Danielita es una joven muy dulce de treinta y un años que tiene una edad motora de tres, y una edad emocional de siete. Se comunica con su mamá y con los demás a través de sus ojos grandes y expresivos y haciendo señales con sus manos. A su mamá le encantaría llevarla a la Iglesia los domingos, pero Danielita grita y llora cuando hay mucha gente alrededor
de ella. Por esa razón, yo le llevo la Sagrada Comunión todos los domingos. Sabe que Jesús viene a visitarla porque acordamos con su mamá establecer una rutina cada domingo. A ella se la viste de blanco, y a su lado, se prepara la mesa con un mantel también blanco, un crucifijo y dos velas encendidas. Danielita ve todo esto, y se pone radiante. A la pregunta de su mamá, ¿Quieres que la señora Teresa te traiga la Comunión?, ella responde con una mirada juguetona y con un golpe de pecho, que en su lenguaje significa “Sí, quiero”.
Este año, nuestro Santo Padre Francisco nos dice en su Bula de Convocación del Jubileo de la Misericordia: “Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y los difuntos” (# 15).
Reflexionando en mis visitas a Danielita y su mamá cada domingo me he dado cuenta que generalmente la obra corporal va acompañada de la espiritual. Al visitar un enfermo, lo asistimos con nuestra ayuda y al mismo tiempo llevamos consuelo y alegría, no sólo al enfermo o incapacitado sino también al resto de la familia. Sin embargo, en otras situaciones nos limitamos a la obra corporal como, por ejemplo, cuando al ver un desamparado, le damos un dólar, un pan o una fruta, pero aligeramos nuestro paso para no mirarlo a los ojos, y menos aún, tocar su mano o su hombro diciéndole: “Hermano, que Dios te bendiga”. O cuando formamos parte de un equipo u organización que presta toda clase de ayuda social a los necesitados pero no cuidamos de alimentar sus almas con fe y esperanza proclamándoles que Dios los ama.
Es cierto que hoy en día, debido a la influencia del mal en el mundo, es muy difícil abrir las puertas al desconocido o detenerse ante un necesitado. Sin embargo, esto no debe ser una excusa para revisar nuestras vidas y comprometernos con el Señor para cumplir una o varias obras de misericordia en este 2016. Los hospitales, las cárceles, los asilos, nuestras Iglesias… son lugares donde podemos encontrar oportunidades
para ayudar al otro, corporal y espiritualmente. Y entre nosotros, tres obras espirituales que todos podemos empezar a practicar desde ya, en nuestros hogares, en nuestros trabajos y en nuestras iglesias es la de perdonar las ofensas, soportar con paciencia a las personas molestas y rogar por los vivos y muertos. Yo me comprometo a hacerlo. Y tengo la esperanza de que al final del año ya se me haya convertido en un buen hábito. Así nuestro interior y nuestro entorno se llenarán de la verdadera paz, la Paz de Jesús.
Haciéndose eco del capítulo 25 del Evangelio de san Mateo, nuestro Santo Padre Francisco nos dice que “no podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados pues en cada uno de los ‘más pequeños’ Cristo mismo está presente. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado”. (# 15) Nos recuerda las palabras de San Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados por el amor”.