Puede parecernos algo inaudito y desesperado pensar que en todo el mundo, el Adviento se percibe sólo con aroma a fatalidad. Más cuando en el mundo aun la pandemia sigue dando sus coletazos en olas continuas de contagios y muertes que parecen nunca acabar…
Volver el rostro a Dios es la característica principal del Adviento. El mirarlo sin miedo, el buscarlo con confianza, sin perdernos en cosas superficiales… La mirada contemplativa de nuestro ser cristiano debe buscar esta presencia que se revela en tantos rostros como acontecimientos. Cuando muchas de nuestras ciudades ya se engalanan de luces y de llamativos adornos, y la elaboración de Belenes tan bellos rellena espacios y entusiasman nuestros corazones, debemos percibir que algo está cambiando. Sí, algo nuevo en nosotros y alrededor nuestro…
El Adviento, trae consigo un perfume inconfundible que se experimenta en el corazón de nuestra Liturgia, porque se condensa en la expresividad de la Palabra de Dios proclamada y se hace vida en la celebración del sacramento eucarístico. Por medio de la Liturgia del Adviento se da este contraste que nos ayuda a mirar hacia lo alto, hacia el Dios que viene, con la certeza de que sólo Él nos libera. Y desde esta Fuente de vida y de gracia que es la Liturgia, somos capaces de percibir un distintivo perfume en la solidaridad fraterna que hace del otro no un desconocido, sino alguien a quien amar y abrazar como si fuera un entrañable amigo. Es el perfume del amor concreto, que se vale sólo de una Palabra que enmudece todo discurso fatalista.
- Relacionada: La Navidad, fiesta de la dignidad del hombre
Nuestra sociedad respira hoy fatalidad y el Adviento felizmente coincide con este tiempo de tempestad. Ya que por el Adviento, el aroma de la fatalidad, de aquello que es inevitable o hasta imprevisible, somos invitados a mirar esta realidad con los ojos de quienes a lo largo de este tiempo litúrgico nos servirán de modelo en los Evangelios dominicales para no decaer ni dejarnos intoxicar por aquel aroma banal… Los servidores con tareas que esperan ansiosos al Dueño de la casa, en el primer Domingo del Adviento que ya celebramos, están despiertos porque se oye una voz desértica pero tan viva que anuncia el advenimiento grande del Salvador, en el segundo Domingo. Esto se completa con el testimonio del mismo Juan el Bautista en el Domingo tercero, llamado de Gaudete, por ser una celebración alegre ante la venida del Señor que indica el Precursor. En este gozo inminente y tan expresivo, nos fundimos en la mirada de María, elegida y esclava, llena de Dios, de la alegría del Espíritu por ser Madre del Salvador… ¿Podemos aún percibir el aroma de la fatalidad? No, porque el Señor en su Palabra ya nos ha comunicado el perfume inconfundible de su Presencia.
El Adviento trae consigo una fatalidad frugal, quizás necesaria para que el contraste se evidencie aún más con la venida del Señor en el tiempo y en la historia, en el devenir de estos acontecimientos que percibimos ahora oscurecidos.