EL GUARDIA DE LA FRONTERA apenas miró nuestros pasaportes. Me preguntó si llevaba armas en mi auto y cuando le respondí que no, me dijo: “Have a nice day”. Eso fue todo. Cruzamos en un abrir y cerrar de ojos la frontera norte de Estados Unidos camino a Quebec, Canadá, para participar en la Conferencia de la Asociación Católica de Prensa.
Habíamos pasado de un país a otro y todo parecía igual: la carretera, el orden, el cielo inmenso, la vegetación. Sólo el límite de velocidad —ahora en kilómetros en lugar de millas— podía indicar que estábamos en otro país.
Nos adentramos en la provincia de Quebec y los letreros de la carretera, ahora en francés, fueron la segunda señal de que el entorno era distinto. Pero no era solo el idioma. En la carretera que va hacia Montreal —la autopista 15— la señalización de las salidas muestra los nombres de los pueblos y barrios correspondientes. Cada uno de aquellos carteles había al menos un nombre —a veces dos, a veces tres— de santos católicos. San Luis, san Félix, santa Perpetua, Nuestra Señora de Lourdes, san Hilario de Potiers, la Virgen del Buen Consejo, santa Genoveva… leer aquellos carteles era como rezar la letanía de los santos que cantamos en las ordenaciones sacerdotales.
Habíamos entrado, definitivamente, en un país católico. La huella de la fe estaba en cada uno de aquellos carteles, en cada pueblo. Para reafirmarlo, veíamos desde la carretera la agujas neogóticas de las iglesias de los pueblos. La impronta de “la dulce Francia”, en el idioma y en la fe, estaba por todas partes.
Aquella procesión de santos y advocaciones de la Virgen, en su versión francesa y a ochenta millas por hora, me hizo pensar en quienes siglos atrás cruzaron el Atlántico para traer a estas tierras la buena nueva de la Resurrección. Y el esfuerzo y la fe de aquellos primeros misioneros perdura en esos nombres escritos en francés.
Y siendo cubano, recordé también a los “Padres Canadienses” de mi niñez. Tras la expulsión de cientos de sacerdotes a principios del casi eterno gobierno de Fidel Castro, el clero local se había reducido a unos 200 sacerdotes. Muy pocos misioneros podían entrar durante las décadas del sesenta y el setenta. Pero allí logró llegar un grupo de los padres de la Sociedad de Misiones Extranjeras de Quebec. Mucho les debe a ellos la Iglesia que peregrina en Cuba.
Di gracias por su entrega mientras conducía por la autopista 15. De alguna manera, yo era también deudor del esfuerzo evangelizador que se inició hace varios siglos en esta región de Canadá.
Ya en la ciudad de Quebec, se puede observar la presencia de la fe católica en cada calle, en los nombres y los campanarios, en los conventos y hasta en los bares: una de las cervezas más populares es la belga Chimay de los padres trapenses.
Al día siguiente de nuestra llegada, los participantes de la Conferencia fuimos a la misa que el cardenal Gérald Lacroix, arzobispo de Québec, celebró en la Catedral Basílica de Notre-Dame, en el mismo corazón de la ciudad vieja. El Cardenal comentó al inicio de la misa que usaría el cáliz que hace más de tres siglos el rey de Francia Luis XIV regalara a su predecesor, el primer obispo de Nueva Francia, san Francisco de Laval.
Estar en Quebec —más allá del propósito específico del viaje— fue también refrescar la memoria de un esfuerzo evangelizador multisecular. Fue tomar consciencia de que los comunicadores católicos de Estados Unidos y Canadá que nos reunimos allí somos parte de una historia de cinco siglos de anuncio del Evangelio en estas tierras de América, de la América que va de un polo al otro.
La conservación y profundización de esa huella de la fe católica sigue siendo hoy nuestra respuesta a los desafíos que otro siglo y otra cultura presentan. Es también esa la misión del pueblo hispano católico de Estados Unidos: dejar la huella del Evangelio como respuesta eficaz al vacío que resulta sustituir la fe en la trascendencia con cualquier sucedáneo.
Tras el fin de la conferencia, el domingo pasado fui con mi familia a la Basílica de Santa Ana de Beaupré, veinte millas al norte de la Ciudad de Quebec. Es un sitio de peregrinación que recibe más de medio millón de visitantes cada año. Y ese fin de semana estaba especialmente dedicado a los católicos de los pueblos indígenas. En el altar, ataviados con sus vistosos adornos de plumas, estaban varios líderes de las naciones originales del territorio que hoy llamamos Canadá.
Ver a los miembros de la nación micma en la Basílica de Santa Ana de ese domingo fue la imagen perfecta para resumir cinco siglos de historia de la evangelización de América; esa misma historia que hoy continuamos cada uno de nosotros.