedia encierra para los cristianos la pregunta