*Por Marietha Góngora V.
El padre Ciro Octavio Sierra Arias es el mayor de cinco hermanos y nació en 1963 en el municipio de Mogotes, departamento de Santander (Colombia); una población que se destaca por el número de vocaciones religiosas que surgen año tras año, según comenta este sacerdote.
“Yo nací en una bella familia cristiana, muy de nuestras costumbres, en una región que es muy católica”, asegura el padre quien recuerda que todo en el pueblo giraba en torno a la vida parroquial en medio del ambiente alegre y solidario de todos sus habitantes.
A sus 18 años, tenía una novia y estaba enamorado, pero también estaba en búsqueda de encontrar un empleo y fue así como se radicó en la ciudad de Bucaramanga. “Yo era vendedor de café por las tiendas y como no sabía manejar me tenían un chofer y un carro para distribuir el café”, comenta.
Un día recibió una carta de su novia. “Decía ‘bueno hasta aquí llegamos porque francamente ya no me aguanto a sus tías aquí en el pueblo diciéndome que si tengo la bondad de dejarlo, porque usted quiere ser cura y no lo va a ser por mi culpa’”, recuerda.
“Dije ¿yo cura?, oiga pero invéntese otro pretexto. ¿Conoció a otro y se enamoró?, ¡dígame la verdad! A mí sí me extrañó de ella porque era muy ecuánime y puesta en su sitio”, dice.
El noviazgo terminó y él se concentró en su trabajo. Sin embargo, la idea de ser sacerdote se había quedado en su cabeza. “¿Qué tal yo cura? de ahí para allá mi Dios no me dejó en paz con eso”, comenta mientras ríe.
Durante sus recorridos para vender café a eso del mediodía pasaba frente a la catedral de Bucaramanga y le decía al conductor que lo dejara para orar un rato. “Terminé yendo todos los días a esa misa en la Catedral de la Sagrada Familia”, afirma.
“Un día en todo el centro de Bucaramanga en la 36 con 15 le pegué un puño al carro y dije ¡me voy de cura, ya no me aguanto este decirle no y no! No me aguanté”, recuerda el padre Ciro.
Aunque no fue fácil que lo aceptaran y tuvo que hablar con monseñor Víctor Manuel López y muchos sacerdotes del seminario Conciliar San Carlos de San Gil, finalmente una carta de su tío Octavio que dijera por qué él tenía las características y cumplía los requisitos para ingresar sería suficiente para que reconsideraran su decisión.
“Él me conocía, yo era el de las bromas, me pegó una regañada y me dijo ¡vaya búrlese de cualquier cosa menos de esto, respete Ciro! Yo le decía ‘tío pero es que es en serio, escúchame’ […] lo último que me dijo fue ‘Ciro, por Dios, no nos la haga esta vez”. Finalmente, su tío accedió y mandó la carta. Fue aceptado en el seminario a sus 20 años.
Se encontró con las lágrimas de alegría y absoluta generosidad de su madre, quien, a pesar de tener la esperanza del apoyo económico que su hijo mayor le brindaba, lo ánimo a entrar al seminario y se alegró profundamente por él. En solo cuatro días se abrieron los caminos y se definía su futuro. “Mi mamá hizo lo que nunca hacía y fue a acompañarme al bus para ir al seminario”, recuerda.
En su intención de seguir la vida vocacional solo su madre y algunas tías estaban seguras de que él cumpliría su palabra y se ordenaría como sacerdote. “Nadie daba un peso por mí y vea, ya han pasado 31 años de cura gracias a Dios”.
Tiempo después, en medio de una pilatuna, él encontró la carta que su tío le había mandado al superior del seminario. En ella afirmaba que su sobrino necesitaba ser disciplinado y hablaba más de sus defectos que de sus virtudes. “Tuvo que ser que recibieron la carta y no la leyeron”, supone entre risas.
En el seminario de San Gil adelantó sus estudios en filosofía y teología. De esta época el religioso recuerda especialmente los grandes amigos que ganó para toda su vida, las enseñanzas que tuvo y el gozo de cada recuerdo que vivió en aquel lugar. El Padre Ciro fue ordenado sacerdote el 15 de noviembre de 1991.
Durante los años posteriores, sus experiencias como sacerdote se dieron en los municipios de Barbosa, La Belleza, Olival, Palmar, Ocamonte, Galán, Oiba y Guapotá; todos en el departamento de Santander.
De todas las comunidades a las que sirvió, les guarda gran cariño y gratitud, aunque definitivamente, la más difícil fue su experiencia sacerdotal en La Belleza, donde encontró una comunidad presa del miedo en medio del conflicto armado que frecuentemente era testigo de actos de violencia impensables.
“Ahí yo maté todos mis sustos. Nunca había visto a nadie disparar y allí tuve que verlo muchas veces. Era lidiar con heridos, con muertos y ponerle el pecho a las armas […] para mí fue una tremenda prueba de fe, donde se vivió intensamente las más grandes alegrías y los miedos más terribles”, cuenta el sacerdote que en medio de su servicio recibió dos impactos de bala.
El pasado mes de noviembre, después de realizar todos los trámites y aprobar el proceso para servir en la Diócesis de Brooklyn, el padre Ciro llegó a Nueva York. Actualmente es vicario parroquial de la iglesia Santa Rita en Long Island City (Queens).
“La gente de la comunidad es muy querida y el padre José para mí ha sido un hombre providencial”, dice el padre Ciro, quien se ha sentido bienvenido en esta comunidad parroquial, a pesar de todo lo que supone vivir en un nuevo país.
“He tenido la oportunidad de palpar de cerca el drama del migrante y estamos en una zona llena de migrantes, donde confluyen todas estas historias y realidades […] Tendremos que trabajar la espiritualidad del migrante”, concluye.