AUNQUE ESTA ES LA EDICIÓN de enero de nuestro periódico, como cada año, llegará antes de la Navidad a las parroquias. Y de la Navidad se trata. El mes pasado se cumplió un siglo del fin de la Primera Guerra Mundial. Quizás por eso he estado leyendo sobre la Gran Guerra durante las últimas semanas. “La Gran Guerra” era como todos se referían a ella hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial y hubo que ponerles números para diferenciarlas.
La guerra, que había estallado en el verano de 1914, ya en diciembre había cobrado millones de vida. Unas quince millones de personas morirían en los cuatro años que duró la contienda, y muchos millones más quedarían lisiados.
Pero fueron esos primeros meses, con más de un millón de muertos, los que aniquilaron para siempre la idea de que la civilización europea, como creían muchos hasta unos pocos años antes, nunca más descendería a la barbarie de la guerra.
En diciembre de 1914 se enfrentaban millones de hombres en el Frente Occidental. De un lado los franceses y británicos, del otro los alemanes. En medio de ellos la llamada “tierra de nadie”: un espacio entre las trincheras enemigas que nadie se atrevía a penetrar. Se dice que los nuevos soldados que llegaban al frente de batalla podían darse cuenta desde muchas millas de distancia de que se acercaban al teatro de la guerra. El retumbar de los cañones y el hedor de los miles de cadáveres se los anunciaba.
Así llegó para aquellos soldados rodeados por la muerte la Nochebuena de 2014. Tiritando de frío y miedo, entre el lodo y el hedor de las trincheras, tras haber visto a sus compañeros morir o quedar mutilados con cada bombardeo, llegaron los soldados a la víspera de la Navidad. Esa noche, a lo largo de cientos de millas donde los ejércitos llevaban meses tratando de exterminarse mutuamente, ocurrió un milagro. Quizás sería mejor decir ‘cientos de milagros’, porque los relatos de esa noche revelan que el milagro se repitió en todo el frente de batalla. De pronto, sin que se hubiesen puesto de acuerdo, los franceses, los británicos y los alemanes se pusieron a cantar villancicos en el fondo de sus trincheras.
Sus adversarios, del otro lado de la tierra de nadie, al escucharlos se asomaron a ver lo que sucedía, al principio con precaución, sospechando alguna trampa, y que de repente las tropas enemigas abrieran fuego sobre ellos. Pero nadie disparó en aquella Nochebuena de 1914. Los soldados salieron de sus trincheras y, los que hasta unas horas antes se mataban sin piedad, comenzaron a abrazarse y desearse mutuamente una Navidad feliz.
Ese milagro navideño de 1914 expresa perfectamente el espíritu de esta celebración. En estos tiempos en que la sociedad —y a veces los creyentes— parecen divididos entre bandos irreconciliables, deberíamos recordar a aquellos soldados de 1914.
La Navidad es entrada de Jesús en la historia humana, es la fiesta del Emmanuel, “Dios con nosotros”. La encarnación, el nacimiento de Jesús, cambia la historia humana. Si nosotros lo dejamos nacer en nuestros corazones, también cambiará nuestras historias personales.
Durante los cuatro domingos de Adviento, las lecturas de la misa nos han invitado a prepararnos para recibir al Niño Dios. El Evangelio del Segundo Domingo de Adviento nos habla de San Juan Bautista. El Precursor es la figura esencial del Adviento, porque anuncia a sus oyentes la llegada del Mesías. Durante el Adviento, muchos se preguntan cómo debe prepararse uno para la llegada del Niño Dios. Lo mismo se preguntaban los contemporáneos de San Juan Bautista. A ellos y a nosotros, él les responde:
“El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo”.
Esas dos imágenes podrían ser las dos tapas de ese bello libro que es la Navidad. En el Evangelio encontramos la invitación a compartir lo que tenemos con quienes no tienen nada o tienen menos. Y en la historia de la Primera Guerra Mundial asistimos a un milagro de reconciliación, de paz.
Ese es ‘el espíritu de Navidad’ del que todo el mundo habla en estos días. Muchas cosas se venden y se compran en su nombre, pero la esencia de la fiesta es esa conversión del corazón que nos empuja a compartir lo que tenemos con nuestros hermanos y a hacer la paz con quienes consideramos —con razón o si ella— nuestros enemigos.
¡Que tengan todos una Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo!