El martes 24 de marzo, en la noche, recibí la noticia de que un sacerdote de la parroquia de Santa Brígida había sido diagnosticado con la COVID-19, la enfermedad producida por el nuevo coronavirus.
El miércoles le envié un mensaje de texto al padre Jorge Ortiz Garay, párroco de Santa Brígida, preocupado por la noticia. “¿Quién está enfermo?”, le pregunté. Me respondió: “Soy yo”. Le prometí rezar por él, me lo agradeció y me envió un abrazo. El jueves y el viernes le envié mensajes similares. El viernes en la noche recibí la noticia de su muerte.
“Estamos todos en la misma barca”, había dicho el papa Francisco ese mismo día, cuando nos invitó a rezar por el fin de la pandemia e impartió su bendición extraordinaria Urbi et orbi (a la ciudad y al mundo) desde el pórtico de la Basílica de San Pedro.
Pocas veces hemos tenido la sensación de compartir una experiencia —en este caso terrible— con toda la raza humana. Al mismo tiempo, la experiencia es única para cada comunidad, cada familia, cada persona.
Al inicio de la Cuaresma, muchos hicimos el propósito de renunciar a esto o aquello (Facebook, el vino, los partidos de fútbol por TV). Sin imaginar que nos veríamos obligados a renunciar a tantas cosas que damos por sentado: salir a la calle, tomar el metro, ir a misa, cenar con toda la familia el domingo…
Esas renuncias, sin embargo, no se comparan con el sufrimiento de los que han perdido el trabajo, la salud, un buen amigo, un familiar o la propia vida. Todos estamos en la misma barca, sí, pero el precio que pagamos por el pasaje es individual. Al padre Jorge le tocó pagarlo con su vida.
Es una pérdida tremenda para quienes lo conocimos. Sí, muchos estamos devastados por la noticia. Nos preguntamos cómo Dios lo permite, cuál es la eficacia de la oración, qué sentido tiene todo. Nuestra fe se estremece.
Ante la Guadalupe
Hace poco más de cuatro años, el 13 de febrero de 2016, tuve la suerte de compartir con el padre Jorge Ortiz-Garay un momento excepcional: la misa del Papa en la Basílica de la Virgen de Guadalupe durante su visita a México.
Mientras esperábamos el inicio de la misa, el padre Jorge llamó varias veces a sus padres, que estaban en la explanada de la basílica. Les había pedido que no fueran, pues no debían estar, según él, expuestos al sol por tanto tiempo. Sus padres habían insistido en ir.
Fue un momento revelador. Su alegría de estar ante la tilma de San Juan Diego se combinaba con la preocupación por su madre terrenal.
Con la misma pasión con que llamaba a la conversión en cada homilía, se preocupaba de los problemas cotidianos de cada familia de la parroquia. En su siempre desbordada agenda quedaba tiempo para escuchar las penurias o las angustias de cualquiera que se acercara a él, ya fuera un amigo cercano o un desconocido que nunca había visto en misa.
Durante esa semana en México, un día fuimos al sócalo, para comentar la reunión del Papa con los obispos mexicanos. Al terminar, el padre Jorge me llevó a visitar varios sitios de interés. En un momento dos mujeres se le acercaron. Comenzaron a hablar. Unos minutos después noté que una de las señoras se apartaba. El padre se quedó conversando con una de ellas… y le dio la absolución. Luego se acercó la otra mujer y se repitió la escena. Ambas le habían pedido confesarse con él.
Al día siguiente debíamos volar a Chiapas. El vuelo se retrasó y, mientras esperábamos en la terminal, otra persona se acercó al padre y se confesó con él. Bromeando, le dije que entendía que la gente se quisiera confesar antes de tomar un avión, pero que era más difícil explicar por qué dos desconocidas lo habían detenido en medio de la ciudad para que las confesara. El padre se echó a reír con esa risa suya natural y generosa. Pero lo cierto es que yo jamás había presenciado algo semejante. Incluso los desconocidos, por puro instinto, sabían de alguna manera que tenían ante sí a un hombre de Dios.
El último día que estuvimos en Ciudad México era domingo y el padre Jorge me invitó junto a Elimelec Soriano, coordinador de la Pastoral Mexicana, su estrecho colaborador y amigo, a desayunar con su familia. Allí estaban sus padres, activos miembros del Camino Neocatecumenal, sus maestros en la fe. Un hermano y una hermana también habían venido esa mañana con sus respectivas familias. El cariño de todos, y la admiración de todos por el padre Jorge eran tan palpables como el olor de los platos exquisitos que compartimos ese día. En estos días la alegría de aquella mañana me permite calcular la tristeza infinita de esa familia hermosa que produjo el ser humano extraordinario que fue el padre Jorge.
Hay otro detalle de él que se me quedará tatuado para siempre en la memoria. En las fiestas de la Guadalupe, miles de personas llenan la Concatedral de San José. La alegría del padre Jorge en esos días era evidente, por supuesto. Él sabía —¡tenía que saberlo!— que esa masa humana había sido convocada por la devoción a la Virgen, claro, pero también por sus incansables esfuerzos durante todo el año.
Y sin embargo, ese día era más remiso que de costumbre a asumir ningún papel protagónico. Y cuando le hablaba a la gente, usualmente antes de la misa, era para recordarles que la Guadalupe no quería homenajes ni flores ni procesiones ni fi estas. Todo eso es muy bueno, les decía él, pero lo que la Virgen quiere de nosotros es una radical conversión, lo que ella quiere es que sigan a Jesús, su Hijo.
Ese era el sacerdote que hemos perdido.
La fe no suprime el dolor ante la muerte. Las palabras más misteriosas del Evangelio son las que describen la reacción de Jesús ante la muerte de su amigo Lázaro. Dice el evangelista que Jesús “se conmovió en su interior, se turbó”. Y luego añade: “Jesús se echó a llorar”. ¿No describen esas palabras también nuestras reacciones ante la muerte de nuestro amigo?
El padre Jorge murió un viernes. El domingo siguiente escuchamos el relato de la resurrección de Lázaro, ese evangelio en que Jesús llora por su amigo muerto. Pero al final de ese relato Jesús le dice a Marta: “Tú hermano resucitará”. Nos lo dice hoy también a nosotros.
Con la fe en la resurrección vivió y murió el padre Jorge Ortiz-Garay. Sí, nuestro hermano resucitará.