En el punto minúsculo de un embrión y en el instante exacto y anónimo en que comienza la existencia de una persona, confluyen dos historias: la del padre y la de la madre, que han recorrido los siglos desde que Dios soñó la creación, la puso en camino y la fue acompañando a lo largo de los tiempos. Nuestros apellidos resumen esas dos trayectorias que se encuentran y nuestro nombre propio nos recuerda que se ha formado un ser absolutamente original y único.
Sólo Dios puede amar a cada persona de manera única y sin la más mínima sombra.
El Bautismo es también un punto de partida. Jesús se sintió elegido para anunciar el Reino de Dios, del que Juan hablaba como futuro. Jesús lo percibe ya presente como un acontecimiento: ya estaba llegando y Él lo veía brotar en medio del pueblo sencillo de Galilea, pero con la discreción de las semillas de trigo que maduran bajo la tierra y con la suavidad con que sus hojas rasgan la superficie cuando empiezan a crecer.
Este camino humano-divino que hemos hecho y que he descrito, nos lleva a concretarlo en un rostro: El papa Francisco.
Él es ese Mensajero de la Misericordia que Dios ha dado a Su Iglesia y al mundo para recrear la vida en cada encuentro que se tiene con él.
Para anunciar el Reino de Dios sin exclusiones, para enseñarnos a caminar entre el trigo y la cizaña sin perder nuestra identidad de bautizados. Ese hombre sacerdote, obispo y papa que se pone al servicio de la Iglesia y del mundo para decirnos insistentemente que el amor es posible, que el perdón puede ser una realidad, que el diálogo y la reconciliación son caminos para los pueblos.
Para decirnos sin escaramuzas que donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.
Recientemente en su Carta Pastoral sobre el Año de la Misericordia, nos decía: “Jesucristo rostro de la Misericordia del Padre”, nos reveló la Misericordia de Dios. Y explica que nuestro Dios, a lo largo de toda la Biblia, se nos muestra cercano, paciente y “rico en Misericordia” (Ef. 2,4) y que “no nos trata como merecen nuestros pecados” (Salmo 103,10) porque “Su Misericordia es eterna” (Dan. 3,89).
Para gritarnos a nuestros corazones que sólo podremos ser personas cuando somos comunidad y todos importan sin el “descarte” de muchos y con la necesidad de todos.
Es el itinerante de la mano tendida, donde toda pupila encuentra sus ojos. Esos ojos que nos invitan a la vida y hace que nuestras débiles voluntades se conviertan en fuerza que no atropella y que salva.
Querido papa Francisco, sigue así, pasando por nuestras calles y ciudades levantándonos a cantar al sol y a la madre tierra, a la vida y al amor. Bienvenido a Cuba papa Francisco.
* Monseñor Juan de Dios Hernández Ruiz fue ordenado sacerdote en 1976 y obispo en 2005. Fue director espiritual del Seminario de La Habana y figura clave en el proceso de Reflexión Eclesial Cubana. Licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.