La muerte de la jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg, 45 días antes de las elecciones, ha estremecido una temporada que ya estaba llena de turbulencias políticas. Para muchos votantes, la selección de los candidatos para ocupar puestos en la Corte Suprema es uno de los asuntos más importantes a la hora de determinar por qué candidato votar para la presidencia.
El presidente Donald Trump acaba de nominar a la jueza Amy Coney Barrett de la Corte de Apelaciones del Séptimo Circuito, como su candidata para ocupar el puesto que ha dejado vacante Ruth Bader Ginsburg con su muerte.
Para muchos miembros del movimiento pro-vida, lograr una mayoría de jueces conservadores en la Corte Suprema ha sido un objetivo clave durante más de cuatro décadas. Esperan que esa mayoría entre los jueces de la Corte Suprema abriría la puerta para derogar la decisión del caso Roe vs. Wade en 1973 que convirtió el aborto en un derecho constitucional. Hasta ahora no se ha podido lograr ese objetivo. La confirmación de Amy Coney Barrett, católica devota, madre de siete hijos y jurista pro-vida, podría inclinar la balanza de la Corte Suprema hacia los partidarios de derogar la famosa decisión de 1973.
¿Cómo este proceso de confirmación afectará el voto católico en las elecciones de noviembre? Promete ser una batalla dura, pero si todos los republicanos apoyan la nominación de la jueza Barrett probablemente será confirmada, pues tienen mayoría en el Senado.
Los titulares de las noticias recientes podrían complementar la respuesta a esta pregunta, pues son un resumen de los otros temas que estarán en la mente de la mayoría de los votantes en solo cuatro semanas.
El 22 de septiembre, el número de muertes en los Estados Unidos a causa de la pandemia del COVID-19 llegó a 200,000. Es un número horripilante, por supuesto, pero cuando se pone en perspectiva es aún peor.
Durante la pandemia de la gripe española entre 1918 y 1919, se calcula que murieron 50 millones de personas en todo el mundo. De ellos, unos 675,000 estadounidenses murieron a causa de la pandemia. En otras palabras, de cada 74 personas que murieron en el mundo a causa de la gripe española, una era de Estados Unidos. Hoy la cifra es peor: una de cada cinco víctimas fatales del COVID-19 en todo el mundo ha muerto en los EE.UU. No importa cuáles seas las causas de esta estadística, y sean cuales sean las explicaciones que se den, es difícil no pensar que la respuesta de la presente administración ante la crisis del nuevo coronavirus ha sido un costoso fracaso.
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Ese mismo día, William Emmett LeCroy, de 50 años de edad, fue ejecutado con una inyección letal en la misma prisión federal de Terre Haute, Indiana, donde otros cinco condenados han sido ejecutados en lo que va de año. Las ejecuciones federales habían estado suspendidas por 17 años, hasta que la presente administración decidió reiniciarlas. Dos días antes, la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos había publicado un comunicado con un dramático llamado: “Al presidente Trump y al fiscal general Barr les pedimos: Basta ya. No más ejecuciones”.
Al siguiente día, el 23 de septiembre, el presidente Trump anunció que firmaría una orden ejecutiva para garantizar que todos los bebés que nazcan con vida reciban la atención médica apropiada. El objetivo es que todos los bebés, incluso aquellos que nacen vivos tras un aborto fallido o prematuros, reciban atención médica. El Presidente firmó la orden ejecutiva el viernes 25 de septiembre. Aún quedan por definirse los detalles de su implementación y si será impugnada judicialmente.
La inmensa mayoría de los estadounidenses apoyan la prohibición de los abortos en el tercer trimestre, como el procedimiento llamado aborto por nacimiento parcial. Incluso muchos que apoyan el aborto se oponen a este procedimiento por considerarlo infanticidio. La doctrina católica enseña que la vida empieza con la concepción, de modo que un bebé en el vientre de la madre es una persona desde el primer día del embarazo. Sin embargo, el aborto de bebés que ya podrían sobrevivir fuera del vientre de su madre es repulsivo incluso para quienes aceptan el aborto.
El 23 de septiembre leímos las noticias sobre las protestas en Louisville —y luego en otras ciudades— después de que el fiscal general de Kentucky anunciara que un gran jurado había decidido no encausar a ningún oficial de policía por las seis balas que causaron la muerte a Breonna Taylor, una mujer afroamericana, sino encausar por delitos menores a uno de los oficiales que participó en esa redada por impactos de bala en un apartamento cercano.
Al día siguiente, los medios reportaban que 870,000 personas había solicitado seguro de desempleo por primera vez en la semana que concluyó el 19 de septiembre. Ese número es cuatro veces mayor que el promedio semanal de antes de la pandemia.
El 27 de septiembre el New York Times reveló que había obtenido las declaraciones al IRS del presidente Donal Trump, quien aparentemente no pagó impuestos sobre sus ingresos personales por años.
El presidente ha dicho varias veces que el coronavirus desparecería en algún momento. Pero aún estamos enfrentando la pandemia, como lo prueba el total de 200,000 muertes que sigue aumentando. Y sus efectos en la economía, como indican las cifras de desempleo, se sentirán por mucho tiempo. Las tensiones raciales y el espectro del racismo siguen envenenando nuestra sociedad. Como el coronavirus, esos problemas no van a desaparecer por sí solos. Como tampoco parece que desaparecerán los problemas del presidente con sus negocios y sus impuestos.
Derrotar a esos virus requiere los esfuerzos concertados de toda la nación. La defensa de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural es —y será siempre— un imperativo moral.
Todos estos elementos se suman en la mente de los votantes. La realidad nunca va a confirmar nuestras preferencias políticas. Nosotros tenemos la responsabilidad de formar nuestras conciencias como votantes y ejercer ese derecho y deber ciudadano de acuerdo a sus dictados. Es una decisión que cada uno de nosotros debe tomar con honestidad y seriedad.