QUERIDOS HERMANOS Y HERMANAS EN CRISTO: Hace poco Mons. Joe S. Vásquez, obispo de la diócesis de Austin, Texas, y presidente de la Comisión de Migración de la Conferencia de Obispos Católicos (USCCB, por sus siglas en inglés) de la cual soy miembro, envió una carta a los senadores de Estados Unidos que resume perfectamente, a mi entender, la posición de la Iglesia en materia de inmigración. Vale la pena compartir un fragmento en particular.
“La Iglesia católica reconoce el derecho de las naciones a controlar sus fronteras y la responsabilidad de su gobierno de proteger a las personas dentro de su territorio, esos derechos y responsabilidades deben ser ejercidos de una manera coherente con su obligación moral de defender las necesidades humanitarias de los migrantes y refugiados. Las naciones más ricas tienen una mayor obligación de adaptar esas necesidades y pueden hacerlo de manera tal que no ponga en peligro la seguridad de su pueblo”.
“Nos oponemos a que Estados Unidos, que es una de las naciones más ricas del mundo, en vez de atender a los necesitados destine sus recursos a las prioridades coactivas propuestas por la administración para el año fiscal 2017-2018”, declaró. “Consideramos que esos recursos se destinarán en su mayor parte a crear una descomunal acumulación de seguridad en la frontera de Estados Unidos y México, y aumentar la detención de inmigrantes. “Y no creemos que este enfoque exclusivamente coercitivo sea apropiado. Pero por encima de todo, no creemos que tales recursos deban ser invertidos en un muro fronterizo o en crear más centros de detención. En su lugar, creemos que parte de esta financiación debería destinarse a programas más humanos y económicos, que garanticen la evaluación de cada caso, y acceso a servicios legales y programas de repatriación voluntaria seguros, como alternativas a los programas de detención. En resumen, como ha repetido el papa Francisco, debemos construir puentes, no muros”.
“La Iglesia católica reconoce
el derecho de las naciones
a controlar sus fronteras”.
Reconocemos que la nueva administración en Washington, D.C., ha adoptado una posición coactiva con respecto a los extranjeros indocumentados en nuestro país. Una y otra vez, he dicho que la inmigración indocumentada no es buena para los inmigrantes, ni tampoco para nuestro país. Sin embargo, existen varias formas en que podríamos reducir y eventualmente eliminar la inmigración indocumentada, mediante una reforma completa de nuestro sistema de inmigración.
El obispo Vásquez, en su carta al Senado de Estados Unidos, describe algunas de las formas en que el dinero destinado a un muro que tiene dificultades tanto ecológicas como prácticas puede ayudar a eliminar la necesidad de las medidas que se están utilizando en este momento.
La separación de las familias es realmente un problema. Hace poco en Cincinnati, Ohio, la madre de cuatro hijos nacidos en Estados Unidos fue deportada sin tener antecedentes penales y con permiso de trabajo mientras su caso estaba pendiente. Cuando se presentó a su audiencia, fue deportada de inmediato, dejando atrás a sus cuatro hijos estadounidenses.
El arzobispo de Cincinnati, Mons. Dennis Schnurr, trató de intervenir, pero fue en vano. No queremos que casos como este se repitan aquí en nuestra Diócesis en Brooklyn y Queens. Quizás vieron el reciente reportaje de NET-TV sobre un proyecto en Park Slope tratando de reclutar familias de acogida para cuidar a niños nacidos en Estados Unidos cuyos padres han sido deportados. En realidad, esto es un uso extremo de la ejecución de nuestras leyes de inmigración.
Las leyes de inmigración no han sido aplicadas adecuadamente durante varios gobiernos consecutivos. Esto se debe principalmente a que la presencia de extranjeros indocumentados fue favorable para muchos; especialmente para los empleadores que, aun pagando a sus trabajadores el salario justo, seguían careciendo de una mano de obra tan productiva como el obrero indocumentado.
Debemos defender a quienes están entre nosotros,
sin importar cuál sea su estatus legal.
Todas las personas necesitan
un tratamiento humano y razonable.
Ahora vemos que las mismas personas que en aquel momento se beneficiaron del trabajo de los indocumentados, no vienen a su defensa. Debemos defender a quienes están entre nosotros, sin importar cuál sea su estatus legal. Todas las personas necesitan un tratamiento humano y razonable. Tenemos que expresar a nuestros funcionarios electos nuestras objeciones, para que puedan reconsiderar el seguimiento de ciertas iniciativas que tienen consecuencias terribles para nuestras familias inmigrantes.
Otro nuevo problema que se avecina es la supresión del “Estatus de Protección Temporal”, más conocido como “TPS” por sus siglas en inglés, que es un estatus otorgado a los inmigrantes que no pueden regresar a su país de origen debido a catástrofes naturales o conflictos civiles.
Los grupos más vulnerables ahora son las personas de Haití. Se estima que 40.000 haitianos que viven en Estados Unidos — la mitad de los cuales están en Brooklyn y Queens— tienen TPS. Esto significa que no están obligados a regresar a Haití debido al terremoto. Normalmente, el TPS ha sido un camino para muchos para regularizar su estatus en otras formas legales. La negativa de TPS no solo afectará a Haití, Salvador, Honduras y Nicaragua, sino también a otros nueve países.
Cuando era director ejecutivo de los Servicios de Migración y Refugiados de la Conferencia de Obispos Católicos (USCCB, por sus siglas en inglés) a finales de los años ochenta, fui responsable de promover esta legislación que —por su utilidad humanitaria— fue aprobada con amplio apoyo bipartidista. Recientemente se realizó una manifestación en el Ayuntamiento organizada por el concejal Mathieu Eugene, el único haitiano-estadounidense del City Hall, pidiendo apoyo al alcalde y los concejales para aprobar unánimemente la continuación del Estatus de Protección Temporal.
A veces la ignorancia de los hechos que rodean nuestro sistema de inmigración ha llevado a algunos a adoptar posiciones extremas que, aparentemente, son lógicas para los ciudadanos que obedecen la ley, sin reconocer las circunstancias atenuantes que hacen que la gente esté sin papeles en los Estados Unidos.
Otra cuestión que todavía necesita resolución es el restablecimiento de los refugiados de Oriente Medio, especialmente los de Siria, y el retraso en su procesamiento por parte de la nueva administración, que redujo el número de refugiados de 100.000 a 50.000. La consecuencia para las Caridades Católicas —que ayudan con el reasentamiento de refugiados— ha sido que algunos han cerrado sus programas de relocalización, incluso cuando personas de las parroquias estaban dispuestas a asistir en la reinserción de aquellos que necesitan amparo. Este es otro tema que demanda nuestro apoyo.
No hay mejor defensor de los migrantes
y los refugiados que nuestro
Santo Padre, el papa Francisco.
No hay mejor defensor de los migrantes y los refugiados que nuestro Santo Padre, el papa Francisco. Uno de sus primeros actos como Pontífice fue volar a la isla de Lampedusa para visitar a los refugiados africanos que sobrevivieron la peligrosa travesía por el Mediterráneo desde Libia, donde se reunieron por primera vez para su viaje. El Papa ha dado un paso valiente para viajar a Egipto, incluso después de las dos masacres en iglesias el Domingo de Ramos.
En verdad, nuestro Padre ha convertido el servicio a los más pobres y necesitados en una de las prioridades de su apostolado. Quizás escribir una carta a los funcionarios federales electos permita que nuestros legisladores comprendan nuestro apoyo a un programa razonable para inmigrantes y refugiados. Realmente es poco pedir, comparado al ejemplo tan grande que nos ha dado nuestro Santo Padre. Él ha remado mar adentro sin cesar, en defensa de los inmigrantes y los refugiados, muchos de los cuales perecen en las aguas profundas, intentando escapar de sus deplorables condiciones económicas y de vida.