Ella era una mujer curtida, yo un joven aún con acné; ella rozaba con la santidad, yo ni la pretendía; ella tenía la fama y yo ninguna. Quise acercarme a la ya proclamada santa Teresa de Calcuta durante su cuarta visita al Perú en 1989. Para un estudiante de periodismo, como lo era yo, obtener una foto suya o, en el mejor de los casos, unas declaraciones, hubiera sido tocar el cielo. No pensé en lo que debía, pues no busqué su mirada ya de santa, ni escuché su sabiduría, ni menos quise tocar su vestido. Quería, eso sí, tener primicias de la “rockstar” madre Teresa.
Al ingresar a un auditorio, lleno de extremo a extremo, no me crucé con ella para contemplarla sino para tomarle fotos a diestra y siniestra, incomodándola con la luz del flash que nunca buscaba. Era yo el que daba un espectáculo de “camina para atrás” impresionante, para al final solo obtener fotos que salieron movidas por tanta aglomeración de gente que sí veía en ella a la santa que se me escapaba ante los ojos.
No contento con eso, me gasté todo el dinero para los buses de una semana en tomar un taxi, a fin de adelantarme hasta la casa fundada por las religiosas, sus hijas, donde ella llegaría luego. Sabía que era en Tacora, un barrio peligroso en Lima realmente prohibido de transitar a pie por su inseguridad. Allí no había que estar a solas más de tres minutos para no ser asaltado, por lo que al llegar una delegación de visitantes, mi temor me hizo escabullirme entre ellos para ingresar a la casa de acogida. “¡No fotos!” me advirtió una religiosa con un español de acento extranjero, lo que no sopesé en su verdadero valor.
Yo había llegado por “la foto”. Ahora sí quería tener imágenes propias de la madre Teresa sonriendo, rezando, cargando niños, como las que ilustraban las publicaciones del mundo entero. En pocos minutos y despistado entre salas sin nada, cuartos con enfermos que nunca había visto y una sobriedad por donde voltearas, observé para saber dónde “descansaba” la famosa religiosa.
La encontré donde debí empezar la búsqueda: en una pequeña capilla, sentada según su estilo y desconectada del mundo, diría yo, hasta que el clic victorioso de mi cámara se disponía a interrumpirla… Fue entonces que una mano tosca de obrero, aunque femenina, frenó mi intento y me sacó prácticamente de esa tierra santa.
“Le dije que nada de fotos”, me imperó la religiosa portera que exudaba ira santa de sus ojos. Volteé a ver a madre Teresa por si decía “déjenlo”, pero ella parecía pedir que la dejen a solas con Dios, inmutable y ya no sé en cuál morada. Yo más bien en medio minuto estaba en la calle, expulsado del brazo por la religiosa, que como ángel querubín me dejó sin paraíso.
Fue entonces que sin fotos ni declaraciones, estaba otra vez en medio de una avenida extensa y peligrosa que me obligaba a transitarla a paso ligero para escapar en un bus. Así conocí los lugares extremos donde la madre Teresa fundaba sus casas, allí emergían enfrente mío los rostros y calles de “los pobres entre los pobres”. Sin embargo, estos hechos fueron el punto de inflexión en mi vida para empezar un largo recorrido — hasta hoy—, de admiración y seguimiento a aquella mujer que yo quise ver entonces como una “rockstar”, pero que ella quiso mostrarse ante mí como una santa desinteresada por la fama de este mundo.
José Antonio Varela Vidal
Periodista. Ha trabajado para Zenit y Aleteia. Escribe para El Cooperador Paulino, de España, Misión sin Fronteras, del Perú, y El Observador de la Actualidad, de México. Dirige la revista Testimonio, de Lima.