“Cristo es verdad y no costumbre”, afirmó este gran santo ante los vicios y escándalos que encontró en la arquidiócesis de Lima, a donde había sido enviado como misionero desde España en el año 1581. Como arzobispo de la vasta zona que le fue asignada, se propuso restaurar el nivel espiritual de sus fieles, enfrentado los ataques, quejas y calumnias de sus enemigos, a los que les decía: “Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor”.
Recomendado por el rey Felipe II, este gran misionero llegó a Lima en tiempos de la colonia cuando los gobernantes españoles tenían control de todos los aspectos civiles e intervenían además en los aspectos eclesiásticos. La lucha por el poder, los abusos y los desacuerdos habían crecido creciendo durando seis años en que la ciudad había estado sin arzobispo.
Mogrovejo usó su autoridad episcopal y pastoral para cuidar su rebaño. Él mismo visitaba sus comunidades, mayormente a pie, se quedaba en ellas bautizaba sus niños y enseñaba a los adultos. Santa Rosa de Lima y san Martín de Porres son los nombres más famosos entre los miles que bautizó.
Su amor por los indígenas lo llevó a buscar la forma de comunicarse con ellos, inclusive tratando de aprender sus lenguas. Luchó por sus derechos proclamando la igualdad social entre indígenas y nobles. Mejoró sus condiciones de vida construyendo caminos, escuelas, capillas y hospitales.
Se ocupó también de guiar y formar a sus obispos y sacerdotes. Los convocó a trece sínodos diocesanos y tres concilios provinciales; y fundó el Seminario Americano en Lima que en la actualidad lleva su nombre.
Presidió el III Concilio Limense (1582-1583), al cual asistieron prelados de toda Hispanoamérica, para tratar asuntos relativos a la evangelización de los indígenas. Como resultado, se determinó usar las lenguas indígenas en la predicación. Con ese fin se creó una Facultad de Lenguas Nativas en la Universidad de San Marcos, se implementó la catequesis a los esclavos negros y la impresión del catecismo en castellano, quechua y aymará.
Animó a los religiosos a trabajar en parroquias sumamente pobres; a extender el número de ellas, y a abrir centros de evangelización. Así, en un período de 25 años, al momento de su fallecimiento el número de ellas se había extendido de 150 a 250.
En su testamento determinó que sus pertenencias personales fueran donadas a sus criados y sus propiedades a los pobres. Murió a los 68 años un 23 de marzo, fecha en que lo recuerda el Santoral Católico. Lima celebraba tradicionalmente la solemnidad de este santo el 27 de abril, día de la traslación de sus reliquias desde Zaña, Perú, donde murió, hasta la Basílica Catedral de Lima, donde se veneran sus restos.
En Mayorga, la ciudad donde nació en España, celebran su fiesta los cinco últimos días de septiembre, alrededor del 27 de este mes, día en el que se conmemora la llegada de las segundas reliquias de Toribio
Los historiadores dicen que santo Toribio es uno de los regalos más valiosos que España le envió a América. Fue canonizado por Benedicto XIII. San Juan Pablo II lo proclamó Patrono del Episcopado Hispanoamericano en 1983. Es el patrono de la Arquidiócesis de Lima y de Mayorga, y de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, Perú.