La campaña electoral de los Estados Unidos entra en su fase final. Pronto, como ciudadanos y como personas de fe, tendremos el deber de elegir a quien nos parezca que puede contribuir más al bien del país.
Muchos de nosotros, los católicos hispanos que vivimos en Brooklyn y en Queens, llegamos a estas tierras desde países que tienen una complicada historia política. Conocemos bien, por haberlo experimentado en carne propia, lo que sucede cuando se desmoronan las normas de convivencia política.
Desde esa experiencia nace una pregunta: ¿Ha sido buena esta temporada electoral para el futuro del país?
Desde ambos partidos, han surgido candidatos que han prometido cambiar radicalmente las cosas. Con discursos muy diferentes, candidatos republicanos y demócratas prometieron pasar por encima del inmovilismo de la clase política de Washington para hacer los cambios que el país necesita.Enamboscasos,eltono y los detalles de sus discursos presuponían saltarse de alguna manera el orden constitucional con tal de instaurar las medidas que proponían.
Donald Trump ha prometido usar la tortura, excluir a grupos religiosos de la posibilidad de entrar en Estados Unidos e instaurar medidas que limitarían la libertad de prensa. Bernie Sanders ha propuesto una revolución con millones de personas en las calles para obligar al Congreso a aceptar ideas populares —pero difíciles de hacer realidad— como la desarticulación de los grandes bancos o la universidad gratuita.
Ambos discursos, aunque diferentes en el tono y los objetivos, indican un “cansancio democrático”. Ambos parten del sentimiento de que, ante los defectos de la democracia —que son cuantiosos— quizás sería preferible ignorar sus reglas. Los ejemplos más claros —pero no los únicos— de estas posiciones, han sido Donald Trump y Bernie Sanders. El número y la pasión de los seguidores de esos candidatos nos demuestras que ese cansancio es compartido por muchos.
Por otra parte, Hillary Clinton ofrece un programa más continuista y convencional que los “revolucionarios” de ambos partidos. Y sin embargo, por su historia personal y los escándalos recientes, su candidatura es un símbolo de los vicios del sistema democrático que otros quieren cambiar.
Muchos creen que está preparada para ocupar la presidencia, pero pocos le creen que los 30.000 mensajes borrados por sus abogados eran sólo personales. Y muchos creen que la Fundación Clinton y el Departamento de Estado mantenían una relación que violaba, si no la ley, por lo menos todas las normas connaturales al buen gobierno.
Hillary Clinton parece confirmar el temor de que la política norteamericana es un simple juego de influencias en el que la corrupción de las instituciones es también institucional.
Y estas serán las opciones de los votantes: Clinton es, de cierto modo, la personificación de los defectos del sistema. Trump es la tentación a alterarlo quizás irremediablemente. Y por uno de ellos dos votaremos en noviembre. Sea cual sea el resultado de esta elección, no es exagerado pensar que “el daño está hecho”, como decía mi abuela. El “cansancio democrático” se hizo evidente en esta campaña… y es probable que crezca, cualquiera sea el apellido del próximo presidente.
Es peligroso pedirle a los votantes que se resignen a que “la política es sucia”. Es peligroso invitarlos a ignorar las normas de convivencia que han servido a esta sociedad por 240 años. Ojalá que no tengamos que pagar muy caro el peligroso juego en que hemos entrado en estas elecciones.