Desde san Pablo VI en Evangelii Nuntiandi (1975) hasta el papa Francisco en Evangelii Gaudium (2013) todos los Pontífices han insistido en la necesidad de una Nueva Evangelización. Mucho se ha hecho —fuerza es reconocerlo— pero los frutos de tanto esfuerzo evangelizador son todavía magros. Las causas son múltiples pero, en todo caso, parece evidente el avance del secularismo, del relativismo, de la disminución de la practica religiosa, de las vocaciones… y podríamos seguir. La causa última de todo esto es la crisis de fe y la confusión doctrinal que estamos vi- viendo en la Iglesia. El año pasado, visitando la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Luis Francisco Ladaria Ferrer, S.J., su Prefecto, me decía a propósito de Europa: hay que evangelizar de nuevo porque, en términos generales, la fe ha desaparecido y, para hacerlo, no hay necesidad de grandes planificaciones pastorales, sino simplemente to- mar el Catecismo de la Iglesia Católica de San Juan Pablo II y exponerlo no dando nada por supuesto, pero —adviértase— respetando su lógica interna, porque ella asegura la conexión entre los misterios que los Padres Conciliares del Vaticano II pidieron. Podríamos decir lo mismo de América y, en general del mundo occidental. Hay una viva religiosidad popular, sobre todo en América Latina, pero que vive de rentas y está necesitada de purificación, de impregnarse de Evangelio y catequesis.
Dada esta realidad me pareció oportuno, en este artículo, asomarme al Catecismo no para explicarlo en su totalidad —imposible en este breve espacio— sino para detener- me al menos brevemente en su estructura, la que refleja justamente la conexión entre los misterios pedida por el Vaticano II. Abrigo la esperanza de que clérigos, religiosos y laicos nos acerquemos a este valioso texto, injustamente olvidado, como el del Concilio Vaticano II. Pero, antes de entrar en su estructura y lógica, me permito señalar un contexto histórico que puede ayudar a resaltar la importancia de volver al mismo: la convocatoria del papa Benedicto XVI a un Año de la Fe (2012-2013), coincidente con la celebración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II (1962) y los veinte años de la publicación del Catecismo (1992), con la Carta Apostólica Porta Fidei (2012), que debía cerrarse el 24 de noviembre de 2013, en la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Quiso la Providencia divina que lo cerrara el papa Francisco con su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, publicada en ese mismo día, que pondría un rumbo firme a su recién iniciado pontificado: Escribe el papa Francisco en Evangelii Gaudium: “Juan Pablo II nos invitó a reconocer que la misión ‘es el mayor desafío’ y ‘[que] la causa misionera debe ser la primera’ y —yendo más allá́— afirma: ‘la salida misionera es el paradigma de toda la Iglesia’ (EG 15). En esta brevísima frase, el papa Francisco resume lo que enseñó el Decreto sobre la Actividad Misionera de la Iglesia (Ad Gentes Divinitus) del Concilio Vaticano II en su número 2: “La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre”. En otras palabras: una Iglesia que no es misionera no es Iglesia porque no da cuenta de su propia naturaleza, que hunde sus raíces en la Trinidad Santísima (AG 2; cf. AG 2-4; LG 2-4).
El Catecismo de la Iglesia Católica
En la Carta Apostólica Porta Fidei (2012) es- cribe Benedicto XVI: “Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II”. Y agrega a renglón seguido: “En la Constitución Apostólica Fidei Depositum (1992), con la que promulga el Catecismo, Juan Pablo II afirma: ‘Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial […] Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial’” (PF 11).
Una palabra sobre su género, destinatarios y método: No es un Compendio dirigido a ilustrados sino un Catecismo que remite al “anuncio” de la fe más que a “literatura sobre la fe”. Sus destinatarios son los Obispos y sus colaboradores en la obra de la catequesis, pero fue concebido como accesible también a los laicos implicados, por su bautismo, en la catequesis y evangelización, y hasta a los agnósticos y a quienes buscan a Dios. En términos más sintéticos: lo fundamental debía ser transmitir la fe de la Iglesia como algo presente y de modo accesible. Debía seguir la perspectiva histórico-salvífica que adoptó el Vaticano II retomando lo mejor de la teología patrística y, por último, no debía ser redactado por “ilustrados” sino por “pastores”. Su redacción fue confiada, por ello mismo, por el papa Juan Pablo II, a una comisión redactora de seis miembros presidida por el Cardenal Joseph Ratzinger.
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Ahora sí, finalmente, su estructura.
Inspirándose en el antiguo catecumenado, se decidió que el texto debía dividirse en cuatro partes: la fe (I); los sacramentos (II); los mandamientos (III); el Padre nuestro (IV). El Catecismo del Concilio de Trento (s. XVI) tenía también esa estructura que ayuda a expresar, como núcleo esencial, lo que la Iglesia cree (I); celebra (II); vive (III) y ora (IV). El Catecismo, lejos de todo eclesiocentrismo —que podría conducir a una suerte de relativismo y subjetivismo— quiere, por el contrario, utilizar un lenguaje llano y directo y, así, afirmar libre y francamente: Cristo resucitó (y no, la comunidad lo experimentó como resucitado). Quiere, de este modo, confesar la fe como realidad, no puramente como contenido de conciencia de los cristianos, alejándose de cualquier idealismo y de la sola interioridad de la conciencia. Esto —sobre todo en la moral— es un criterio de fundamental importancia para poner en su justa relación sujeto y objeto, conciencia y ley.
Pongamos, ahora, una interrogante: ¿Qué expresa esta estructura —y esta lógica—, por lo demás, como se ha visto, de antigua tradición? Pues nada menos que las virtudes teologales y la organicidad de los contenidos doctrinales. La FE, que se expresa en las dos primeras partes: el Credo (I) y los sacramentos (II) porque, según el viejo adagio Lex orandi, Lex credendi, (la norma de la oración es la norma de la fe), la Iglesia no ora sino lo que cree y no cree sino lo que ora. De ahí la importancia de la Liturgia; la CARIDAD, síntesis y fundamento de los Mandamientos (III) y la ESPERANZA, que siempre va ligada a la oración cuyo modelo es el Padre nuestro (IV). Resulta, hoy más que nunca, de fundamental importancia, exponer la Doctrina como un TODO ORGÁNICO. El Catecismo, en efecto, es respetuoso del principio de la “jerarquía de verdades”, ya que es diverso el encale de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana, principio también fundamental en el diálogo ecuménico (cf. el Decreto sobre el Ecumenismo, del Concilio Vaticano II, Unitatis redintegratio ,UR 11).
Quiera Dios que apreciemos este verdadero tesoro y lo utilicemos sabiamente en la evangelización, sobre todo en un mundo, como el occidental, ya prácticamente paganizado, en el que es indispensable que cada cristiano sea consciente de la identidad de su fe, de aquello en lo que cree, para no quedar ex- puesto a todo viento de doctrina