En La Habana: la primera Navidad después de Fidel

“NUEVE DÍAS SIN RON, acere”. Ese fue el comentario que más escuché sobre la muerte de Fidel Castro en mi reciente viaje a La Habana. Tras su muerte el gobierno cubano prohibió la venta de bebidas alcohólicas y todo tipo de celebraciones —incluso las fiestas privadas— durante los nueve días de luto oficial. Hubo gente detenida —y equipos de música decomisados— por poner salsa y reggeatón demasiado alto cuando se suponía que todo el mundo estuviese oficialmente triste. Llegué a la Isla el 18 de diciembre: dos años y un día después del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Cuba, y tres semanas después de la muerte de Fidel Castro. ¿Qué había cambiado?

El primer cambio que noté fue el viaje mismo. Hace siete años, cuando fui a La Habana en un vuelo chárter, el pasaje costaba $950. Era caro pero incluyó varias “atracciones”: pasar cuatro horas haciendo filas en el Aeropuerto Kennedy para consignar mi equipaje; y luego cinco horas de espera dentro del avión antes de despegar. Todos los pasajeros parecían ser cubanos excepto una pareja de ancianos anglosajones que vivieron aquella odisea macondiana con una mezcla de descomunal perplejidad y heroica paciencia.

Esta vez viajé en un vuelo regular de JetBlue del Kennedy a La Habana. El pasaje costaba $475.16 y la mayoría de los pasajeros eran americanos: jóvenes universitarios y familias de vacacionistas. El proceso de consignar el equipaje y confirmar el pasaje fue casi normal. Cuando entré en el avión ya tenía serios síntomas de disonancia cognitiva. ¿Se estaría convirtiendo Cuba en un país normal al que se podía viajar normalmente? La hora que pasé esperando que me entregaran el equipaje al llegar a La Habana no logró arruinar mis esperanzas: Cosas peores he visto en el Aeropuerto Kennedy.

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El Capitolio cubano está siendo restaurado y volverá a ser la sede del parlamento cubano, como lo era antes de la llegada de Fidel Castro al poder. Foto: Jorge I. Domínguez-López

¿Un país normal?

Desde el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, el presidente Barack Obama visitó La Habana y el papa Francisco ha estado en el país dos veces. Recientemente la Unión Europea ha abandonado la Posición Común cuyo objetivo era “promover la transición hacia la democracia y el respeto por los derechos humanos”. El régimen cubano parece ser considerado ahora un gobierno normal en lugar de, como solían pensar los europeos hasta hace dos meses, una dictadura con 60 años en el poder.

También ha habido excelentes noticias en el campo financiero y económico. Los acreedores del gobierno cubano —desde Rusia hasta México o el Club de París— le han perdonado casi 45 000 millones de deudas en los últimos dos años. Al mismo tiempo se produjo la explosión del turismo: de tres millones de visitantes en 2015 el país pasó a más de 4 millones en 2016.

Sin embargo, lo único nuevo que noté en mi primer paseo fueron unos carteles inmensos que decían: “Yo soy Fidel”. Ese fue el slogan preferido durante su largo funeral y que ahora está en cada esquina. El resto se veía igual que la última vez. En El Vedado, uno de los barrios más hermosos de la ciudad, la mitad de las casas y la mayoría de las aceras siguen al borde de la ruina.

Todas las gasolineras de Cuba son propiedad del gobierno. Compran combustible a Venezuela a precios preferenciales que le otorga la arruinada Revolución Bolivariana, y luego lo venden a $4 el galón. Se pensaría que el gobierno está muy interesado en vender gasolina, pero no es así. Una mañana tuvimos que llenar el tanque de nuestro carro y debimos visitar cuatro gasolineras antes de encontrar una que tuviera gasolina para la venta.

El 24 de diciembre, la Misa del Gallo en mi antigua parroquia de La Salud, un pequeño pueblo que queda 25 millas al sur de La Habana, fue a las 9 p.m. El párroco debía celebrar esa noche tres misas en tres pueblos diferentes. En el templo se congregaron unas 150 personas, más o menos la misma cantidad que iban a la misa de Nochebuena a inicios de los noventa, cuando me fui.

Una discreta Navidad

En ningún sitio público se veían símbolos de Navidad ni se escuchaban villancicos. En muy pocas casas se ve algo alegórico a la Navidad. Desde 1970 la celebración estuvo prohibida en Cuba hasta la visita de San Juan Pablo II en 1998. Ahora es nuevamente un día feriado, pero las largas décadas de acoso han tenido un duradero efecto.

El aumento en la asistencia a misa que se notaba a mediados de los noventa parece ser cosa del pasado. Pero la presencia de la Iglesia ha crecido de diversas maneras. En La Salud, por ejemplo, la parroquia sirve desayuno a 40 de las personas más pobres del pueblo cada día en la casa parroquial, que parece a punto de derrumbarse. Todos los que trabajan allí son voluntarios. Practican lo que podríamos llamar “caridad suicida”. Todos los recursos que reciben lo dedican a alimentar a los más pobres, mientras que el techo amenaza con caer sobre sus cabezas.

En La Habana funciona el Centro Cultural Félix Varela, que se halla en el edificio del antiguo seminario San Carlos. Entre muchas iniciativas, allí parece estar el embrión que haría renacer la Universidad Católica que alguna vez hubo en la ciudad y que fue clausurada —y sus edificios confiscados— por el gobierno poco después de que Fidel Castro tomara el poder. El Centro ofrece cursos universitarios que son válidos en numerosos países, pero que el Ministerio de Educación de Cuba no reconoce.

Iniciativas como los desayunos que ofrece la parroquia de La Salud o los cursos universitarios del Centro Varela en La Habana son toleradas pero no aprobadas por el gobierno. En esa zona gris la Iglesia trata de cumplir su misión en la Isla.

El 27 de diciembre, Raúl Castro dio un importante discurso ante la Asamblea Nacional —el curioso parlamento cubano que se reúne dos veces al año y siempre vota por unanimidad. Según el general de 85 años, la economía cubana decreció 0.9 por ciento en 2016. El anciano gobernante declaró que “no ha sido posible superar la situación transitoria que atravesamos en los atrasos de los pagos corrientes a los proveedores”. Como remedio, propuso “incrementar la producción nacional […] y reducir todo gasto no imprescindible.”

No explicó Raúl Castro —ni ningún periódico cubano lo ha preguntado— cómo puede la economía de un país decrecer 1% el mismo año que su segunda industria creció más del 25%.

“Nueve días sin ron, acere”, era la frase más repetida por compatriotas a los que se les hace arduo enfrentar su realidad sobrios, y que no tienen ya el hábito de pensar en el futuro si está a más de dos semanas de distancia. El discurso de Raúl Castro no hará nada por cambiar su perspectiva. Y ahora, la derogación de la política de “pies secos, pies mojados” —una de las últimas decisiones de Obama— les ha quitado a muchos la única posibilidad de cambiar sus vidas.

La primera Navidad en La Habana sin Fidel fue un recordatorio de que el final del embargo norteamericano no podrá cambiar el hecho básico de que la economía cubana no funciona; y de que tomará mucho tiempo reparar el daño social y espiritual causado por mas medio siglo de autocracia.