Así se titula el capítulo VIII del libro El nombre de Dios es Misericordia, de nuestro papa Francisco. Nos aclara que la misericordia es divina, pues tiene que ver más con el juicio sobre nuestro pecado. En cambio, la compasión tiene un rostro más humano; significa sufrir con, sufrir juntos, no permanecer indiferentes al dolor y al sufrimiento ajeno.
El verbo griego que denota esta compasión deriva de la palabra que nombra las vísceras o el útero materno. “Es un amor visceral, parecido al amor de un padre o madre que se conmueven en lo más hondo por su propio hijo”. Compasión como la que sentía Jesús. “Vio una gran multitud, tuvo compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas”. (Marcos 6,34). “Le sobrevino una gran compasión”, nos cuenta el Evangelio, ante las lágrimas de la madre, la viuda de Naím, que había perdido a su único hijo, y movido por esa compasión lo devuelve a la vida (Lucas 7,13). Esta es la compasión que necesitamos “para vencer la globalización de la indiferencia”.
“La globalización de la indiferencia” es un término que el Papa ha generado debido a la actitud y manera de pensar del mundo de hoy. Analizando este concepto debemos admitir que tiene razón. Las malas noticias y las imágenes de dolor nos bombardean y sin darnos cuenta nos vamos acostumbrando a ellas, nos vamos anestesiando. En cambio, “Jesús no mira la realidad desde fuera como si fuera una fotografía, él se deja implicar”. Reflexionando, nos damos cuenta de que implicarnos es difícil, quizás por el individualismo en que vivimos, quizás porque nos sentimos abrumados por nuestros propios problemas, o quizás porque es más fácil ignorar y evadir el sufrimiento.
El Jubileo de la Misericordia nos debe llevar a reflexionar y a actuar. El Papa nos aconseja abrirnos a la misericordia de Dios e intentar ser misericordiosos con los demás, pues “ningún pecado humano, por muy grave que sea, puede prevalecer sobre la misericordia o limitarla”. Nos anima a aprender del Padre de la parábola del hijo pródigo que está allí contemplando el horizonte, aguardando y esperando.
Meditando en este tema presentado por el Papa, pienso en los condenados a muerte a los que la ley humana castiga quitándoles la vida. La ley divina, en cambio, rechazando el pecado, abraza al pecador, le ofrece una vida eterna si pide clemencia a su Creador. A la mujer que no ha permitido que el hijo de sus entrañas venga al mundo Dios la está buscando y esperando, porque como dice el Papa en el capítulo III de su libro: “Dios nos aguarda, espera que le concedamos tan sólo esa mínima grieta para poder actuar en nosotros, con su perdón, con su gracia”.
“La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios”, nos expresa el Papa en el capítulo V de su libro. Él nos insta, nos empuja “a salir e ir a buscar a las personas allí donde viven, donde esperan”. Nos dice que no debemos quedarnos en la estructura sólida, en el edificio de la Iglesia, sino que por el contrario, seamos una Iglesia “emergente”, una estructura móvil, de primeros auxilios, de emergencia, para evitar que los combatientes mueran”.
¿Quién es la Iglesia? “Tú eres Iglesia, yo soy Iglesia”, dice un corito que nos despierta a la realidad bíblica y teológica que nos recuerda que cada uno de nosotros somos Iglesia. El mensaje del papa Francisco debe hacer eco en nuestros corazones. Es su esperanza y su deseo que “el Jubileo
extraordinario haga emerger aún más el rostro de una Iglesia que descubre las vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de los muchos heridos que necesitan atención, comprensión, perdón y amor”. Como medida objetiva nos propone poner en práctica las obras de misericordia: Instruir, aconsejar, consolar, corregir, perdonar, soportar con paciencia a las personas que nos molestan, rezar por los vivos y los muertos (obras espirituales); dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (obras corporales).
Que el peregrinaje cuaresmal nos entrene en el ejercicio de la compasión y la misericordia hacia los demás, para que todos juntos experimentemos la resurrección de Cristo, aquí, en esta vida, y en la otra.