Columna del editor

¿Qué nos queda por aprender?

BROOKLYN, Nueva York—. Desde mediados de la década del sesenta comenzaron a arribar a Estados Unidos sucesivas olas de inmigrantes provenientes de América Latina. En 1960 vivían en este país 6.3 millones de hispanos. Hoy en día ese número está cerca de los 60 millones. Los hispanos son el grupo minoritario más grande de la nación. Representan casi el 18 por ciento de todos los habitantes del país.

Esta gran ola migratoria del último medio siglo ha tenido un impacto notable en el país y, por supuesto, en la Iglesia Católica en Estados Unidos. Nuestra experiencia, aunque tiene características únicas, comparte también muchos rasgos con las anteriores olas migratorias de la historia de esta nación.

Las huellas de nuestros predecesores abundan en nuestra diócesis, especialmente en las 186 parroquias católicas (con 211 iglesias) de Brooklyn y Queens. Esas iglesias, donde hoy se celebran tantas misas en español cada domingo, fueron construidas por inmigrantes. Esos católicos llegaron de Irlanda, Italia, Polonia, Alemania, el Imperio Austro-húngaro… Durante todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX, llegaron a estas tierras desde tierras lejanas.

“Es fácil olvidar, por ejemplo, que en su segunda fundación en 1915, el Ku Klux Klan fue una organización movida por el odio a la Iglesia Católica tanto como el odio a la raza negra”.

Como muchos hispanos hoy, aquellos inmigrantes eran pobres y despreciados. Excepto los irlandeses, ellos tampoco hablaban la lengua de su nueva tierra. Su idioma, su cultura y su religión los hacía extranjeros. Es fácil olvidar, por ejemplo, que en su segunda fundación en 1915, el Ku Klux Klan fue una organización movida por el odio a la Iglesia Católica tanto como el odio a la raza negra.

Los católicos de antaño llegaban a un país francamente hostil a la Iglesia Católica. Venían de tierras donde el catolicismo era la religión oficial del estado. En sus patrias, la Iglesia habitualmente estaba sostenida económicamente por el estado. Los inmigrantes católicos muy pronto se dieron cuenta que habían llegado a un país muy diferente. Si querían ir a misa el domingo, primero deberían construir la iglesia.

Y a construir iglesias se dedicaron. Recorrer las calles de Queens y, sobre todo, Brooklyn, es también recorrer esa historia. Nuestros vecindarios están salpicados de iglesias católicas de los más diversos estilos arquitectónicos. El estilo arquitectónico del templo y el nombre del santo patrón de la parroquia muchas veces nos revelan la identidad de sus constructores.

En este Mes de la Herencia Hispana, sería bueno que nos tomáramos un momento para agradecer a quienes, siendo también inmigrantes pobres y despreciados en su día, construyeron las iglesias donde tantos de nosotros rezamos hoy a Dios en español.

Un nuevo rostro

Los hispanos han representado el 70 por ciento del crecimiento de la Iglesia Católica en Estados Unidos durante el último medio siglo. La integración de esos nuevos católicos ha estado marcada por recurrentes dificultades, incomprensiones y resistencia. También ha estado marcada por un creciente esfuerzo de acogida por parte de las comunidades católicas establecidas en el país antes que los latinos.

Mirar las dificultades enfrentadas no nos debería impedir ver todo lo positivo que ha habido en esa experiencia. Más allá de cualquier cosa que pueda separarnos —la lengua, las tradiciones, el nivel educacional o económico— nos une la fe en Jesucristo, que es la esencia y la razón de nuestras vidas.

Pensando en la fe que nos une, deberíamos todos —anglos e hispanos— trabajar constantemente por una integración más plena de las diferentes comunidades que forman nuestras parroquias. Cada domingo en Brooklyn y en Queens la misa se celebra en 28 lenguas diferentes, pero todos formamos la misma Iglesia: “una, santa, católica y apostólica”, como rezamos en el Credo.

Durante décadas, en cientos de iniciativas y estrategias pastorales, se ha repetido en inglés y en español que las comunidades angloparlantes deberían saber más sobre las tradiciones y devociones típicamente hispanas. Es cierto: para valorar lo que los hispanos podemos aportar a esta Iglesia, es necesario conocerlo.

Menos se habla, en cambio, de otro tema que también es importante. Si los hispanos queremos formar parte de nuestras nuevas parroquias, de nuestra Iglesia local, también deberíamos aprender a valorar sus tradiciones y su historia. Esto es especialmente cierto en Brooklyn y Queens.

Hay mucho de valioso en la tradición católica americana que nos sería provechoso conocer. Y no seremos parte plena de esta Iglesia que peregrina en Estados Unidos hasta que no conozcamos y apreciemos su historia, sus valores. Tenemos que aceptar, de una buena vez, que nosotros también debemos aprender de la rica experiencia del catolicismo americano.

Una lección

A principios de este siglo, por ejemplo, estalló una ola de escándalos sobre abusos sexuales en la Iglesia en Estados Unidos —una crisis que tristemente se ha repetido este año. Las críticas llovían, y con toda razón, sobre la Iglesia de Estados Unidos. Con el pasar de los años, sin embargo, hemos ido descubriendo otras aristas de aquella crisis que antes no veíamos.

En primer lugar, hemos descubierto que el problema no era exclusivamente americano, ni exclusivamente anglo-europeo. También en América Latina y en otras partes del mundo ocurrían los mismos horrores. La diferencia ha estado en que fue aquí, en Estados Unidos, donde primero se revelaron los escándalos, y donde primero se hizo algo serio por enfrentarlos.

El reciente informe del Gran Jurado de Pennsylvania, en medio de todo su horror, reveló un signo de esperanza. Desde 2002, el año en que se adoptó la Carta de Dallas —el protocolo de la Conferencia Episcopal americana para la protección de menores— los casos de abusos sexuales por parte del clero han caído en picada.

Si en 2002 muchos latinoamericanos podíamos pensar que los abusos sexuales por parte de miembros del clero eran un “problema americano”, hoy sería más lógico concentrarse en seguir el ejemplo de los estadounidenses para erradicar ese escarnio.

Sin negar las sombras de la Iglesia que peregrina en Estados Unidos, deberíamos, repito, de vez en cuando, aguzar la vista y ver lo mucho que de bueno tiene. Sobre todo porque en unos años seremos la mitad de esta Iglesia. Es hora de que tomemos consciencia de que todo lo que se refiera a ella ya nos atañe también a nosotros.