HACE CASI TRES AÑOS, el papa Francisco visitó los Estados Unidos para clausurar el Encuentro Mundial de las Familias que se celebró en Filadelfia. En esos días estuve siguiendo al Papa por las tres ciudades que visitó. Y escribí un artículo sobre una interesante conversación que tuve con un taxista en Washington. La esencia de aquella conversación con el chofer, un etíope copto ortodoxo, sobre el Papa está resumida en este testimonio:
“Cada vez que lo escucho hablar o lo veo en TV me conmueve. Le pasa a todos. La gente lo ve y siente lo mismo. Es la coherencia de este hombre lo que los conmueve. Desde ayer en esta ciudad se siente un ambiente de paz, de hermandad, que nunca sentí en todos los años que llevo viviendo aquí. Es la presencia del papa Francisco. Y se lo digo yo que no soy católico”. Y añadió: “Soy copto ortodoxo etíope”.
También durante el reciente Encuentro Mundial de las familias, celebrado en agosto, estuve tres días en Dublín, donde tuve una conversación memorable con un taxista mientras iba al aeropuerto para regresar a Nueva York.
Desde que subí al taxi, el chofer comenzó a hablar de la visita del Papa, de la Iglesia Católica, del Encuentro Mundial de las Familias. Usaba un lenguaje que no podría repetir en este periódico. “La Iglesia Católica es la institución más dañina y corrupta de la historia de Irlanda,” me dijo, aderezando sus palabras con un par de adjetivos obscenos, como cada frase que dijo durante ese viaje al aeropuerto.
“No sé por qué los contribuyentes irlandeses tenemos que pagar por esa visita del Papa, no lo queremos aquí. ¿Acaso no han visto que casi el setenta por ciento de los irlandeses votó a favor de legalizar el aborto? No era un voto simplemente a favor del aborto. Fue un voto de condena a la Iglesia Católica, de rechazo a su presencia e influencia en la sociedad irlandesa”.
Cada una de esas frases, dichas en el inglés musical que hablan los irlandeses de clase trabajadora, venía salpicada de los más obscenos adjetivos, aplicados tanto a la Iglesia como al Papa. Cada vez hablaba más alto, con tanta furia que la voz se le quebraba. Su diatriba, que había comenzado como una queja ciudadana, se iba volviendo cada vez más intensa y personal. Miraba constantemente por el retrovisor, como para asegurarse de que yo, desde el asiento trasero, le prestaba atención.
“Ochocientos esqueletos de bebitos y niños encontraron en la fosa séptica de un convento en Tuam”, gritó cuando ya casi llegábamos al aeropuerto. “¿Qué clase de monstruo hay que ser para hacer algo así? Si fueran nazis lo que hubiesen cometido esos crímenes, pensaríamos, ‘Bueno, son nazis’. ¿Pero cómo entiende uno que supuestos discípulos de Cristo hagan monstruosidades como esas? ¿Es ese el mensaje de Cristo? ¿Crees que Cristo habría tenido seguidores hasta hoy si ese fuera su mensaje?”.
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He escuchado muchas veces hablar mal de la Iglesia. Pero pocas veces había visto una mezcla de rabia y dolor como la de aquel hombre. No era el odio intelectual de un enemigo, sino la rabia desgarrada de una víctima. Durante todo su discurso me había limitado a asentir y a escuchar con respeto. Pensé que el taxista había terminado. Pero no, ya casi entrábamos al aeropuerto y todavía le faltaban un par de cosas por decir. Tuve la impresión de que le había dado ese mismo discurso —y con la misma pasión— a muchos otros pasajeros; que lo tenía medido para que durara el trayecto exacto; y que, como los buenos boxeadores, había dejado sus mejores golpes para el final.
“Como casi todos los niños de mi época, fui a la escuela católica. La Iglesia es dueña del ochenta por ciento de las escuelas de Irlanda. Los Hermanos Cristianos estaban a cargo de la mía. Me molían a golpes cada día, cada día me maltrataban esos abusadores” —y repartió adjetivos soeces al decirlo.
Vi en sus ojos el brillo de una lágrima, pero no había terminado. “Yo sé que en la Iglesia había y hay muchos sacerdotes buenos, muchas monjas buenas, pero ni uno solo de ellos levantó su voz para denunciar aquellos abusos”.
El taxi se había detenido. Le dije: “Trabajo para un periódico católico en Nueva York. Gracias por contarme esas cosas, porque necesitaba escucharlas. Entiendo su dolor y su rabia. Y se lo contaré a mis lectores”. El hombre me sonrió. Pensé que le había dado todo el alivio que podría en los treinta segundos que me quedaban con él tras su discurso. Historias como esas quizás son las que explican el voto abrumador a favor del aborto en Irlanda; y el hecho de que menos de 300,000 personas —solo 130,000 según algunas fuentes— hayan asistido a la misa del Papa en Phoenix Park, el mismo sitio donde hace 39 años más de un millón de irlandeses —casi la mitad de su población entonces— se reunieron para escuchar a Juan Pablo II.
Ninguna institución en la historia de Irlanda ha hecho tanto bien y ha ayudado tanto al país como la Iglesia Católica. La nación —podría decirse— fue construida por la Iglesia. La educación y la atención médica, las escuelas y los hospitales, y las instituciones caritativas y civiles, todo fue fundado, desarrollado y administrado por la Iglesia. El poder y el prestigio acumulados terminaron por corromper a muchos de sus miembros. El mal que hicieron, y el dolor que provocaron, vivirán con nosotros por mucho tiempo. La Iglesia en Irlanda pagará con creces esos pecados y esos crímenes. Más allá de rezar, quizás no podamos hacer nada personalmente por ayudar a las víctimas y ayudar a la Iglesia irlandesa. Pero la lección debería servir a todos, porque todos caminamos entre el llamado a la santidad y el misterio del mal. Y porque todos somos cómplices del mal que no estemos dispuestos a denunciar.
“La verdad los hará libres”, afirma Cristo en el Evangelio de Juan. He releído ese capítulo hoy y Cristo no hace excepciones. Dice simplemente: “La verdad los hará libres”. Ojalá tengamos el valor de enfrentarla.