Análisis

El matrimonio, vínculo sagrado establecido por Dios

El Concilio Vaticano II nos dice que “el mismo Dios es el autor del matrimonio” (GS 48,1). En efecto, la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, creados por Dios. Por lo tanto, no es una realidad puramente humana y en todas las culturas existe un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. Esta realidad permite afirmar que “la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana, está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47,1).

El presente artículo quiere ser solo una catequesis sobre el matrimonio, tanto en su realidad natural como sacramental. Por lo mismo, nos limitaremos a destacar algunos puntos esenciales del Catecismo de la Iglesia Católica, que tratan de este sacramento (cf. CEC 1601-1666). Comencemos con la Biblia, más concretamente con su primer libro: el Génesis.

El matrimonio en el plan original de Dios

La Sagrada Escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: “No es bueno que el hombre esté solo”. La mujer, “carne de su carne”, le es dada por Dios como una “ayuda”. “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (cf. Gen 2,18-25). Esto representa – en el plan original de Dios – una unión indefectible de sus dos vidas. Cristo mismo lo muestra cuando le llevan la cuestión del divorcio, aprobada por Moisés, afirmando que Moisés permitió el repudio de la mujer en razón de “la dureza del corazón” pero, superando la Ley Antigua, se remonta, en su respuesta, recordando cuál fue “en el principio” el plan del creador y, por lo mismo afirma “lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mt 19,6).

Cuando el Génesis habla de “ayuda”, no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también del ser. Femineidad y masculinidad  son entre sí complementarios no solo desde el punto de vista físico y psíquico sino ontológico. Solo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino”, lo humano se realiza plenamente como la “unidad” relacional que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante (cf Juan Pablo II, Discurso a las mujeres IV Conferencia de Pekín (26-6-1995) 7-8.

El matrimonio después del pecado original

El pecado original, que todos heredamos de nuestros primeros padres, nos trae la experiencia del mal, que se hace sentir, también, en las relaciones entre el hombre y la mujer. Hay, en efecto, en el hombre y la mujer, ¡un desorden! [ no una corrupción!], que no se origina en su naturaleza, ni en la naturaleza de las relaciones hombre- mujer, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia una primera ruptura en la “comunión original” entre el hombre y la mujer [ agravios recíprocos sobre el causante de la culpa (cf Gen 3,2) que se extiende también a su vocación de multiplicarse y de dominar la tierra [los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan] (cf Gen 3,16-19; cf cap. 1-3). Dada la realidad del pecado, para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gen 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”.

La experiencia indica que, en todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Ello no obstante, cualquier atisbo de conflicto puede, con la gracia de Dios, ser subsanado y la alianza restablecida; el amor, en definitiva, cuando hay humildad y entrega entre los esposos, siempre triunfa sobre el conflicto.

Para decirlo en pocas palabras, el matrimonio – y la familia – son la célula básica de la sociedad. El “lugar” no meramente físico sino simbólico en el que se experimenta, de un modo del todo singular, la vocación social del hombre cuyo centro es la “relación”. Allí, en efecto, se vive la paternidad, la filiación, la fraternidad, elementos indispensables para salvaguardar la salud psicológica y espiritual de los seres humanos. Por ello mismo, todo atentado contra el matrimonio y la familia, no solo hiere una institución sagrada por naturaleza, sino que daña también a la sociedad (cf. CEC 2207-2207)

El matrimonio sacramental y la virginidad por el Reino de Dios

La alianza de Dios con Israel ha sido considerada, ya en el Antiguo Testamento, bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf. Os 1-3; Is 54.62; Jer 2-3.31). Así, los profetas fueron preparando al pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Mal 2,13-17). Esta alianza – nueva y eterna – se da en el Hijo de Dios que, encarnándose y dando su vida, se unió, en cierta manera con toda la humanidad salvada por El (cf. GS 22) preparando así “las bodas del cordero” (Ap. 19,7.9).

El Apóstol San Pablo manifiesta el carácter “sacramental” del matrimonio entre un hombre y una mujer bautizados, haciendo de la entrega mutua entre el hombre y la mujer un “sacramento”: “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32 cf Ef 21-33). Los versículos 23-32 establecen un paralelo entre el matrimonio humano y la unión de Cristo con la Iglesia. Los dos términos de comparación se aclaran mutuamente: a Cristo se le puede llamar esposo de la Iglesia, porque es su Cabeza y la ama como a su propio cuerpo. Lo mismo sucede entre marido y mujer: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla […] y presentársela a sí mismo santa e inmaculada” (Ef 25-27).

No todos, sin embargo, están llamados al matrimonio. El vínculo con Cristo ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero donde quiera que vaya. Cristo mismo invitó a seguirle en este modelo de vida (cf Mt 19,12). La estima de la virginidad por el Reino (LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente.

Conclusión, resumen, comentarios personales

Hay que afirmar que el matrimonio exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad (FC 13). No se pueden separar, en las relaciones sexuales matrimoniales, dos aspectos que van entre sí ligados: el factor unitivo y el procreativo. Este principio establecido por San Pablo VI en su Encíclica Humanae Vitae (1968) ha sido profético. El rechazo de algunos teólogos, pastores y fieles ha traído como consecuencia el abandono de la ley natural y la manipulación de la vida. La Iglesia rechaza el divorcio: alienta a comulgar a los divorciados no vueltos a casar, pero quienes han contraído nueva unión no pueden acercarse a la comunión. Tampoco pueden hacerlo quienes han constituido una pareja homosexual. La tendencia no es pecado, pero las relaciones sí.

El hombre de hoy cree definirse a sí mismo a su antojo con una libertad vacía, que niega su realidad de creatura. Esto salpica también a un amplio sector de los católicos. Hay mucha confusión doctrinal entre fieles y aun entre pastores. Pero no es la Iglesia quien tiene que cambiar su doctrina para adaptarse al mundo sino al revés. La Iglesia sirve a la Palabra de Dios revelada, al Evangelio que le fue confiado, del que no es dueña sino servidora y al que tiene que predicar y custodiar.

En este sentido valen las advertencias del Apóstol Pablo a los Gálatas: “me maravillo de que abandonando al que los llamó por la gracia de Cristo, se pasen tan pronto a otro evangelio – no que haya otro, sino que hay algunos que los perturban y quieren deformar el Evangelio de Cristo […] Si alguno les anuncia un Evangelio distinto del que han recibido ¡sea anatema! (cf Gal 1,6-9). Algunas afirmaciones no conformes con la Regula Fidei [ la norma de la fe] poco a poco se van introduciendo también en la Iglesia. ¡Estemos atentos!

Mons. Alfredo H. Zecca