El matrimonio, vínculo sagrado establecido por Dios

El Concilio Vaticano II nos dice que “el mismo Dios es el autor del matrimonio” (GS 48,1). En efecto, la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, creados por Dios. Por lo tanto, no es una realidad puramente humana y en todas las culturas existe un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. Esta realidad permite afirmar que “la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana, está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47,1).

El presente artículo quiere ser solo una catequesis sobre el matrimonio, tanto en su realidad natural como sacramental. Por lo mismo, nos limitaremos a destacar algunos puntos esenciales del Catecismo de la Iglesia Católica, que tratan de este sacramento (cf. CEC 1601-1666). Comencemos con la Biblia, más concretamente con su primer libro: el Génesis.

El matrimonio en el plan original de Dios

La Sagrada Escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: “No es bueno que el hombre esté solo”. La mujer, “carne de su carne”, le es dada por Dios como una “ayuda”. “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (cf. Gen 2,18-25). Esto representa – en el plan original de Dios – una unión indefectible de sus dos vidas. Cristo mismo lo muestra cuando le llevan la cuestión del divorcio, aprobada por Moisés, afirmando que Moisés permitió el repudio de la mujer en razón de “la dureza del corazón” pero, superando la Ley Antigua, se remonta, en su respuesta, recordando cuál fue “en el principio” el plan del creador y, por lo mismo afirma “lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mt 19,6).

Cuando el Génesis habla de “ayuda”, no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también del ser. Femineidad y masculinidad  son entre sí complementarios no solo desde el punto de vista físico y psíquico sino ontológico. Solo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino”, lo humano se realiza plenamente como la “unidad” relacional que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante (cf Juan Pablo II, Discurso a las mujeres IV Conferencia de Pekín (26-6-1995) 7-8.

El matrimonio después del pecado original

El pecado original, que todos heredamos de nuestros primeros padres, nos trae la experiencia del mal, que se hace sentir, también, en las relaciones entre el hombre y la mujer. Hay, en efecto, en el hombre y la mujer, ¡un desorden! [ no una corrupción!], que no se origina en su naturaleza, ni en la naturaleza de las relaciones hombre- mujer, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia una primera ruptura en la “comunión original” entre el hombre y la mujer [ agravios recíprocos sobre el causante de la culpa (cf Gen 3,2) que se extiende también a su vocación de multiplicarse y de dominar la tierra [los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan] (cf Gen 3,16-19; cf cap. 1-3). Dada la realidad del pecado, para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gen 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”.

La experiencia indica que, en todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Ello no obstante, cualquier atisbo de conflicto puede, con la gracia de Dios, ser subsanado y la alianza restablecida; el amor, en definitiva, cuando hay humildad y entrega entre los esposos, siempre triunfa sobre el conflicto.

Para decirlo en pocas palabras, el matrimonio – y la familia – son la célula básica de la sociedad. El “lugar” no meramente físico sino simbólico en el que se experimenta, de un modo del todo singular, la vocación social del hombre cuyo centro es la “relación”. Allí, en efecto, se vive la paternidad, la filiación, la fraternidad, elementos indispensables para salvaguardar la salud psicológica y espiritual de los seres humanos. Por ello mismo, todo atentado contra el matrimonio y la familia, no solo hiere una institución sagrada por naturaleza, sino que daña también a la sociedad (cf. CEC 2207-2207)

El matrimonio sacramental y la virginidad por el Reino de Dios

La alianza de Dios con Israel ha sido considerada, ya en el Antiguo Testamento, bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf. Os 1-3; Is 54.62; Jer 2-3.31). Así, los profetas fueron preparando al pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Mal 2,13-17). Esta alianza – nueva y eterna – se da en el Hijo de Dios que, encarnándose y dando su vida, se unió, en cierta manera con toda la humanidad salvada por El (cf. GS 22) preparando así “las bodas del cordero” (Ap. 19,7.9).

El Apóstol San Pablo manifiesta el carácter “sacramental” del matrimonio entre un hombre y una mujer bautizados, haciendo de la entrega mutua entre el hombre y la mujer un “sacramento”: “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32 cf Ef 21-33). Los versículos 23-32 establecen un paralelo entre el matrimonio humano y la unión de Cristo con la Iglesia. Los dos términos de comparación se aclaran mutuamente: a Cristo se le puede llamar esposo de la Iglesia, porque es su Cabeza y la ama como a su propio cuerpo. Lo mismo sucede entre marido y mujer: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla […] y presentársela a sí mismo santa e inmaculada” (Ef 25-27).

No todos, sin embargo, están llamados al matrimonio. El vínculo con Cristo ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero donde quiera que vaya. Cristo mismo invitó a seguirle en este modelo de vida (cf Mt 19,12). La estima de la virginidad por el Reino (LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente.

Conclusión, resumen, comentarios personales

Hay que afirmar que el matrimonio exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad (FC 13). No se pueden separar, en las relaciones sexuales matrimoniales, dos aspectos que van entre sí ligados: el factor unitivo y el procreativo. Este principio establecido por San Pablo VI en su Encíclica Humanae Vitae (1968) ha sido profético. El rechazo de algunos teólogos, pastores y fieles ha traído como consecuencia el abandono de la ley natural y la manipulación de la vida. La Iglesia rechaza el divorcio: alienta a comulgar a los divorciados no vueltos a casar, pero quienes han contraído nueva unión no pueden acercarse a la comunión. Tampoco pueden hacerlo quienes han constituido una pareja homosexual. La tendencia no es pecado, pero las relaciones sí.

El hombre de hoy cree definirse a sí mismo a su antojo con una libertad vacía, que niega su realidad de creatura. Esto salpica también a un amplio sector de los católicos. Hay mucha confusión doctrinal entre fieles y aun entre pastores. Pero no es la Iglesia quien tiene que cambiar su doctrina para adaptarse al mundo sino al revés. La Iglesia sirve a la Palabra de Dios revelada, al Evangelio que le fue confiado, del que no es dueña sino servidora y al que tiene que predicar y custodiar.

En este sentido valen las advertencias del Apóstol Pablo a los Gálatas: “me maravillo de que abandonando al que los llamó por la gracia de Cristo, se pasen tan pronto a otro evangelio – no que haya otro, sino que hay algunos que los perturban y quieren deformar el Evangelio de Cristo […] Si alguno les anuncia un Evangelio distinto del que han recibido ¡sea anatema! (cf Gal 1,6-9). Algunas afirmaciones no conformes con la Regula Fidei [ la norma de la fe] poco a poco se van introduciendo también en la Iglesia. ¡Estemos atentos!

Mons. Alfredo H. Zecca

La Iglesia es Santa

El Concilio Vaticano II (1965), que auguraba una nueva primavera para la Iglesia después de tantos siglos de confrontación con la cultura moderna, fue seguido —a causa de una errónea hermenéutica— por un venir a menos de la liturgia, la catequesis, la formación sacerdotal, a los que se agregaron —en los últimos decenios— el escándalo por los abusos sexuales a menores perpetrados por clérigos y los escándalos financieros. Todo esto nos ha conducido a la conciencia cada vez más clara de que —como en otros tiempos y circunstancias históricas— la Iglesia católica está atravesando una crisis que, por momentos, parece llevar a una suerte de “punto muerto” del que solo puede sacarnos un “discernimiento del Espíritu”, con una decisiva vuelta a las fuentes del Evangelio y de la Patrística y, finalmente, con un gobierno firme y prudente de parte del colegio de los Obispos que, con su cabeza, el Papa, tiene la responsabilidad de la conducción de la Iglesia universal.

Ante esta triste realidad, la gran tentación sería limitarnos a una lectura sociológica y política, como la que hace, en general, la prensa mundial que se detiene en señalar el desprestigio institucional, porque no mira a la Iglesia con los ojos de la fe sino que la juzga a partir de criterios puramente humanos, como si ella fuera solo una institución, entre otras, de las que constituyen la trama de las actuales sociedades democráticas.

Los fieles católicos, sin embargo —que la vemos y juzgamos desde la fe—, no olvidamos la promesa del Señor al enviar a los apóstoles a la misión de que él estaría con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 19-20). Por ello mismo, no perdemos la confianza en que, la nave de la Iglesia, por más que atraviese por mares tempestuosos, nunca naufragará, porque la guía el Señor Jesús, el más seguro piloto y la anima el mismo Espíritu que él envió junto con el Padre para constituirla como columna de verdad. Esto nos lleva a afirmar con total certeza y confianza que, no obstante albergar en su seno pecadores, ella es “indefectiblemente santa” (LG 39).

¿En qué se fundamenta esta certeza? El Vaticano II es claro al respecto: en que “Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado ‘el único santo’ ”, [Misal Romano, Gloria, refiriéndose a Cristo aclama: “Tu solus sanctus”]. Pues bien, Cristo, el único santo, “amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo para santificarla (cf. Ef, 5,25-26), la unió a Sí, como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios”. De ahí que todos, pastores y fieles, estemos llamados a la santidad (LG 39).

Más aún, por su unión vital [ontológica] con Cristo, la Iglesia es no sólo Santa sino también, como expresa la Relación Final del Sínodo Extraordinario convocado por San Juan Pablo II en 1985, a los veinte años de la finalización del Concilio, Signo e Instrumento de santidad: “porque la Iglesia es un misterio [=sacramento] en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad” [Rel. Fin. II,A, 4].

Es importante advertir que los términos “signo” e “instrumento” nos remiten a la noción de “sacramento” que —como ya hemos indicado— es equivalente a la de “misterio” ya que ambas son, estrictamente, intercambiables.

“La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano” afirma Lumen Gentium al comienzo, en el número 1. Esta santidad –como ya se ha dicho– tiene su fundamento en Cristo y, por lo mismo, se trata de una santidad “ontológica”, es decir, fundada en el ser, más exactamente en que Cristo es Dios. Ahora bien, esta santidad nos es participada, a cada uno y a la Iglesia como cuerpo, por el Espíritu, que es “enviado el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia” (LG 4).

Cristo, en efecto, es el Verbo que, junto al Padre y al Espíritu Santo, constituyen la Trinidad Santa, el Dios en quien creemos. Pero Cristo, en el seno purísimo de María, toma carne humana, se hace semejante a nosotros y, de este modo, la humanidad de Cristo unida a la Persona del Verbo es “signo” e “instrumento”, es decir, como “sacramento” del único Santo, del único Dios cuyo ser consiste en su santidad.

La humanidad de Cristo participa —entonces— de la santidad divina y es esa participación la que comunica a la Iglesia que es su cuerpo, en el que se prolonga la realidad sacramental de su humanidad y de su santidad.

Saquemos de esto una importante conclusión: en cuanto misterio de efusión divina la Iglesia no puede dejar de ser “santa” y “santificadora”, en el sentido ontológico y a la vez dinámico que la Biblia da al “ser” divino. Sólo que Dios es santo “por esencia” y la Iglesia lo es “por participación”. Es decisivo entender esto: Dios no es solo el “totalmente otro” respecto del hombre y del mundo. Más aún, su santidad no es solo un “atributo” sino que se identifica con su esencia. Digámoslo de otro modo: Dios no es santo porque manifiesta una “perfección moral en su acción”, sino — al revés— sus acciones son moralmente perfectas “porque Él es santo”. El “obrar” sigue al “ser” y no el “ser” al “obrar”. El fundamento de la santidad de la Iglesia es —en consecuencia— la santidad de Dios. Por ello mismo podemos decir sin lugar a ninguna duda que la Iglesia es “objetivamente santa”. En efecto, santa es la Palabra de Dios revelada; santos son los Sacramentos; santos son los ministerios. En una palabra: santas son todas las realidades que garantizan la mediación de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo.

Hay que tener presente esta santidad objetiva.

El papa Francisco celebra la Misa de canonización de cinco nuevos santos en la Plaza San Pedro en el Vaticano el 13 de octubre de 2019 (Foto: CNS / Paul Haring).

Sí, la Iglesia es “indefectiblemente santa” (LG 39). Pero esta santidad objetiva no excluye la santidad subjetiva. La Iglesia, en efecto, es también “Iglesia de los santos”, es decir, de quienes —a pesar de ser pecadores— se esfuerzan por ser santos. La santidad es, así, una vocación universal, de todo ser cristiano que es incorporado a la Iglesia y hecho miembro del Cuerpo de Cristo ya desde el bautismo.

Lumen Gentium lo expresa hermosamente al final del número 3: “Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo [se refiere a la Eucaristía], luz del mundo, de quien procedemos, en quien vivimos y hacia quien caminamos”.

La Iglesia tiende [en su obrar] hacia la fuente de la santidad que es Cristo y, en definitiva, la Trinidad Toda.

La santidad supone, desde luego, la fe, la conversión, el seguimiento de Cristo, la lucha contra el mal [especialmente contra el demonio], la perseverancia. Pero no es algo que el cristiano —o la Iglesia— puedan lograr por sus propias fuerzas satisfaciendo, así, sus más hondas aspiraciones morales. Todo lo contrario, estas realidades —que deben darse— presuponen que Dios viene a nuestro encuentro a través de la Encarnación del Hijo y la misión o envío del Espíritu. No nos hacemos santos a nosotros mismos sino que es Dios quien nos hace santos participándonos su propia santidad y, así, haciéndonos capaces de elevar nuestra naturaleza humana hacia lo sobrenatural.

Por lo mismo —y esto es fundamental entenderlo— la orientación de toda nuestra vida a Dios no es una suerte de “código moral” que surge de nosotros o de nuestras aspiraciones sino que es la aplicación y la consecuencia de un dinamismo [fuerza], de una gracia, que nos fue infundida por el mismo Dios. De esta manera comprendemos que se trata, en el fondo, de un dinamismo, de una gracia, que es participación en el “ser” de Dios, que nos hace “tender a Dios” y que corresponde —por otra parte— a la secreta aspiración de nuestra naturaleza que busca, siempre y necesariamente, la felicidad.

Llegados al final preguntemos: ¿hay en la Iglesia pecadores? Indudablemente sí. Pero, ¿es la Iglesia en su ser y en su obrar pecadora? Sin duda no. Leamos atentamente Lumen Gentium: “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (LG 8). La Iglesia no ha llegado todavía a la plenitud de su santidad, pero ¡cuidado con llamarla pecadora! como hacen algunos por ignorancia o ideología. Si he logrado expresarme bien, en la santidad, hay una prioridad de lo “ontológico” sobre lo “moral”; del “ser” sobre el “obrar” que valen tanto para la santidad de la Iglesia como para la santidad de cada cristiano, cualquiera sea su condición.

Cientos de catecúmenos y candidatos dan gran paso de fe en medio de la pandemia

Jasmine Zúñiga, estudiante de la escuela Rachel Carson High School, en Coney Island, sueña con tener su propio negocio de peluquería algún día. También quiere convertirse al catolicismo.

Y ese deseo está ahora mismo a su alcance. “Estoy muy emocionada. Me he esforzado en hacerlo realidad”, dijo.

Jasmine fue una de las cientos de personas, llamadas catecúmenos, que están matriculadas en el Rito de Iniciación Cristiana de Adultos (RICA) en la Diócesis de Brooklyn y han estado estudiando en sus parroquias locales para ser bautizadas en la Iglesia Católica.

El 21 de febrero, Jasmine y sus compañeros catecúmenos participaron en el Rito de Elección, donde el obispo Nicholas DiMarzio los aceptó oficialmente.

El Rito de Elección es un ritual consagrado que marca la aceptación de la iglesia, o la elección, de los catecúmenos que han sido juzgados como aptos y listos para participar en el próximo y más importante paso: recibir los sacramentos.

Este año, en medio de la pandemia del COVID-19, los catecúmenos mostraron una gran compromiso con su objetivo.

El obispo DiMarzio se maravilló de la determinación de los estudiantes que mantuvieron fielmente sus estudios, a pesar de la terrible pandemia. “Son como soldados de asalto en cierto sentido”, dijo Mons. DiMarzio. “Han invertido mucho tiempo y esfuerzo. Estas personas realmente querían bautizarse”.

Este año, la mayoría de las clases de RICA se impartieron vía Zoom, según el padre Joseph Gibino, vicario de evangelización y catequesis de la diócesis. El padre Gibino reconoció que los coordinadores parroquiales de RICA hicieron un esfuerzo que sobrepasaba el llamado del deber. “Los católicos somos un pueblo muy creativo y a veces lo olvidamos. Se necesita todo un equipo de líderes espirituales en las parroquias para educar a los candidatos”.

Los catecúmenos serán bautizados en sus respectivas parroquias durante la Vigilia Pascual el Sábado Santo, 3 de abril.

El Rito de Elección inicia un período de intensa formación espiritual mientras los catecúmenos se preparan para dar el paso más importante en sus vidas. Los catecúmenos son personas que nunca fueron bautizadas en ninguna fe cristiana pero que desean recibir los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

Hay otro grupo de personas, llamados candidatos, que han sido bautizados en la Iglesia Católica o fueron bautizados en otra fe cristiana y ahora buscan la plena comunión con la Iglesia Católica.

Jasmine es catecúmena en camino de ser bautizada en la Iglesia de la Santa Cruz, en Flatbush. “No veo la hora de que llegue ese momento. Esto significa mucho para mí”, confesó emocionada mientras esperaba el inicio de la ceremonia del Rito de Elección en la Concatedral de San José.

No es que la religión estuviera ausente de su vida todos estos años. “Iba a la iglesia con mi mamá y su amiga”, dijo. Pero unirse a la Iglesia Católica es importante para poder recibir la Eucaristía. “Estoy muy emocionada de recibir el cuerpo de Cristo”, añadió.

Convertirse en católica es “saber que te están cuidando desde lo alto”, añadió. El Rito de Elección fue bastante diferente este año.La ceremonia que presidió el obispo DiMarzio fue una de las cuatro que se celebraron en la diócesis ese mismo día.

El obispo auxiliar Neil Tiedemann celebró la ceremonia en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. El padre William Murphy, C.P. lo hizo en la iglesia Inmaculada Concepción, y en la Iglesia Reina de los Mártires, celebró el obispo auxiliar Paul Sánchez. “Tuvimos que hacerlo de esta manera este año para asegurarnos de poder distanciarnos socialmente. Teníamos que ser creativos”, dijo el padre Gibino.

Normalmente, los catecúmenos se reúnen para el Rito de Elección y el obispo saluda a cada uno en persona. Por lo general hay más de 1,000 catecúmenos y candidatos, pero este año fueron 252 catecúmenos, según la diócesis.

El número de candidatos —católicos bautizados pero que nunca recibieron los otros sacramentos y ahora desean hacerlo— es 285. Además, 22 fueron bautizados en iglesias cristianas no católicas y ahora se están convirtiendo al catolicismo.

Durante la ceremonia, los nombres de todos los catecúmenos estaban en un libro que el padre Gibino le presentó al obispo. “Han encontrado su fuerza en la gracia de Dios”, dijo el padre Gibino.

Las personas se acercan a la Iglesia Católica por razones muy diversas.

A Cory Mendenhall, catecúmeno en la parroquia de San Patricio, en Bay Ridge, lo que le llamó la atención fueron las obra de arte. “Solía ir a la iglesia a contemplar las estatuas y los vitrales tan preciosos, siempre me ha dado curiosidad quién los habrá hecho”, dijo. La belleza del arte sacro despertó en Cory Mendenhall el deseo de aprender más sobre la iglesia y sus tradiciones: “De cierta manera fue lo que me condujo a ser miembro de la iglesia”.

Cory, que es parte de la Guardia Costera de los Estados Unidos, ingresó a un programa de RICA hace dos años en San Francisco. “Ha sido un largo camino para mí”, dijo. Y está feliz de completar su camino de fe en San Patricio. “Es una parroquia maravillosa y tenemos un gran líder de RICA que nos hace sentir cómodos y que podemos preguntar cualquier cosa”, dijo.

Mons. DiMarzio dijo a los catecúmenos y candidatos que están al dar un cambio radical a sus vidas: “Cumplirán la voluntad de Dios por el resto de sus días”.

¿Se pueden bendecir los anillos para la boda civil?

A la salida de la misa dominical, muchos de mis feligreses suelen pedirme que les bendiga crucifijos, imágenes, rosarios, escapularios, aguas, etc. La mayoría del tiempo las bendiciones se dan rápidamente para no atascar la avalancha de fieles. Pero otras veces no hay forma de evitar un atasco cuando algún feligrés te cuenta un problema o te pide una cita privada.

Una vez hubo una congestión en la puerta de la iglesia por causa de una pareja. Ellos me enseñaron los anillos matrimoniales y me pidieron que los bendijera.

Les expliqué que los anillos se bendicen durante la boda. Entonces insistieron en que la boda será por lo civil por eso quieren la bendición ahora. Esta vez les pedí que se apartaran para dejar pasar a la gente que iba saliendo de la misa y que esperaran porque necesitaría un buen ratico de plática.

Entonces les expliqué que la bendición propia que un sacerdote hace para los anillos de boda es en la ceremonia matrimonial. Es entonces cuando el sacerdote, haciendo la señal de la cruz sobre los anillos, dice: “El Señor bendiga estos anillos que van a entregarse uno al otro en señal de amor y de fidelidad”.

Los novios se entregan los anillos con la misma promesa de amor y fidelidad invocando el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La bendición y entrega de anillos hecho con la invocación trinitaria eleva el rito a un nivel muy solemne y los anillos se convierten en un signo sagrado de alianza.

RELACIONADA: ¿Quién inventó el matrimonio civil?

En la mayoría de los casos, los católicos saben muy bien de su obligación de celebrar su boda en la iglesia y que la boda civil solo responde a una exigencia legal terrenal. Entiendo que los que recurren a una boda delante de una autoridad civil tienen diversas razones.

Unos tienen poco aprecio del valor y dignidad de una ceremonia religiosa. Otros huyen del gasto exorbitante y de un espectáculo en que está envuelto comúnmente el rito eclesiástico.

Dentro del terreno ministerial en que me encuentro, las razones siempre tienen que ver con la situación migratoria. Algunos celebran su boda civil para solucionar una carencia documental que les permita resolver su estatus migratorio.

Otros lo hacen por lo civil primero y postergan lo eclesiástico para poder ahorrar dinero para cubrir los gastos para tener la boda con todo el lujo que sueñan.

Las razones pueden ser sustanciales pero todas redundan al mal entendimiento del sacramento del matrimonio. Muchos fieles ya se olvidan de la obligación de casarse en la iglesia.

Pude notar que la pareja se quedó pensativa y disgustada ante mi negativa de bendecir sus anillos. Por supuesto, insistieron en que hiciera la bendición pero me mantuve firme en mi posición precisamente para no enviar una señal errónea de facilitar un boda híbrida.

Por otro lado, aprovechando el hecho de que quieren hacer lo correcto, razón por la cual pidieron la bendición, les prometí mi ayuda para acompañarles en la preparación que les permita llevar su amor al nivel del sacramento. Al final los bendije individualmente —no como pareja— para que Dios les dé sabiduría y valentía de poner en práctica lo que nos enseña nuestra Madre, la Iglesia católica.

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Mons. Jonas Achacoso es canonista y autor de “Due Process in Church Administration. Canonical Norms and Standards”, Pamplona 2018. Es Juez Eclesiástico, Delegado de los Movimientos Eclesiales y Administrador de la Iglesia Corpus Christi (Woodside, NY). Su columna Derecho y vida puede leerse en la edición mensual de Nuestra Voz. Síguelo en Twitter.

Reset: Salir de la virtualidad subsidiaria para volver a la realidad sacramental de la Eucaristía en la Iglesia

A medida que la vida se normaliza nos encontramos con el desafío de volver a la normalidad, también en la Iglesia, entender que la virtualidad de la misa y de la comunidad era sólo subsidiaria y que la realidad eclesial pasa por los sacramentos que se celebran en el encuentro real y que no solo se perciben con los sentidos, sino que también se reciben.

La pandemia supuso para la mayoría de los católicos una nueva situación en la vivencia de la fe comunitaria: en pocos días, a medida que los números de contagios se elevaban, nos vimos inmersos en una realidad tan caótica como inédita.

En algunos países la situación aún ahora va manejándose paulatinamente y, de a poco, las medidas restrictivas apelan más a la responsabilidad ciudadana de extremar cuidados para evitar contagios masivos, porque aún no se ha dado con una cura para tratar este virus. Pero mientras tanto debemos seguir adelante, reorganizándonos y retomando nuestras vidas, haciendo nuestra la victoria pascual de Cristo.

La nueva realidad nos impone cierto comportamiento: en nuestras iglesias habrá sitios marcados y distantes unos a otros, algunos espacios cerrados para evitar aglomeraciones, se nos pedirá que comulguemos en la mano, y hasta los horarios podrían verse afectados. ¿Qué hay en el fondo de todo esto? ¿Una serie de medidas tan comunes como las que hay para un centro comercial o un teatro? ¿Es sólo un evitar contagios sin más?

¡Por supuesto, claro que sí! Es importante cuidarnos entre todos… Pero sin embargo el retomar el culto en nuestras iglesias, aun entre limitaciones, esconde un precioso elemento por rescatar: nuestro ser con otros. En el fundamento del ser y la misión de la Iglesia está la voluntad divina del Padre de hacernos sus hijos y darnos una Vida abundante por la Pascua de Jesucristo. Es éste el porqué de toda la vida eclesial: por eso a la Iglesia le llamamos también Cuerpo de Cristo. Y esto se realiza por la presencia eterna del Señor Jesucristo en medio nuestro, pues vive y reina por los siglos de los siglos, y se comunica a la comunidad toda de los fieles bautizados, por la efusión de su Espíritu.

Aunque la rapidez de la conexión virtual de una celebración pueda ser tan fácil como conveniente en este tiempo de pandemia, es sólo un elemento subsidiario y elemental que no logra satisfacer plenamente la realidad de aquello que está en la base de nuestro ser Iglesia. La vivencia comunitaria a la que nos introduce la Eucaristía celebrada es capaz de superar la formalidad de las distancias preventivas, porque nada nos acerca más que vivir en comunión con el Cuerpo de Cristo.

La fisonomía propia de los Sacramentos son un testimonio luminoso de esta realidad material, en el sentido corporal, porque de las celebraciones litúrgicas participamos plenamente a través de nuestro ser corpóreo, en un entramado de gestos y símbolos, palabras leídas y cantadas, imágenes y hasta olores que nos integran activamente. Nuestra presencia física y efectiva, sea como ministros, sea como fieles, es imprescindible para esta experiencia de comunión real antes que virtual. Dios no se ha quedado detrás de la nube, aunque fuera muy luminosa, ni tampoco en el sonido de un clic, sino que felizmente ha querido estar en medio nuestro y prolongar su presencia en la Iglesia.

La presencia divina de nuestro Redentor, vivificada por la acción del Espíritu Santo, está sostenida en la voluntad amorosa del Padre eterno que reúne a todos sus hijos para hacer de ellos un nuevo Pueblo. No somos la comunidad de una religión del libro mudo, sin nada que comunicar, ni tampoco la sociedad medievalizada en un mundo moderno. ¡Somos Cristo! ¡Somos su Cuerpo! ¡Somos Iglesia! Somos la comunidad del Verbo encarnado… Pensemos diariamente en la densidad de esta afirmación. Y en esta búsqueda promisoria de restaurar la vivencia comunitaria en este Cuerpo eclesial, en medio de las limitaciones que impone la pandemia, no sólo queremos asegurarnos un sitio en nuestras iglesias y así quedarnos tan cómodos y tranquilos como si fuéramos al teatro a ver la función por la que pagamos, sino reunirnos a celebrar para también invocar la misericordia divina por los que ya no están, porque fueron llamados a vivir en la Casa del Padre, como también hacer nuestro el dolor de los enfermos y marginados, la preocupación y los miedos de los que sufren los efectos devastadores de una pandemia que nos ha sorprendido a todos. Es ésta la dinámica de un pueblo que mutuamente se reconoce corresponsable según el Amor de nuestro Salvador. La promesa divina está ligada siempre a un Pueblo: todos unidos avanzamos en la Iglesia en este peregrinar secular que se encamina hacia la eternidad que nadie nos puede arrebatar. Es la nuestra una Alianza nueva y ¡eterna!, en el Cuerpo resucitado de Jesucristo. Entonces, en este tiempo de pandemia tenemos un mensaje que comunicar a través de una Palabra que nos reúne y se hace Sacramento para reanimarnos con su Soplo divino.

El Vaticano decreta Semana Santa con restricciones

Mientras las conferencias y reuniones pueden posponerse durante meses por la pandemia del coronavirus, las liturgias de Semana Santa y Pascua no pueden postergarse, con la excepción de la Misa Crismal, informó la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

“Por mandato del Sumo Pontífice y únicamente para el año 2020”, la congregación emitió normas el pasado 20 de marzo para celebrar las liturgias del Triduo Pascual sin la presencia de los fieles.

“La Pascua es el corazón del año litúrgico y no es simplemente una fiesta más. El Triduo Pascual se celebra en el lapso de tres días, precedido por la Cuaresma y coronado por Pentecostés y, por lo tanto, no puede transferirse a otro tiempo “, dice el decreto “En tiempo de COVID-19”. El decreto fue firmado por el cardenal Robert Sarah, prefecto de la congregación, y por el arzobispo Arthur Roche, secretario de esta.

Como la Misa Crismal no es formalmente parte del Triduo, añadieron, un obispo puede decidir posponer su celebración. Por lo general, esta misa se celebra en Semana Santa e incluye una reunión de todos los sacerdotes de la diócesis para renovar sus promesas sacerdotales.

Durante la misa, el crisma, u óleo, utilizado en los sacramentos es bendecido por el obispo y distribuido a los sacerdotes para llevarlo a sus parroquias. Si bien se han cancelado las misas públicas, el decreto dice que los obispos, de acuerdo con sus conferencias episcopales, deben asegurarse de que las liturgias de Semana Santa se celebren en la catedral y en iglesias parroquiales, incluso sin la participación física de los fieles. “Las transmisiones en vivo, no grabadas, por televisión o internet son de gran ayuda”, dice el decreto.

En el caso de la diócesis de Brooklyn, las misas se trasmitirán simultáneamente por nuestro canal católico. Para recibir más información visita la página web netny.tv.

El Jueves Santo, la Misa de la Cena del Señor debe celebrarse en la catedral y en las iglesias parroquiales, incluso sin los fieles presentes.

“La facultad para celebrar esta misa en un lugar adecuado, sin gente, se otorga de manera excepcional a todos los sacerdotes” este año.·

(Foto CNS/Jerry L. Mennenga, Catholic Globe)

“El lavado de pies, que ya es opcional, se debe omitir” cuando no hay fi eles presentes, dice el decreto. La procesión tradicional con el Santísimo Sacramento al final de la misa también se omite y la Eucaristía se reserva directamente en el sagrario.·

Si existe la posibilidad de hacerlo, dice el decreto, la Liturgia de la Pasión del Señor debería celebrarse. Entre las oraciones formales de petición, debería haber “una intención especial para los enfermos, los muertos y para aquellos que se sienten perdidos o afligidos”.

Para la celebración de la Vigilia Pascual sin el fiel presente, se explica que se omite la preparación y el encendido del fuego, pero el cirio Pascual se prende y se canta o se recita el pregón pascual “Exsultet”.·

Las procesiones y expresiones de piedad popular tradicionales en todo el mundo durante la Semana Santa pueden transferirse a otra fecha, según el decreto. Se sugirió, por ejemplo, del 14 al 15 de septiembre en relación con la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.